Terminan colocados en el lugar de aquellos que van más allá de la coyuntura y siempre tienen una nueva reflexión para hacer. Pero cada vez opinan más y piensan menos. Y casi nunca logran hacer que los demás piensen, forman parte de un escenario político-mediático donde pensar es lo de menos.

Una aclaración necesaria: Fui alumno de Beatriz Sarlo en los tiempos de las catacumbas, en una época tuvimos una buena relación y aprendí mucho con ella. Así que esto que sigue no está motivado por un afán de denuncia y menos es aún un gesto de indignación. En todo caso, está escrito desde una cierta tristeza.

Cuando Sarlo ponía todos sus esfuerzos en indagar en la literatura argentina, produjo textos que representan relecturas que no es bueno soslayar. Las nuevas aproximaciones a Sarmiento, en Ensayos argentinos escrito junto a Carlos Altamirano, la dedicación y sagacidad que destila Borges, un escritor de las orillas o el Roberto Arlt tan transitado ahora mirado bajo una perspectiva nueva en La imaginación técnica.

Alguna vez Roland Barthes declaró que, entre la simplificación y la jerga, prefería la jerga. No siempre fue fiel a esta afirmación, basta leer esa maravilla que son las Mitologías. Pero de alguna manera dejó planteado que había una cierta contradicción entre el mundo académico y el espacio público. Una cuestión que en Francia ya está resuelta desde hace mucho tiempo. Baste citar el éxito del programa televisivo Apostrophes, donde pasaron, entre muchos otros, los popes del estructuralismo y del posestructuralismo como Foucault, Deleuze, Todorov y Lévi Strauss. Se podría pensar que el saber académico fue en algún momento un asunto de interés público. Acá nunca sucedió nada parecido. Y menos en estos tiempos en los que se cuestionan las investigaciones del CONICET sobre temas sociales y culturales.

El hecho de que no existieran entre nosotros esos espacios comunicantes hizo que algunos intelectuales argentinos usaran la creación literaria como vehículo para sus ideas (es el caso de David Viñas) y que otros sintieran que era hora de salir de los claustros para ingresar en la dimensión de lo público.

En 2001, Sarlo publicó Escenas de la vida posmoderna, en el cual sale del espacio académico para instalarse en una zona más reconocible para lectores que no eran los acostumbrados. De todos modos, la lectura del libro da la sensación de que su autora ignoraba hasta entonces zonas muy familiares para sus lectores, la tele, los shoppings, los videojuegos. Era intentar instalar una mirada entre etnográfica y cultural sobre algo a lo que había desatendido siempre. De esa manera inaugura sus intervenciones en el espacio de lo público. Para decirlo de otra manera, comenzaba a compartir temáticas con los medios, lo cual la llevó al libro sobre Kirchner y a convertirse en una presencia permanente en la tele y los diarios. También comenzó a publicar columnas sobre política en diversos medios. El eje de esas columnas era una crítica estética de Cristina, gesto que a partir del 2017 dedicó a Macri, al que acaba de tratar de “ignorante” luego de retratarlo como “tosco”. Ella impostaba saberes de los que carecía, él es un burro sin remedio. Caracterizaciones que le permiten no sólo distanciarse de su objeto, sino posicionarse en un lugar de superioridad sustentado en el propio bagaje cultural.

Este desplazamiento del lugar específico de lo académico al mundo ancho y ajeno de la realidad más inmediata tiene algunos antecedentes, entre ellos los dos libros publicados por Juan José Sebrelli en la década del 60: Buenos Aires, vida cotidiana y alienación y Mar del Plata, el ocio represivo. Este corrimiento de lugar genera varios cambios. Se vuelven entrevistables y personas a las que se puede convocar para hablar de la realidad nacional y de las que se espera algo distinto luego de consultarlas como si fueran oráculos. Ese lugar es el único que les permite ser objeto y sujeto de los medios. Sería impensado que Bonelli o Van Der Kooy invitaran a Sarlo para que hablara de su reciente libro sobre Juan José Saer. Porque, y pesar del lugar de sabiduría en el que se la coloca, siempre juega de visitante, entra al partido con la cancha marcada. “Las preguntas las hacemos nosotros”. Mantener ese sitio obliga a un cambio de tono y de velocidad. No da ponerse a pensar una respuesta en la tele, y tampoco se puede hablar en un tono distante y reflexivo. Hay que ser contundente y veloz, casi lo opuesto de los libros sobre literatura que, hay que decirlo, Sarlo no ha dejado de escribir en paralelo a su carrera mediática.

 

Otro de los aspectos de estas intervenciones es que, pese a centrarse en personas o coyunturas muy puntuales, terminan por armar un discurso abstracto. Al referirse a la ignorancia de Macri, se dejan de lado, se evitan las referencias a sus acciones de gobierno, a la situación económica, a futuros probables, deseados o temibles. En definitiva –y esto en Alejandro Katz es más evidente- el resultado es salirse del tiempo, estar ahí para pronunciar verdades que van más allá de nuestros días aciagos o felices y que remiten a cuestiones estructurales que vienen desde el fondo de la historia.

Tal vez sea tonto hacerse la pregunta de si uno se queda más esperanzado o desalentado después de oír hablar o luego de leer las columnas de Sarlo. Lo más probable es que no suceda ni una cosa ni la otra y que, según el público, el resultado sea la admiración o un rechazo indignado. En cualquier caso, lo que no abren es la posibilidad de seguir pensando. Lo intelectual termina por ser algo que se detenta y no algo que se promueve. No se abren debates, se las aborta. Otra victoria de lo mediático que vende esa forma deformada de lo trascendente (es decir aquello que puede ir más allá de nosotros mismos) que es la fama.