El Che lo escribió una carta a su madre sin saber que había muerto, el agnóstico Borges rezaba todas las noches por pedido-exigencia materna. La madre de Sarmiento tejía en silencio. También están las madres perfectas, impecables que inventa la publicidad. Y, claro, las Madres de Plaza de Mayo. Entre ellas hay algo en común que siempre tratamos de encontrar.

Hace varios días que pienso en escribir unas líneas dedicadas a todas las madres. Escribir un abrazo que nos contenga y las contenga a ellas. A mi madre, Carmen, y a la de ustedes, queridos lectores. Pero, no doy con el tono. Ando yendo y viniendo con esta inquietud por todos lados, pero no encuentro la síntesis. ¿Se las puede abrazar (a todas) sin caer en lugares comunes?  Me niego a transitar los estereotipos de la madre, aún teniendo en cuenta – como dice Roberto Arlt – que “hay algo patético en la figura de la madre que adora a un hijo y de extraordinariamente hermoso”. En esa tensión me quedé varada y todavía estoy ahí, sin resolver ese enigma. Pensé, como en otras ocasiones, que podría elegir una madre de la historia para resumir a todas las madres, pero fracasé en el intento. Pensé en la madre de Sarmiento, exigente y adicta al trabajo, hilando eternamente debajo de aquella higuera histórica. Pensé en la madre sumisa que asea la casa y que un día para sorpresa de todos se rebela contra la dominación masculina en los sainetes de Enrique Santos Discépolo. Pensé en esas madres encanecidas y tristes de las películas argentinas en blanco y negro que repetían en la tele los sábados a la mañana cuando era chica. Pensé en la madre de Perón y en la del Che, Celia de la Serna. En esa hermosa carta que le escribe el Che sin saber que ella estaba muerta.  Mi memoria recordó la existencia de ese párrafo manuscrito en la selva congoleña un día lluvioso de mayo de 1965. Sentí la necesidad de ir a buscarlo. Ahí estaba suspendido para siempre el amor entre aquel hijo y aquella madre: “¿Es necesario disfrazar de macho al hielo? Qué sé yo. De veras, no sé. Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga «mi viejo», con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerdas, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no la hacen llegar a las extremidades. Y las manos se extremasen y palpan más que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese «mi viejo».

Y por ese camino llegué, sin darme cuenta, a las Madres de Plaza de Mayo. Y en ese punto supe, justo cuando llegué ahí, que me estaba equivocando si creía que podía encontrar una madre, sólo una, que pueda resumir a todas y a cada una. Es imposible.

Pero como me pasa casi siempre que me pongo sentimental, pensé en darle una vuelta al asunto y apelar al humor  o, mejor, a lo más cotidiano. Pensé en las ofertas que invaden la tele y los diarios por el Día de la Madre, en las largas filas para pagar en cuotas, en los negocios de ropa femenina repletos de hombres perdidos como en un parque de diversiones. También se me presentaron los estereotipos de madre de la publicidad, desde los tiempos de las cavernas hasta ahora. Hace poco a la madre que cambia pañales y lava la ropa, se le sumó la que habla con dibujos animados, no sabemos bajo los efectos de qué sustancia, la que baila con Axel mientras pone en marcha el lavarropas automático y la que se encrema de pies a cabeza para luchar contra el inexorable paso del tiempo. La que hace los deberes con los pibes, la que les saca los piojos (y parece que nunca se los contagia), la que toma yogur para evitar estar constipada. Todo un cóctel de la madre aceptable. Nada de madres que fuman, que no duermen porque le duelen los ovarios, que putean porque sí, que se olvidan de la hora del antitérmico, que no saben cocinar, que trabajan doce horas afuera de su casa. Nada que apenas roce lo real.

Estaba perdida…

Entonces, como casi siempre, llamé a mi amiga Elmasa, que es artista plástica y ya cumplió más de 90 abriles, para que me ayude y, de paso, para decirle feliz día. Le conté todo esto que escribo y para mi sorpresa me dijo: – ¿Sabías que la madre de Borges lo obligaba a rezar?- ¡Naaah, cómo a rezar (le dije). Si Borges era agnóstico!

–  Sí, por eso mismo lo obligaba, me explicó mi amiga Elmasa. Para doña Leonor, la madre de Borges, no había nada más angustiante que escuchar a su hijo declarar sin pudor que era agnóstico.

Cuentan que el asunto la perturbaba de tal manera que un día le preguntó a Borges directamente porqué dudaba de la existencia de Dios. La respuesta, dicen, lo hizo tartamudear más de la cuenta. “Lo que pasa, madre, es que el infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto”, le respondió Borges, sin piedad, a su madre. Entonces ella, que no quiso escucharlo más y que entendió que jamás lo convencería de la existencia de Dios, fue práctica. Le pidió, le hizo prometer a Borges, que todas las noches rezaría un Ave María antes de irse a dormir. “Hacelo aunque yo no esté físicamente a tu lado, como si me dieras a mí el beso de las buenas noches”, le encomendó. Dicen que Borges, fiel a su estilo, le contestó “No creo que Dios acepte sobornos”. Ella, doña Leonor le retrucó: “Tengo que admitir que me sobornaste muchas veces, cada vez que me dabas un beso antes de pedirme algo”. Sin embargo, tiempo después, en declaraciones informales Borges admitió que por amor a su madre recitaba un Ave María todas las noches.

-Así son las madres, me dijo Elmasa. Son como un Dios. Y me quedé pensando en eso hasta ahora.