El Pejerrey empedernido se consiguió unos lomos de chancho cimarrón, de esos que abundan en las tierras y cangrejales de la Bahía Samborombón, y les metió mano. Acá la historia y la receta.
El chancho era cimarrón y los que se batieron con él, con hidalguía entre hornos y fogones, no son santos. Son pecadores, son los cocineros salvajes del Samborombón y están entre nosotros. Traen pánico vivo para blancos y blanquitas de buen ver, para los culos estreñidos y estómagos alimentados con tarjetas de crédito. No tienen piedad con la gilería. Si te enganchan fuiste, y para convivir con la naturaleza sólo respetan ciertas leyes, las de la naturaleza, claro; jamás las de las cocinas burguesas, mucho menos las que surgen de los eructos y los pedos oligarcas. No tienen piedad y ríen a carcajadas cuando oyen aquello del buen salvaje de Rousseau y desenfundan cimitarras cuando les mentan la Bula Menor Inter Caetera que el papa Alejandro VI les diera en puta gracia a Isabel y a Fernando; si hasta son capaces de invocar los fuegos para el pobre de Bartolomé de las Casas y los de la Escuela de Salamanca, a estos no por tan turros sino sobre todo por ineficaces, que al acero de la Conquista le siguieron otros hasta hoy, para laceración de las almas y los cuerpos de quienes por aquí, de este lado del Atlántico habitamos, o por África y otras comarcas. Es decir, nada de buenos salvajes, nosotros somos malos y vengadores, nos deleitamos con el hacer de suculencias divinas para el negrerío y que el garcaje se vaya a McDonalds. Así, más o menos, dice una proclama que don Ducrot me pasó con la siguiente apelación: es hora que usted decida Pejerrey Empedernido en qué orilla está, si en la nuestra, los salvajes, o sobre la de sus primos de varios nombres, que, ñoños, claman por estanques y comiditas balanceadas. Estoy con ustedes, salvajes, grité bien fuerte por las dudas y aporto lo mío – porque no digan nada, pero éstos mucho bla bla revolucionario y bien que son unos tiernitos intelectuales -: Es bueno guardarle de abrazar las opiniones comunes, que hay que juzgar por el camino de la razón y no por la voz general (…). Yo recelo a veces que acaso tengamos los ojos más grandes que el vientre, y más curiosidad que capacidad. Lo abarcamos todo, pero no estrechamos sino viento (…). Lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo e idea de las opiniones y usos de país en que vivimos, a nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las cosas. Así son salvajes esos pueblos como los frutos a que aplicamos igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en verdad creo yo que más bien debiéramos nombrar así a los que por medio de nuestro artificio hemos modificado y apartado del orden a que pertenecían (…). Los pueblos de que voy hablando hacen la guerra contra las naciones que viven del otro lado de las montañas, más adentro de la tierra firme. En estas luchas todos van desnudos; no llevan otras armas que arcos, o espadas de madera afiladas por un extremo, parecido a la hoja de un venablo (…). Cada cual lleva como trofeo la cabeza del enemigo que ha matado y la coloca a la entrada de su vivienda. A los prisioneros, después de haberles dado buen trato durante algún tiempo y de haberlos favorecido con todas las comodidades que imaginan, el jefe congrega a sus amigos en una asamblea, sujeta con una cuerda uno de los brazos del cautivo, y por el extremo de ella le mantiene a algunos pasos, a fin de no ser herido; el otro brazo lo sostiene de igual modo el amigo mejor del jefe; en esta disposición, los dos que le sujetan destrozan a espadazos. Hecho esto, le asan, se lo comen entre todos, y envían algunos trozos a los amigos ausentes. Y no se lo comen para alimentarse, como antiguamente hacían los escitas, sino para llevar la venganza hasta el último límite (…). No dejo de reconocer la barbarie y el horror que supone el comerse al enemigo, mas sí me sorprende que comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las nuestras. Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente, y echarlo luego a los perros o a los cerdos; esto, no sólo lo hemos leído, sino que lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos enemigos, sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión. Esto es más bárbaro que asar el cuerpo de un hombre y comérselo, después de muerto (…). Gracias maestro de maestros, Michel de Montaigne (Ensayos; XXX; De los caníbales). Ahora a la concreta: resulta ser que todo comenzó cuando don Bruno Carpinetti, sabedor de ciencias y políticas, bestias manducables y exploraciones entre pantanos, hombre de Estado y de fe runflera, para más datos, peruca sin apóstrofes además, el tal Ducrot y don Daniel Cecchini, con éste tengo que tener ojito porque de un plumazo si se encabrona me deja fuera de Socompa, se juntaron a morfar en Tolosa, barrierío con identidad propia de las cercanías platenses, y a divagar entre tecito y tecito acerca de las bondades de ciertas reflexiones, de algunas especies silvestres y de no pocas posibilidades para una suerte de culinaria justiciera, con vocación de banquete subversivo. Y así fue como parieron la idea esta de los cocineros salvajes. Y lean lo que sucedió: los tales, los cocineros salvajes, valga que repita, me solicitaron descolocado, aunque sea por una vez, un rincón que guardo en secreto con esmero entre ríos, lagunas y mares del Plata, conocido por pocos, apenas si por un puñado de nietos, como el laboratorio de El Pejerrey Empedernido. No tuve más remedio que decir que sí y allí se apersonaron una mañana de domingo, en despedida ya de inviernos sobre la ciudad, embozados y armados con sus cuchilletas y otras armas extrañas. Se instalaron casi por asalto, escanciaron en vasos sus primeras botellas de vino y metieron lo que se dice manos a la obra: traían ya enjaezados en chimichurris secretos, con además hinojos, cervezas, vinos y rones, ajos y picores, sales y otras mañas, una avasallante bondiola de jabalí, acompañada por su escudero y fiel amor, el solomillo dicharachero; ambas hermosuras en esas mismas galas de olores y sabores que acabo de confesarles. Envueltas entre trapos y papeles que brillan, al horno fueron las carnes, por dos horas en fuego que ni tan poco ni tanto. Sacudidas después de semejante modorra grilladora, las cuchillas hicieron lo suyo para que, con los jugos del común saber y otros de tantillos más entre rones, vinos y cervezas, terminaran en parejas danzantes dentro de dos ollas, una de barro para el solomillo y otra de hierro para la bondiola. Unas dos horas más a base de relamidos calores, mientras los tomillos y los ajíes secos y molidos se enzarzaban entre papas cortadas en pequeño y sin descascarar, como sólo se enzarzan los enamorados, pero sobre una bandeja negra de espuma cocinera, para entonces tomar posición del horno, esta vez sí a todo vapor. A la mesa todos se precipitaron, saludables los comensales, parlanchines de galanura habitual en chanzas y galimatías de conversaciones al sol; que el éxito, parece, quedó confirmado, cuando un mar de vítores se hizo estruendo sobre la mesa tendida al sol de una terraza de barrio. Al caer la tarde los cocineros salvajes se retiraron al son de una cancioncilla que decía volveremos, vaya uno saber con qué bichos y raíces, pero esto recién empieza y de seguro que lo sepan, en breve en plaza pública y con trovas y versos de juglería. Ya anunciaremos cuándo y dónde, dijeron. ¡Salud!
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