La historia detrás de la historia de la noche de 1964 cuando Ernesto Guevara, disfrazado de monje, visitó al General en su exilio español en busca de un acuerdo político.

El hecho no figura en las biografías de ninguno de los dos personajes en cuestión y siempre se manejó como una hipótesis. Ni Joseph Page en el caso de Perón, ni Paco Taibo II o Jon Lee Anderson en sus trabajos sobre el Che Guevara consignaron la más mínima mención a un encuentro entre ambos. Con posterioridad a esas monumentales biografías se publicó Últimas noticias de Fidel Castro y el Che, el que sería a la postre el libro final de Rogelio García Lupo. Vio la luz en 2007, cuando se cumplían cuarenta años de la muerte de Guevara en Bolivia, y allí rastreó la historia de un encuentro en Puerta de Hierro, en 1964.

García Lupo y Rodolfo Walsh, en La Habana.

Vale la pena recordar el contexto en que según el gran periodista se dio el cara a cara entre dos mitos argentinos del siglo XX. Para ese momento, el General ya estaba instalado en Madrid y la construcción de la quinta 17 de Octubre no hacía presagiar mayores movidas políticas. Sin embargo, Perón recibió ese año con la promesa de que volvería a la Argentina, cosa que intentó en diciembre. El “Operativo Retorno” se frustró en Río de Janeiro, cuando la dictadura brasileña no le permitió seguir viaje por pedido de Arturo Illia. O sea que cuando Guevara lo visitó ya venía maquinando su vuelta.

La Cuba castrista era por entonces el mayor dolor de cabeza de los Estados Unidos en ese momento de la Guerra Fría. La instalación de misiles soviéticos en la isla casi detona la Tercera Guerra Mundial con la Unión Soviética. Un año antes, la operación de la CIA para desbancar a Fidel Castro había fracasado en Bahía de los Cochinos. Guevara era el símbolo de esa revolución, aunque ya comenzaban sus cortocircuitos con el ala más pro-soviética del gobierno cubano, encarnada por Raúl Castro, y arrastraba tras de sí el fracaso de la guerrilla impulsada por Jorge Masetti en Salta, que había sido aniquilada con poco en el norte argentino al despuntar el 64.

En medio de ambos extremos, la Cuba revolucionaria y el General exiliado, había un punto en común: John William Cooke. El primer delegado de Perón, que en sus funciones ya había caído en desgracia, impulsaba una alianza con La Habana. Incluso insistía en que Perón debía instalarse en la isla. El Bebe Cooke había generado buenos vínculos con la isla: un negocio de importación de habanos servía para sostener a Perón y su movimiento.

Guevara y Cooke.

En rigor, el General no podía coquetear abiertamente con los cubanos. Hacerlo lo arrojaba definitivamente a los brazos de la izquierda y lo convertía en un líder proletario. Exactamente lo que no quiso ser en 1955 cuando no reprimió al alzamiento que lo derrocó. Demasiados dolores de cabeza había tenido durante su exilio latinoamericano hasta que se instaló en la España franquista, que a los ojos del mundo era menos chocante que el experimento socialista a 90 millas de Florida. Además, el peronismo proscripto estaba encarnado por dirigentes sindicales que veían con malos ojos a la izquierda. No podía enemistarse con ellos, en el delicado equilibrio que proponía el vandorismo.

Entonces entró en escena Julio Gallego Soto, según el relato de García Lupo. Se trataba de un español afincado de pequeño en la Argentina, que se integró al círculo íntimo de Perón en su primera presidencia. Aparece en algunas fotos con Perón en Madrid y se lo ve también en Chile, detrás del General. mientras éste departía con su par Carlos Ibáñez del Campo. Perón lo utilizaba como agente para misiones especiales.

Al despuntar los 60, Gallego Soto operaba en Montevideo, y allí se habrían dado sus nexos con la inteligencia cubana. Philip Agee, agente de la CIA apostado en ese entonces en la capital uruguaya, desertó del espionaje norteamericano y publicó el revelador Inside The Company: CIA Diary a comienzos de los 70. El 21 de marzo de 1964, Agee anotó en su diario que las escuchas en el departamento de Gallego Soto habían verificado que tenía contacto con Earle Pérez Freeman, el jefe de la inteligencia cubana en Uruguay.

El General y el Bebe.

No está de más recordar que tres años antes, Punta del Este había sido el escenario de la reunión de la OEA en la que Cuba fue expulsada del sistema interamericano pese al rechazo de Arturo Frondizi. El Che había sido el delegado cubano en esa cumbre, y Cooke ya estaba en tratos con La Habana.

Para marzo de 1964 se produjo el golpe de Estado en Brasil, y Guevara, presionado por el fracaso del foco guerrillero de Masetti en Salta, era tentado por Leonel Brizola para armar una guerrilla brasileña en suelo uruguayo para luchar contra la dictadura de Castelo Branco. Brizola era cuñado del depuesto presidente Joao Goulart, y pasó buena parte de su exilio en Uruguay.

Fue en esos días cuando se concretó el encuentro en Puerta de Hierro, que García Lupo fecha entre mediados de marzo y mediados de abril. Es decir, mientras la CIA constataba que Gallego Soto andaba en tratos con los cubanos. Para esos días, el Che tuvo la certeza de que la guerrilla de Masetti había sido desarticulada por la Gendarmería. Surgía una duda: ¿se podría insistir en un foco con ayuda del peronismo? Por cierto que antes de Masetti, y en nombre de Perón, ya había habido una experiencia foquista, la de los Uturuncos. Guevara pasó por Praga y París en esos días de la primavera europea y en algún momento llegó de incógnito al bastión por excelencia del anticomunismo en Europa occidental: la España del Generalísimo Franco.

El encuentro se inscribía en la estrategia de Perón para su anhelado regreso a la Argentina. En Buenos Aires, la embajada norteamericana advertía de un giro a la izquierda, anticipando que ya estaba en marcha el “Operativo Retorno”. Faltaba saber si el General se atrevía a recostarse en ni más ni menos que la última y triunfante revolución plebeya, la bestia negra de Occidente.

Como se sabe, Perón quiso volver, pero jugando su destino con el sindicalismo de Vandor, que mucho no se movió por el regreso, y al que le causaba escozor cualquier cosa de tinte rosado.

Guevara estuvo fuera de Cuba en misión diplomática entre el 17 de marzo y el 17 de abril de 1964. En algún momento de ese mes se dio el encuentro con Perón. Alberto López, amigo y albacea de Gallego Soto, conservó el relato sobre la noche en que el agente fue llevado ante el General, y éste le dijo que era el hombre ideal para manejar “los fondos de la liberación”, una importante suma de dinero destinada a una acción del Che. En un texto de puño y letra de Gallego Soto, conservado por López y difundido por García Lupo, se lee que “para mi sorpresa, vi aparecer a un sacerdote capuchino que había estado presenciando la escena anterior y que, al alzar la pantalla de luz, mostró ser el mismísimo Che”.

García Lupo también cita las memorias de Jorge Serguera, el Comandante Papito, quien afirma que “el Che me ordenó pasar por Madrid y entrevistarme con Juan Domingo Perón”. Según Serguera, Guevara le dijo: “Dile que nosotros estamos dispuestos a ayudarle”. Embajador de Cuba en Argelia, Papito pasó por Madrid y se vio con el General. Anotó el cubano que “aunque no se lo pregunté, estaba seguro de que el Che nunca había hablado personalmente con Perón y, sin embargo, la circunstancia subrayaba un conocimiento”. En su encuentro, Serguera le ofreció instalarse en Argel como paso previo a mudarse a La Habana. Al parecer, circularon maletines con dinero para afianzar la “organización política interna” de Perón. Serguera era un hombre de máxima confianza del Che. “Los fondos para la liberación”, dinero cuyo intermediario debió haber sido Gallego Soto, siguieron girando mientras vivió Guevara. Para Papito, “el único que puede saber esto es Fidel”.

Gallego Soto pudo haber sido el agente de Perón, el hombre que manejara esos dineros en tránsito de Cuba a Madrid, pero en el escrito legado a López, afirma que no aceptó involucrarse en aquella noche madrileña donde coincidió con el General y el guerrillero.

A Gallego Soto lo secuestraron los militares argentinos en 1977 por sus vínculos con el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). No volvió a aparecer.

Enrique Pavón Pereyra, el historiador peronista, referiría en sus últimos años que estaba en la quinta madrileña con el General cuando llegó Guevara de incógnito en 1966, dos años después de aquella cita nocturna disfrazado de monje, para decirle que no había marcha atrás con la incursión en Bolivia, que ya estaba decidida. Pavón asegura que Perón trató de disuadirlo, que él conocía el terreno de sus tiempos jóvenes y que no era recomendable internarse allí. “No se suicide”, habría sido su consejo.

El 24 de octubre de 1967, dos semanas después de la muerte del Che en Bolivia, Perón dirigió una carta a la militancia de su movimiento. “Su muerte me desgarra el alma porque era uno de los nuestros, quizás el mejor: un ejemplo de conducta, desprendimiento, espíritu de sacrificio, renunciamiento. La profunda convicción en la justicia de la causa que abrazó, le dio la fuerza, el valor, el coraje que hoy lo eleva a la categoría de héroe y mártir”, escribió el General.

Pronto diría a Rodolfo Terragno que “yo pude haber sido el primer Fidel Castro de América, con sólo pedir la ayuda de Rusia. ¿O usted cree que no me la habría dado? Y Estados Unidos no iba a ir a una guerra por Argentina, como no fue por Cuba. Pero entonces hubiera habido una guerra civil y habría muerto un millón de argentinos”. Así justificaba su salida del poder en el 55, pero quedó para la Historia que pudo haber sido un precursor de Castro. Hacerle guiños a la izquierda ya no era tan mal visto, por necesidades políticas (aun campeaba el vadorismo), y pronto el Cordobazo le permitiría erigirse como un líder aclamado por jóvenes embelesados con la Revolución Cubana.

Se haya encontrado o no con el Che, queda claro que ese “era uno de los nuestros, quizás el mejor” constituía la primera de múltiples apropiaciones del mito recién nacido. Para el General, como en una canción en boga de Bob Dylan, los tiempos estaban cambiando.