El autor de esta nota recorre más de treinta años de política argentina contando en primera persona sus miradas y perplejidades sobre el peronismo, y a través de esos relatos familiares que marcan también va más atrás todavía, casi hasta el ´45.
La primera vez que recuerdo haber oído hablar de Perón fue en junio del 87, cuando yo tenía 7 años, casi 8. Y no fue de la mejor manera: el General era noticia por la profanación de su tumba en la Chacarita. El robo de las manos de Perón coincidió, día más, día menos, con el 12 de junio, aniversario de su último discurso. Creo que fue en Radio Mitre, en el programa de Pinocho Mareco, que pasaron el audio del famoso pasaje de “la más maravillosa música”. Recuerdo que cuando dijeron que era un discurso en Plaza de Mayo, mi imagen fue, al mejor estilo británico, la de un tipo parado en un banquito en la plaza. También recuerdo que a los tres meses se votó gobernador bonaerenese y que Antonio Cafiero parecía más agradable que Juan Manuel Casella.
Hasta ahí todo normal. Ni siquiera había entrado aun en mi vida el relato sobre mi abuelo de simpatías socialistas, que se había rajado por el ascenso de nazismo, y al que como empleado de Agua y Energía obligaron a tener en su casa el retrato del Pocho. Antes de eso, bastante antes de eso, apareció Carlos Menem. Y, a la distancia, fue lo que me distanció del peronismo. Yo tenía casi diez años cuando comenzó el menemismo, edad suficiente para sentir un desprecio profundo por la política de privatizaciones. Sabía que María Julia Alsogaray era la hija del capitán ingeniero y que su padre había competido para presidente contra Menem y salido tercero cómodo, con lo que me resultaba inentendible verlos como parte del nuevo gobierno. Menos aún, viendo que ese gobierno llevaba adelante el programa de un partido que había sacado el 6 por ciento de los votos y que dejaba a miles y miles de personas en la calle.
No tenía demasiada conciencia de lo que representaban los indultos, pero pensaba que si Menem mandaba fusilar a Seineldín después del último alzamiento carapintada, estaba fenómeno: yo tuve clases ese 3 de diciembre, a 20 minutos, en auto, del lugar en el que un tanque le paso por encima a un colectivo de la línea 60. Al despuntar el 91 se juntaron dos cosas que aumentaron mi desprecio: el paro ferroviario, que duró como dos meses y no pudo evitar el desguace; y la impudicia de la corrupción expresada en la seguidilla Swiftgate-Ferrari Testarossa-Yomagate-Leche de Vicco. Ya me resultaba un sapo tremendo de tragar para sus votantes. Y, sin embargo, la convertibilidad se traducía en victorias en las urnas. El 95 fue un mazazo. La alternativa parecía el Frepaso, peronistas desencantados con el modelo neoliberal, mientras que para muchos pibes el peronismo era eso que, nos veníamos a enterar por los relatos de los mayores, representaba exactamente lo contrario. Para peor, el PJ perdía por goleada con los radicales en materia de derechos humanos: Alfonsín había claudicado con el Punto Final y la Obediencia Debida, pero al menos dejó el Juicio a las Juntas. Peor aun: en los 80 se sancionó la ley del divorcio, y Menem inventaba un engendro llamado Día del Niño por Nacer, para reafirmar su vocación antiabortista. Que después Zulema Yoma dijera que él la había acompañado a abortar resultó un detalle.
Y entonces vino la Alianza. Y su fracaso estrepitoso. Con un peronismo más derechizado que en los 90, con un personaje como Ruckauf en la provincia. Pasó lo que pasó y Duhalde llegó a presidente. La no resolución de la interna peronista, el invento de los neolemas, no hizo más que alejarme más. Y fui a naufragar con mi voto a Carrió en abril de 2003. De haber habido ballotage hubiera votado a Kirchner: la vuelta de Menem era una pesadilla.
Kirchner enderezó el barco, pero sus modos, la corrupción y la manera evidente en que se desaprovechaba el viento de cola del boom de la soja no me terminaron de convencer. En todo caso, no veía sino un movimiento pendular, que viraba del conservadurismo reaccionario al progresismo. Sí hay que decir que tenía funcionarios de buena labia, tipos interesantes: Filmus, Ginés, Taiana, el propio Alberto. Debo haber votado por Pino Solanas (!!!) en 2007 ante la alternativa de Cristina y Carrió. El poder como cuestión de alcoba matrimonial no me resultaba simpático y Carrió era una derechista indisimulada. A los pocos meses ocurrió la crisis de la 125. Tuve discusiones con gente que estuvo a punto de hacerle un monumento a Cobos y que después se hizo más kirchnerista que Dady Brieva, alertando sobre el peligro de la victoria del bloque agro-exportador en un conflicto muy mal manejado por el kirchnerismo y encima con el vicepresidente haciendo lo que hizo. Ni siquiera ahí crucé el Rubicón, pero creo haber tenido una lectura distinta de muchos que después se embanderaron.
Llegó el 2009 y las “candidaturas testimoniales”. Kirchner había perdido la brújula por completo, cosa impresionante en un tipo que había sido un gran tiempista de la política. Nació el “grupo A” y recién los fastos del Bicentenario aplacaron muchos ánimos. Después se murió Kirchner, muchos lo lloraron y hubo un duelo respetable. CFK fue reelecta y su segundo gobierno fue decididamente malo. Doce años de experiencia K derivaron en la candidatura de Daniel Scioli. Mientras, dejaron crecer a Macri.
Pasó la pesadilla macrista y volvieron. Ni mejores ni peores. Simplemente volvieron. Y los agarró la herencia de un país sin dólares y con el tsunami de la pandemia. En estas condiciones no hay mucho margen de maniobra. Es lo que tenemos y la alternativa de hace un año era de lo peor.
Como el General sostenía aquello de que con bosta también se construye, no importa que el rancho quede impregnado de olor a mierda, y así hay personajes que a uno lo espantan. Muchos dirigentes que declaman su compromiso con los pobres y los trabajadores viven como reyes, muchos con patrimonios difíciles de explicar. Hay distritos sumidos en la pobreza y sus gobernantes son, hace rato largo, del peronismo. Lo cual alimenta unas cuantas contradicciones.
Y, sin embargo, el fracaso de la Argentina, lo que la hace un país inviable, es su contraparte, el antiperonismo y las élites que frenaron el proceso de industrialización, lo cual convierte a la disputa en una cuestión de fondo en la que se suelen anteponer las formas. El 17 de octubre del 45, en la Plaza de Mayo, estuvieron, entre otros, Homero Manzi, Hugo del Carril, Antonio Cafiero y César Jaroslavsky, que tiraron cada uno más o menos para el mismo lado desde distintos lugares. Ese día regía en la ciudad de Buenos Aires una ordenanza que prohibía circular por el centro sin saco y corbata. Con lo que la masa vestida de overol facilitaba el racista “aluvión zoológico”. Perón era poco menos que un cadáver político y de repente cambió la historia.
Un tema de discusión eterno es si los innegables avances del primer peronismo no se podrían haber hecho sin su nivel represivo, sin perseguir opositores y sin una policía que gustaba de practicar la tortura, además del culto a la personalidad y el martirologio en que se convirtió la agonía de Evita, elementos que quedaron en primer plano cuando se acabaron las vacas gordas del IAPI (es impresionante cómo el relato oficial ha borrado a Miranda, acaso el tipo más importante después de Perón y por delante de Evita y Mercante, y arquitecto del modelo distribucionista del 46 a 48) y solamente quedó en escena el grotesco del aparato propagandista de Apold. El revanchismo del 55 hizo el resto. La mucama que ve llorar Ernesto Sabato en una casa donde se festeja la caída de Perón dialoga con el barrendero cuyo hijo seguirá siendo barrendero, al decir del almirante Rial para justificar un golpe preludiado por un bombardeo atroz y seguido por fusilamientos inmisericordes, una frontera que el antiperonismo cruzó como ninguna expresión reaccionaria anterior al 55 y que solamente superarían los hijos de la Libertadora: los del Proceso.
Los nostálgicos que deploran el peronismo huelen a naftalina: añoran la Argentina de la Generación del 80. Un relato idílico de ricos muy ricos, pobres muy pobres y monopolio electoral de un partido a través del fraude, en el que no se sabe dónde entran cosas como la timba financiera de Juárez Celman, el default de 1890, la Ley de Residencia y el Congreso clausurado por Figueroa Alcorta. Además de que esa añoranza sugiere implícitamente algo que no admiten de forma abierta: que el desastre empezó con Roque Saénz Peña haciendo votar a la chusma. El sebrelismo y su análisis ramplón de Pérón-continuador-de-Mussolini (Gino Germani era antiperonista y se cansó de decir a quien quisiera escucharlo que él venía de la Italia fascista y que el peronismo no tenía nada que ver con eso) hizo el resto para el imaginario del gorila semi-ilustrado.
Se puede estar de acuerdo con un montón de cosas del peronismo sin ser peronista. Nadie puede estar en contra de la justicia social, la independencia económica y la soberanía política, salvo que se piense en términos de un país de minorías. Lo cual lleva a ese chiste de que uno es peronista sin saberlo. Dicho en términos futbolísticos: soy de Independiente y me llenó los ojos el River de Gallardo, pero eso no me hace gallina. Ergo, puedo criticar, puedo coincidir, pero no soy del palo y por eso no me corresponde juzgar la pertenencia de tal o cual dirigente en el espacio. Peronistas son todos, decía el General. Cierto que venía del Ejército. Otro motivo para no adherir en un ciento por ciento: el verticalismo de impronta militar. Perón era anticomunista, pero solamente el PC funciona con ese nivel jerárquico.
En algún punto, el kirchnerismo generó algo así como un peronismo de clase media, con sectores estudiantiles e intelectuales que nunca habían tenido injerencia y nivel de adhesión masivo en otros momentos del peronismo. Lo cual implica un salto en la escala social, un ascenso. No es poco, pero no alcanza, en un país con 40 por ciento de pobres y su economía dependiendo del dólar hace décadas. Enfrente está el modelo que propone la derecha desde mediados de los 70: economía primarizada y timba financiera. Se reconocen tres etapas de ese ciclo: la dictadura, Menem y Macri. Menem es peronista y hoy es senador del Frente de Todos: un compañero más. Otra de las tantas contradicciones que me genera el peronismo.
En un poema en inglés, Borges, epítome del antiperonismo, le ofrecía a una mujer amada la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal. No sé si es válido para un movimiento político; de hecho, más que lealtades rigen intereses (esto excede al peronismo y sirve para cualquier fuerza), pero la masa militante tiene todo el derecho del mundo a creer en ese valor, porque en rigor la practica. Si no, no se hubiera bancado 18 años de proscripción (después discutimos el Perón del 73), con una ley de silencio que prohibía la sola mención del apellido de origen sardo.
“En este lugar y en el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen”. La frase se atribuye a Goethe como testigo de la batalla de Valmy, el 20 de septiembre del 1792, cuando el ejército francés venció a las tropas prusianas. Nadie pudo tener la más mínima duda, al filo de la medianoche del 18 de octubre del 45 que en la Plaza de Mayo se abrió una nueva época en la historia argentina y que quienes estuvieron allí presenciaron su comienzo.
El grado de incomprensión del antiperonismo explica en buena medida la perdurabilidad de la idea de Estado de bienestar que trajo Perón y que redundó en cosas como “con la democracia se come, se cura y se educa” y las alusiones a la justicia social por parte del más desgorilizado dirigente radical del último medio siglo. Ante un cambio de época como el de hace 75 años no queda sino pensar en los enormes derechos que trajo aparejada la imagen de las patas en la fuente, que rompió para siempre la idea de un sociedad argentina dividida en castas, al estilo de Chile, ese país que envidian nuestros conservadores.
Los que sin saberlo prepararon el terreno para una experiencia que ocupara el hueco del yrigoyenismo después se pasaron tres cuartos de siglo llorando sobre la leche derramada mientras inventaban golpes y experimentos electorales. Su relato habla de tantos años de decadencia nacional como vida tiene el peronismo, lo cual mete en la misma bolsa al General y a De la Rúa, a Cámpora y Onganía, a Frondizi y a Videla, a Kirchner y a Lanusse. Si no fuera por la falta de respeto a la Historia meter al Proceso como un gobierno más, se podría decir que al final le dan la razón a Pocho: resultaron todos peronistas.
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