El autor sostiene que la aprobación de la Ley de Medios fue un triunfo político para el kirchnerismo, opacado por una sucesión de medidas cautelares que puso freno a su ejercicio y por la falta –paradójicamente- de una adecuada política comunicacional que le permitiera a la sociedad entender cuál era el rédito sociocultural de su concepción y su puesta en marcha.
El 10 de octubre se cumple una década de la aprobación en el Congreso de la Nación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual conocida como Nueva Ley de Medios. Su anuencia por ambas cámaras y su puesta en marcha resultaron sumamente polémicas debido a que ponía el foco en varias iniciativas para regular la concentración de los medios, restringir la cantidad de licencias por propietario y dar espacio a organizaciones sin fines de lucro para que pudieran acceder a la posibilidad de comunicar sin sufrir las presiones propias del monopolio que existe en nuestro país.
La aprobación de la Ley de Medios fue un triunfo político extraordinario para el kirchnerismo, lamentablemente opacado por una sucesión de medidas cautelares que pusieron freno a su ejercicio y por la falta –paradójicamente- de una adecuada política comunicacional que le permitiera a la sociedad entender cuál era el rédito socio-cultural de su concepción y su puesta en marcha.
A propósito de este décimo aniversario suponemos que puede resultar interesante recordar que la sanción de una ley implica la presentación de un proyecto primero y luego el tratamiento en comisiones de asesoramiento que en este caso debatieron durante un año en 24 foros, que se llevaron a cabo en distintos lugares del país, tratando de darle excelencia a la propuesta.
Resulta impactante percibir y entender que detrás de una ley se condensan las necesidades de determinadas personas, sus demandas y conflictos, la imposibilidad de poder resolverlos con leyes que fueron sancionadas anteriormente y que no alcanzaron para darle viabilidad a las nuevas expectativas que fueron surgiendo en los ciudadanos. Pero; tratemos de desgranar lo que fue sucediendo con esta ley en particular que se focalizaba en la comunicación y la información.
Entendemos que un hito importante para tener en consideración, en el comienzo del análisis propuesto, es el artículo 14 de nuestra Constitución de la Nación que sostiene: “Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio; a saber: (…) de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa”.
Sucede que mientras el Estado a través de su legislación fundamental brega porque todos los habitantes de la Nación puedan publicar sus ideas por la prensa sin censura previa, sólo un grupo reducido de ciudadanos privilegiados lo consigue efectivamente: los empresarios, dueños de las imprentas y los periodistas profesionales.
Desde el inicio de nuestra legislación fundamental queda planteado –de forma tácita; pero también concluyente- que ese objetivo originario y fundante de la prensa argentina: la ilustración del pueblo se convertía en un objetivo secundario en aras del objetivo principal que era ser un instrumento de los partidos políticos que competían para alcanzar y/o conservar el poder.
Desde 1862 hasta 1880 el país estuvo presidido por tres presidentes-periodistas: Bartolomé Mitre (1862-1868), Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y Nicolás Avellaneda (1874-1880). Al terminar su presidencia Mitre quiso seguir gobernando mediante la creación de un gran diario: La Nación. La prensa se convertía en uno de los participantes de la batalla política, nacía el Cuarto poder.
En las líneas que Bartolomé Mitre le escribe a su amigo Wenceslao Paunero tomamos nota de lo que significa la iniciativa privada: “El 11 de enero de 1870 como lo verá en los diarios me hago decididamente editor. Haré un remate de mis muebles de lujo y parte de mis libros, con algunos cuadros y curiosidades, que pesan en el bagaje de un trabajador y con esto pagaré mis acciones en la empresa y quedaré a flote”.
Retomando el artículo 14 de la CN. La idea de que “todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos” pone la noción de colectividad en primer plano; sin embargo, el liberalismo económico, o sea la teoría del laissez faire (dejar hacer) expresión clásica de Adam Smith, tiene como finalidad proteger los derechos a la propiedad / empresa privada y la libre iniciativa. De allí que a comienzos nomás del siglo XX, un editor del Wall Street Journal afirmara: “Un diario es una empresa privada que no debe nada a un público que no tiene sobre ella ningún derecho. La empresa no está afectada por ningún interés público, es propiedad exclusiva de su dueño que vende un producto manufacturado por su cuenta y riesgo”.
Estas concepciones liberales han calado de forma bien profunda en el imaginario de la sociedad y la cultura de aquel entonces y no debe sorprender que después de más de un siglo y medio lleguen hasta nuestros días con plena vigencia, lo que permite entender porqué Alberto Fernández en una entrevista que le hacen para Tiempo Argentino, en mayo de 2019, sostenga que: “En una sociedad moderna los medios son un negocio”.
La afirmación de Alberto Fernández escandalizaba a Martín Piqué el periodista de Tiempo Argentino que le hacía la entrevista, quien sostuvo que le parecía fuerte eso de que la comunicación es un negocio. También le pareció fuerte a la abogada Graciana Peñafort quien había participado activamente en los foros donde se elaboraba la Ley de Medios, de allí que sostuviera que la comunicación no es un negocio; sino que es la piedra angular de todas las libertades y un derecho humano fundamental.
Acá resulta importante no caer en un maniqueísmo que nos empuje a imponer el principio de exclusión: si los medios son un negocio no son un derecho humano o si son un derecho humano no deben ser un negocio. Vemos que son las posiciones que asumen Alberto Fernández y Graciana Peñafort. Acá tenemos que entender que priva otro razonamiento diferente al maniqueo ya que los medios son un negocio y un derecho humano fundamental. Lo que se evidencia como muy complejo –por los absolutismos en los que caen Fernández y Peñafort- es cómo pueden convivir derechos tan diferentes como el aceite y el vinagre, dos condimentos que a pesar de tener composiciones químicas tan heterogéneas conviven en las ensaladas.
La vigencia de la libertad de prensa que como sostiene Damián Loreti en su libro Derecho a la información se convierte en libertad de empresa y de allí la idea de libertad de empresa para vender información data de la época de la puesta en vigencia de la CN en 1853.
Un siglo después, a mediados del siglo XX el psicoanálisis y las modernas ciencias del lenguaje como la lingüística y la semiología empiezan a darle un sentido nuevo a la comunicación. Tan importante resulta ser que se descubre que así como las palabras tienen poder –lo que intuyeron Mitre, Sarmiento y Avellaneda- también nos enferman o nos pueden curar.
En las últimas escenas de El secreto de sus ojos de Juan José Campanella, filme que ganó el Oscar 2010 a la mejor película extranjera, Benjamín Espósito (Ricardo Darín) llega a la chacra donde se había mudado Ricardo Morales (Pablo Rago) y descubre que éste había encarcelado desde hacía muchos años al asesino de su esposa. Como justificándose Morales le dice a Espósito: “Usted había dicho que le correspondía cadena perpetua”. Mientras tanto Gómez (Javier Godino) a pesar de estar tras las rejas se acerca a Espósito y sorprendentemente no solicita que lo libere; sino que le demanda puntualmente: “Dígale que me hable”. Parece una línea absolutamente casual; pero, este pedido tan singular revela la importancia que tiene el lenguaje y cómo la pena que supone privar a alguien de la libertad puede, de pronto, quedar equiparada, sino minimizada respecto del castigo que significa que no nos hablen.
Todo lo planteado termina repercutiendo en la legislación de allí que la comunicación debe ser un patrimonio de toda la ciudadanía y así lo expresa la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) que en 1948 sostiene en su artículo 19: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; ese derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Es cierto lo que sostiene Peñafort acerca de que la libertad de expresión es la piedra angular de todas las libertades y un derecho humano inalienable; pero, también es cierto lo que sostiene Fernández de que los medios son un negocio. Sucede que la libertad de expresión entendida como derecho humano queda planteada un siglo después de haber entrado en vigencia la libertad de prensa que protege la posibilidad de pensar la información como negocio.
Por otra parte, si repasamos el artículo 19 de la Declaración Universal de los DD.HH. notamos que se hace hincapié no sólo de en la posibilidad de recibir informaciones y opiniones; sino en el de difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión. La Declaración se refiere a los ciudadanos: éstos ya recibían información de los medios. ¡De lo que se trata ahora es de poder informar y difundir información! Que el público pueda informar como lo venían haciendo (y lo hacen) los empresarios y los periodistas profesionales. Que la capacidad de informar del público no quede restringida a las costosísimas solicitadas o a los pocos y breves correos de lectores que pueden finalmente ser publicados.
Con la Declaración Universal de los DD.HH. de 1948, la Encíclica (Carta solemne que el Papa dirige a todos los católicos) Pacem in Terris de Juan XXIII (1963) y el conocido Pacto de San José de Costa Rica de 1969 nace el Derecho a la información que reafirma la idea de que informar no sólo es un patrimonio de los empresarios de la comunicación y los periodistas profesionales; sino de todos los ciudadanos. El Derecho a la información intenta darle actualidad y vigencia al nombrado artículo 14 de la CN que había terminado siendo meramente decorativo, por lo menos en lo que hace a la pretensión de que todos los ciudadanos pudieran publicar.
Es cierto que el periodista se capacita profesionalmente para informar; pero eso, no debería ser un obstáculo para que el público también pueda hacerlo. En todo caso le tocara al periodista profesional capacitar, orientar, entrevistar, dirigir, editar y/o producir la información que el público elabore para que la comunicación sea finalmente un patrimonio de todos.
Digamos para finalizar que la columna vertebral de la Ley de Medios era el Derecho a la información. Nos habían enseñado que los derechos no son absolutos y por eso no se puede hacer cualquier cosa en nombre de ese derecho, nos habían enseñado que los derechos de uno terminan donde empiezan los del otro. Sin embargo, esas ideas sonaban lindo porque se decían en teoría, en abstracto. Cuando se pudo poner en práctica la Ley de Medios que iba a permitir acceder a la tan esperada democratización de la información por la que bregaban la CN y los tratados internacionales el Grupo Clarín entendió que eso iba a terminar lesionando sus intereses monopólicos, en ese punto se decretó una nueva tiranía de la comunicación. ¡Y esta historia continuará!
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