Con sus pretensiones de verdad objetiva como escudo para esconder su parcialidad, las “fake news” son un fenómeno de vieja data. Tal vez la primera que circuló por Occidente haya sido El Credo, de veracidad incomprobable pero cuya difusión y potencia provocó más de un genocidio.
La historia y el periodismo también – como enseñara Alejo Carpentier en su disertación “El periodista, un cronista de su tiempo”, en 1975, en la Universidad de La Habana- cuentan con una hermenéutica no trascendente, demostrativa e interpretativa a la vez, y dependiente siempre de cierto principio de constatación.
Por el contrario, la metafísica y la fe, como actos y procesos cognitivos, no son más que elucubraciones propuestas como autosuficientes, aunque apenas estén en condiciones de abordar el mundo desde lo mágico y ficticio.
Desde allí podríamos afirmar entonces que las narrativas de la historia y del periodismo -son estas últimas las que ocupan el centro de atención en el presente texto- suelen embozarse entre los pliegues de un aparato semántico de falsificaciones y mitos, autodefinido como “profesionalismo objetivo”, con la intención de ocultar su verdadera naturaleza de grupo, de clase y pertenencia cultural.
Presente y pasado
Las muy de moda y vapuleadas “fake news” y sus sistemas de producción y distribución se inscriben dentro de esas lógicas, y en realidad son de vieja data. Constituyen manifestaciones de un modo de producir sentido con pretensiones de verdad objetiva al esconder sus opciones de parcialidad.
Cuando un periodista elabora noticias e informaciones está sometido a una ley de oro única: recorta la realidad, apela a voces que la narran y, en consonancia -como el tipo de medio o soporte tecnológico que utiliza- cuenta sus historias con gramáticas y estilos elegidos por él con un relativo grado de libertad; gramáticas y estilos que, invariablemente, llevan la marca de fuego de la propia carga ideológica del narrador.
Para todo quien quiera leerlo, Mr. Google afirma: Las “fake news son un producto pseudo periodístico difundido a través de portales de noticias, prensa escrita, radio, televisión y redes sociales, cuyo objetivo es la desinformación deliberada o el engaño”.
Con sus pretensiones de verdad objetiva como escudo para esconder su parcialidad, las “fake news” son un fenómeno de vieja data.
Esa definición incurre en un gran error, en una gran mitificación, pues no se trata de “pseudo periodismo” sino de periodismo a secas, práctica que se constata como una especificidad del género propaganda y que, como ciertas aproximaciones metafísicas a la Historia, apeló, apela y apelará a la “desinformación deliberada o el engaño”; a la falsead en el sentido de lo no comprobable o constatable -tantas veces como le sea necesario- para fortalecer su propia razón de ser: convencer, en nombre de una supuesta verdad objetiva, que los plexos ideológicos de las clases dominantes tienen validez o alcance universal, y por lo tanto los sometidos deben pensar, sentir y desear como dominadores, y digan lo que se debe pensar, sentir y desear.
Sí, es cierto, que el desarrollo científico técnico aplicado a la comunicación, a la producción de contenidos mediáticos, les ha otorgado a los medios (entre ellos, las llamadas redes sociales) una capacidad difusora casi por aspersión, jamás antes alcanzada, y que en la actualidad cuentan con una novedad sí reveladora: el doble encantamiento, el doble embeleso.
Ya no sólo recibimos un caudal de informaciones y noticias de flujo continuo y, por consiguiente, con engañosa posibilidad de ser procesado, sino que además estamos convencidos de que participamos en el proceso productivo de esa información que nos invade y formatea. Sin embargo, otra es la realidad a percibir cuando se repara en algunas de las serias investigaciones académicas respecto a las tramas comunicacionales que se tejen desde el conjunto de redes sociales.
En tesis de grado y posgrado, y en otros trabajos de campo en torno a determinadas agendas prioritarias para la sociedades de América Latina (seguridad, pobreza y corrupción política, entre otras) desde la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata -una de las más prestigiosas de Argentina- venimos constatando que más del 90 por ciento del circulante noticioso en redes sociales es producido y distribuido por los dispositivos digitales de los grandes medios concentrados (prensa gráfica, TV, radiofonía, Internet).
Entre Dios y Facebook
“Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho. Que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
“Y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilatos, padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”.
“Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén”.
Se trata de El Credo, uno de los textos fundamentales del dogma cristiano, en tanto férreo aparato de sentidos con estrategia disciplinadora sobre el conjunto social establecido en el año 325, durante el Concilio de Nicea y ampliado en el 381, cuando el Concilio de Constantinopla.
Explayarse acerca del impacto y poder de fuego simbólico de semejante elaboración metafísica a lo largo de los siglos, y hasta nuestros días, estaría aquí demás. Algunos eruditos han ensayado que la figura de la Santísima Trinidad es consecuencia de traducciones mal resueltas de textos del legendario zoroastrismo.
Sólo baste entonces recordar que los paradigmas bíblicos respecto al bien y el mal, lo bello y lo feo, lo supuestamente sagrado o profano -en definitiva sobre el perverso juego entre la culpa y el perdón para ensalzar a Thanatos en desmedro de Eros- siguen organizando los imperativos morales, jurídicos, punitivos y estéticos de la sociedad global contemporánea.
Y no hay testimonio de historiador o cronista alguno que haya visto al Jesús del madero caminando entre los vivos, ni a nadie que sea a su vez padre e hijo y haya sido concebido por el etéreo fluido de una santo o una deidad. El Credo quizás haya sido la primera gran “fake news” de la historia del llamado Occidente, ese mundo que va desde el Mediterráneo hacia el Oeste, y sin necesidad de algoritmos pero sí con una gran fuerza predicadora que fue tornándose poder global, tantas veces glorificando conquistas y genocidios.
Aproximadamente mil 679 años después de su lanzamiento, otro credo se elaboraba en California, el conocido como “los principios de Facebook, según los cuales todas las personas del planeta están en igualdad de condiciones, son propietarios de la información y libres para producirla, recibirla y distribuirla en forma gratuita”.
¿Alguien en su sano juicio y con honestidad intelectual, alguien que en los últimos tiempos haya seguido, más o menos de cerca, ciertos acontecimientos de alcance global, alguien que medite sobre su propia experiencia en las redes, puede acaso creer en ese plexo de enunciados de fe?
El problema, una vez más, es que sí, que muchos, demasiados, son los creyentes.