Las declaraciones de Axel Kicillof sobre los jóvenes que terminan vendiendo droga porque no pueden conseguir trabajo desataron una ola de condenas políticas y mediáticas. Sin embargo, se trata de una realidad comprobable cotidianamente. Aquí uno de esos casos.

Hay gente que se dedica a vender droga porque se quedó sin laburo”, dijo ayer en un programa televisivo de América el candidato a gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, y se le tiraron todos encima, lo apedrearon como para lapidarlo.

Kicillof explicó un poco más a qué se refería: “El problema no es perseguir al pequeño consumidor, con la pérdida de empleo hay gente que se dedica a vender droga porque se quedó sin laburo, obviamente es un delito, pero no pasa por ahí el fenómeno”, dijo.

Durante la investigación para el libro Cárceles. Otro subsuelo de la Patria, Eduardo Anguita y quien esto escribe entrevistamos a decenas de pibes y pibas presos por narcomenudeo. En casi todas las entrevistas la historia se repetía: se trataba de jóvenes que habían abandonado sus estudios – casi siempre porque sus familias no podían costearlos -, habían fracasado en la búsqueda de trabajo o habían tenido como únicos trabajos changas muy mal pagas y habían encontrado una “salida laboral” en la venta a pequeña escala de drogas.

En el marco de un capitalismo financiero desentendido de la producción y centrado en la circulación de dinero, el engrosamiento de los márgenes sociales no es una consecuencia no deseada sino un efecto previsto que no sólo genera un ejército de desocupados que, cuando puede, se vende como mano de obra barata, sino que genera otro circuito de trabajo al que miles de jóvenes acuden cuando encuentran cerrada la última puerta laboral: en narcomenudeo.

Se trata de otro tipo de superexplotados, funcionales al capitalismo pero a la vez ilegalizados por sus normas.

Lo que sigue es una de esas historias.

La historia de Liz

Cuando el bote llegó a la costa argentina, la señora empezó a hacer bajar la fruta a unos chicos que vinieron corriendo. Eran poco más de las 12 del mediodía del 12 de diciembre de 2015 y Liz Mariana Barrios Rojas transpiraba de calor y de miedo bajo el sol rotundo que calentaba el Paraná frente a Puerto Iguazú. Tenía 19 años y era la primera vez que cruzaba el río desde Paraguay. Vestía vaqueros, zapatillas y una remera, grande para ella, que Miguel, el argentino, le había dado en el auto para que se la pusiera, después de pegarle con una faja debajo de los pechos, los tres paquetes de cocaína. Sumados pesaban exactamente un kilo, pero a ella le pesaban mucho más. Llevaba, también, una mochila con un poco de ropa.

Los chicos, que habían aparecido de la nada, seguían bajando los cajones de fruta y los cargaban hasta perderse de vista. Todo a velocidad de rayo. Sin bajarse del bote, la señora, una mujer de unos 40 años tocada con un sombrero de paja, los apuraba. Liz debió haber bajado apenas tocaron la costa, pero no se movía, seguía ahí junto a la mujer y el botero, esperando que llegara el hombre que Miguel le había dicho que la esperaría del otro lado y nunca llegó. No sabía qué hacer, si bajar o volverse al lado paraguayo en el bote después de que los chicos terminaran de bajar la fruta. En esa duda estaba cuando sonó el teléfono de la mujer. Fue una llamada muy corta y cuando despegó el teléfono del oído dijo: ¡Vienen los marineros!

Liz jura que no entendió a qué se refería hasta que vio aparecer la camioneta de la Prefectura. Los chicos desaparecieron como por arte de magia. Dentro del bote sólo quedaban dos o tres cajones de naranjas, Liz, la mujer y el botero. Los dos prefectos parecían conocerlos.

Te vas a tener que volver con la fruta, no podés bajarla – le dijo uno de los prefectos a la mujer, que le respondió apenas con un gesto de resignación. Recién entonces, el agente pareció descubrir a Liz. ¿Vos venís con ella? – le preguntó. No – contestó. La mujer y el botero miraban para otro lado, desentendiéndose. Entonces bajate. Te vamos a tener que revisar – dijo, y le tendió una mano para ayudarla.

Le exigieron que les entregara el teléfono y vaciaron la mochila. Sólo había ropa y un cepillo de dientes. No me va a pasar nada, ahora me subo al bote y me vuelvo, pensó. La ilusión le duró hasta que escuchó a uno de los prefectos pedir por radio que enviaran personal femenino. Al botero y a la mujer de la fruta les dijeron que se volvieran. A ella le ordenaron que se quedara parada ahí, al rayo del sol. Eran las 12 y 25. Media hora después, una suboficial de Prefectura le palpó el cuerpo y encontró los paquetes. Cuando terminó de revisarla, la mujer se secó las manos con el uniforme.

Me tuvieron un montón de tiempo abajo del sol. Yo estaba toda transpirada y muerta de miedo. Me interrogaron: de dónde venía, quién me había dado el paquete, a dónde tenía que llevarlo. Yo les dije todo, relata, siete meses después en el Pabellón de Jóvenes Adultos de la Unidad Penitenciaria N°4 del complejo carcelario de Ezeiza. Está procesada por tráfico de drogas y espera que le dicten sentencia.

Liz mide alrededor de un metro sesenta, tiene ojos almendrados y una tez oscura que contrasta con un pelo enrulado que, hace poco, en la cárcel, se tiñó de rojo. Cuando cuenta su historia refuerza las palabras con gestos y mira a los ojos, como pidiendo que le crean.

Nació en Hernandarias, antiguamente llamada Tacurú Pucú (hormiguero alto, en guaraní), una ciudad de 80.000 habitantes que fue la primera en levantarse sobre el Alto Paraná pero que hoy está casi integrada como un suburbio a Ciudad del Este, en el corazón de la Triple Frontera. Cuando cumplió 13, al mismo tiempo que ingresaba a la escuela secundaria, empezó a trabajar por horas limpiando casas para mejorar un poco la precaria economía de su familia. Su padre, José, trabajaba como albañil pero la salud no lo ayudaba. Pasaba más tiempo parado que en las obras. Su madre, Rosa, se ocupaba de la casa y de cuidar a Michelle, la hija menor, que por entonces estaba en la escuela primaria. Otra hermana de Liz, Rosi, producto de un matrimonio anterior del padre, acababa de irse a la Argentina, siguiendo a su marido, también albañil, que había decidido probar suerte en las grandes obras de Buenos Aires.

Así y todo, Liz pudo terminar la secundaria, pero ahí se acabó su futuro. Con el padre casi siempre enfermo, ni siquiera pensó en seguir estudiando. En cambio, se metió a trabajar cama adentro para ganar un poco más. Igual no les alcanzaba. Le pagaban el equivalente a mil pesos argentinos por mes y más de la mitad se le iba en los medicamentos para su padre. Pasaban hambre.  Lo único que tenían era la casa y el padre decidió venderla. Ya no podía trabajar como albañil y pensó que así podría iniciar un pequeño negocio.

Nos íbamos a construir otra casita en el terreno de la de mi abuela y, con lo que sobrara de la venta de la casa, mi papá iba a comprar un autito o una camioneta vieja para vender ropa. Comprarle al mayorista e ir vendiendo, dice Liz.

Pusieron el cartel de venta pero casi no había interesados. Pasaron semanas sin que apareciera nadie. La suerte pareció cambiar cuando se presentó Miguel, un argentino de unos cincuenta años que dijo que se quería instalar con su familia en Hernandarias porque tenía negocios en Ciudad del Este. Recorrió la casa, les dijo que había que hacerle mejoras pero que estaba bien, que tal vez la comprara, que consultaría con su mujer. Les pidió el número de teléfono de la casa y también el de Liz para mantenerse en contacto.

La llamó unos días después. Todavía no había tomado una decisión sobre la casa, le dijo, pero quería ofrecerle un trabajito. Se trataba de llevar unos papeles hasta la costa argentina. Le ofreció el triple de lo que Liz ganaba por mes. Quedaron en encontrarse.

Yo no estaba segura, le desconfiaba. Le pregunté por qué tanta plata por unos papeles. Le insistí tantas veces que al final me dijo: Te voy a decir la verdad, son tres paquetes de cocaína. Yo le dije: Lo voy a pensar. No quería, pero la necesidad me hizo aceptar. Esa plata era muchísimo para mi familia, dice Liz desde la cárcel, siete meses después.

Meses después, en el Pabellón de Jóvenes Adultos de Ezeiza, un rato antes de ir a su trabajo en el taller de armado de broches, cuenta que se convenció de que se iba a arreglar, que a ella no le iba a pasar nada, que era la única vez. Que por eso aceptó.

Miguel, el argentino, le explicó que tenía todo arreglado y que ella no tenía que preocuparse porque la iba a acompañar alguien que sabía cómo hacer las cosas, que solamente tenía que hacerle caso. El trabajo consistía en cruzar el Paraná en un bote con los tres paquetes pegados al cuerpo. Una vez en la costa argentina, esa persona la iba a llevar hasta la terminal de Puerto Iguazú donde tenía que tomar un micro hasta San Justo, en la provincia de Buenos Aires. Ahí la iba a esperar otra persona a la que tenía que entregarle los paquetes. Cuando vuelvas, te voy a estar esperando con la plata, le prometió.

Aquella mañana del sábado 12 de diciembre, la pasó a buscar por su casa en un Toyota azul metalizado. Camino al río, Miguel detuvo el auto y le dio una remera blanca con un estampado adelante. Abrió un bolso y sacó tres paquetes y una faja. Le dijo que se sacara la remera que llevaba y, antes de que se pusiera la otra, le fijó con la faja los tres paquetes debajo de los pechos. Liz se sintió incómoda pero lo dejó hacer, era parte del trabajo. Miguel arrancó nuevamente y siguieron hasta la costa. Cuando llegaron, le dijo que lo esperara en el auto.

Liz lo vio ir al encuentro de otro hombre y luego los vio caminar hacia la costa del Paraná, donde saludaron a un tercero que los esperaba junto a un bote en el que estaban cargando cajones de naranjas. Los vio conversar un largo rato. En la soledad del auto, Liz sintió que el miedo se le iba haciendo un puño en el estómago. Empezó a transpirar. Para qué vine, se preguntó, pero sintió que ya no podía volverse atrás. No me va a pasar nada, se decía. Cuando Miguel volvió acompañado por el otro hombre – alto, morocho, de unos treinta años – y le dijo que tenían que cambiar de planes, se intranquilizó aún más.

El del bote me cobró mucho, vas a tener que ir sola, no puedo pagar por los dos. Sabelo  – dijo, señalando al hombre que lo acompañaba – te va a esperar del otro lado.

Liz pensó en decirle que no, que eso no era lo que habían arreglado, que sola no iba a cruzar el río. Sin embargo, no dijo nada. Miguel la acompañó al bote, donde ya estaba sentada la señora con los cajones de naranjas, y le dijo que subiera. Un minuto después, el botero empezó a remar. Liz no miró atrás. Con los ojos clavados en la otra orilla del Paraná se forzó a pensar que no le iba a pasar nada, que se iba a arreglar. No me va a pasar nada, repetía para sí misma una y otra vez, como si fuera un rezo. La costa argentina estaba cada vez más cerca. Allí la esperaban los marineros y la cárcel.

En la sede de la Prefectura de Puerto Iguazú volvieron a interrogarla. Contó de nuevo toda la historia, describió a Miguel y a Sabelo, no se guardó nada. Cuando empezaba a oscurecer se atrevió a preguntar: ¿Va a llevar mucho tiempo? Tomalo con calma, va a llevar mucho más de lo que te imaginás – respondió el prefecto que la interrogaba.

Pidió que le permitieran avisar a su familia y le contestaron que iban a llamar ellos. Pidieron un teléfono de la familia y Liz les dio el celular de su hermana. No quería que su madre recibiera la noticia. La llevaron a una celda cuando ya era de noche, después de darle algo de comer. Era una celda con puerta de rejas, desde donde podía ver el pasillo, y dos ventanas muy altas a través de las cuales podía ver las estrellas. Había una cama y una silla. Le dijeron que si quería ir al baño llamara al guardia. A medianoche, cuando el guardia se paró frente a la puerta, seguía llorando. El hombre la miró un rato en silencio y después le dijo, como con lástima: Mirá que sos boluda, ¿no sabías que si nos veías venir tenías que tirar todo al río?

Liz no tenía ni idea de cómo se traficaba droga. Pagaba un precio muy alto por su incompetencia.

El martes vino mi mamá a verme. Tuvo tres horas de viaje. Fue horrible abrazarla a través de la reja. Yo lloraba y lloraba. Mi mamá me consolaba, no me reprochó nada. La visita fue de dos horas. Viajó tres horas de ida y tres de vuelta para verme nada más que dos, cuenta Liz siete meses después en la cárcel de Ezeiza.

Como era la única mujer detenida, estaba sola en su celda. En cambio, en la de al lado había un argentino y seis paraguayos que habían caído también como mulas. Con ellos se sintió menos sola. Le pasaban el mate a través de las rejas, le prestaron una Biblia y dos o tres libros con relatos de terror, uno de ellos hasta la invitó a salir cuando estuvieran afuera. En lo único que no la tuvieron en cuenta fue con el televisor. Había uno en el pasillo y ellos tenían el control remoto. Se la pasaban viendo noticieros y programas de deportes, ni una sola vez la dejaron ver una novela. El personal de Prefectura también la trataba bien. Como el carcelero de la primera noche, muchos la miraban con lástima. Más de una vez, el cocinero la fue a ver para preguntarle qué quería comer. Y una tarde, la suboficial que la había revisado en la costa le dijo que no se hiciera problemas, que como era paraguaya en el peor de los casos en un año la iban a mandar de vuelta a su país.

Pasaron casi dos meses antes de que la llevaran por primera vez al juzgado. Le explicaron que era por las fiestas de fin de año y por la feria judicial de enero. Recién en marzo le tomaron la declaración judicial. Antes, la fue a ver un defensor oficial. Le aconsejó decir que desconocía el contenido de los paquetes.

Yo ya había contado todo, pero me dijo que valía solo la declaración en el juzgado. Que volviera a decir toda la verdad, pero sin mencionar la cocaína. Yo no quería mentir. Le dije que cómo iba a poder mirar a Dios si mentía, pero al final le hice caso, dice Liz meses más tarde mientras espera su sentencia.

Después de pasar más de tres meses en la celda de Prefectura, el 10 de abril viajó desde Puerto Iguazú hasta la Unidad 4 de Mujeres de Ezeiza. La destinaron al sector de Jóvenes Adultas. Entró con miedo y, después de estar tanto tiempo sola en su celda, casi sin hacer nada, le costó adaptarse a la rutina y a las nuevas compañías. En el Pabellón 5, su primer destino, no la pasó nada bien. Las otras internas se reían de ella por su tonada paraguaya y porque no entendía cuando le hablaban tumbero. Asegura que no tuvo que pelearse, pero pidió que la sacaran de ahí. Se lo concedieron sin que tuviera que dar muchas explicaciones. En el sector de Jóvenes Adultos los cambios de pabellón también son una herramienta para evitar conflictos. Como todos los adolescentes, tienen desequilibrios emocionales que, si no se los toma a tiempo, pueden causar males mayores. Si cambiarlas de lugar sirve para evitar problemas, lo hacemos, explica una de las operadoras del pabellón.

Pedí que me cambiaran de pabellón porque ahí consumían y yo no quiero saber nada con eso. Entonces me pasaron al Pabellón 3, acá solamente fuman cigarrillos. Somos cinco chicas, ahora hay una cama libre. Me llevo bien, nos contamos historias, vemos televisión, vemos películas de terror, nos maquillamos. No hay horarios duros. A veces nos quedamos toda la noche despiertas. Yo salgo todo lo que puedo: a la escuela, a la murga, a educación física, a percusión, a yoga. Todo para salir del pabellón, dice.

Cuando llevaba un mes en Ezeiza, Rosa, su madre, viajó desde Paraguay a visitarla. Le hicieron un lugar en la casa de Rosi, la hermana mayor, pero tuvo que buscar trabajo para mantenerse. Consiguió limpiar casas por horas, salvo los días que podía visitar a Liz en el Penal. No pudo quedarse mucho tiempo. Su marido, desde Paraguay, le exigía todos los días que volviera. Para Liz fue un golpe. Lloró toda una noche, sin poder dormir.

No sabe cuánto tiempo pasará sin volver a verla. Mientras tanto espera su sentencia y se aferra a la esperanza que, condenada o no, al cumplirse un año de su detención le den la opción de salir del país para volver a Paraguay con su familia.  Con el fin de ganar algo de dinero, Liz se anotó para trabajar en el taller de armado de broches. Es un trabajo remunerado y ahorra casi todo lo que le pagan. Es poco, pero peor es nada.

No quiero volver a Paraguay sin plata, no quiero volver a cometer un delito por necesidad, dice.

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