La disparada del dólar y la renovada apuesta a incrementar la deuda externa sin plan alternativo marcan la coyuntura política y económica de estos días. De lo que (casi) nadie habla es del problema estructural del capitalismo argentino. (Foto destacada: Claudia Conteris)
En los últimos días, la turbulencia financiera parece haber acelerado los tiempos políticos. Mientras el gobierno se encontraba en un tira y afloje con los gobernadores por la reforma impositiva y la cuestión de las tarifas, negociación que no excluía un frente interno dentro de la alianza gobernante, se suscitó la cuestión del dólar. Primero, su alza, que en 20 días fue de alrededor del 14%; lo que dicho sea de paso, aún lo mantiene “barato” en la plaza. Eso provocó la intervención del Banco Central para aquietar las aguas momentáneamente, por un lado, vía utilización de reservas para controlar la subida de la divisa y por el otro por el incremento de tasas de interés. Para agregar dramatismo a la cuestión, se produjo el retorno del cuco del FMI. Toda la situación generó un marco de incertidumbre. En efecto, pareciera ser que el gobierno, en poco menos de un semestre, dio un giro de 180° en relación con lo que se había decidido el “28-D”, cuando la baja de tasas y la relajación de las metas de inflación plantearon la apariencia de un triunfo del ala Peña-Dujovne-Caputo sobre el ala “monetarista” de Sturzenegger. Es decir, con las recientes medidas el esquema keynesiano-desarrollista, sustentado en un metódico gradualismo sostenido por la vía del endeudamiento externo, pareciera dejar lugar a uno más cercano al liberal-desarrollismo (también traccionado, como no podía ser de otra manera en la situación actual, por el endeudamiento).
Estos volantazos de la política monetaria y financiera generaron la sensación de que el gobierno no sabe muy bien para dónde va. Por eso, los pronósticos se sucedieron rápidamente: desde el anuncio de una inminente reedición de diciembre de 2001 y una posible salida precipitada de Macri en helicóptero que agita la oposición patronal (sobre todo el kirchnerismo), hasta una suerte de “acá no pasa nada” que ensayaron los ministros Dujovne y Caputo en conferencia de prensa el viernes 4, se mencionaron todos los escenarios posibles. Para ponderar la real magnitud del problema, analicemos con mayor detalle las características del episodio en dos planos fundamentales.
Lo coyuntural
La cuestión de marras puede abordarse al menos en dos dimensiones. Por un lado, en términos de la coyuntura o, en su defecto, del mediano plazo. Y luego en un segundo plano de análisis, el estructural.
En cuanto al primero de los niveles, hay que recordar la estrategia que adoptó el macrismo desde que asumió. Acabada la etapa de altos precios de los commodities, la Argentina volvió a chocar con sus límites históricos, lo que se hizo evidente ya en el segundo gobierno de Cristina Fernández. Pero a diferencia de Menem, luego de las dos hiperinflaciones (1989-91), o de Néstor luego de la megadevaluación de Lavagna (2002), a Mauricio la realidad no le hizo el ajuste. Por lo tanto, para afrontar las tareas que le pedía la propia economía capitalista, el gobierno adoptó una estrategia gradualista. Es decir, avanzar paso a paso con el consabido “sinceramiento” o reacomodamiento de las variables (tipo de cambio, tarifas, relaciones laborales, esquema impositivo, etc.). Pero para sostener el gradualismo, se precisa tiempo y, sobre todo, recursos. Agotado el ciclo de la soja, al gobierno solo le queda la vía del endeudamiento. Cabe señalar que esto no es ninguna originalidad. Es lo que ha hecho en mayor o menor medida la burguesía argentina, bajo las administraciones de los más diversos signos políticos, para compensar los déficits de la acumulación. Incluso ya lo había intentado, con menor éxito, la gestión de Kicillof.
En este contexto, el gobierno se encuentra con dos grandes problemas. En primer lugar, a pesar de los mensajes optimistas que tratan de imponerse, la situación económica sigue siendo endeble. El déficit fiscal acumuló en 2017 casi 423 mil millones de pesos, un 4,3% del PBI, casi al mismo nivel que en 2016. El gobierno podría decir que mantuvo estable este indicador luego de un lustro de erosión, pero esto se hizo a costa de incrementar el déficit financiero en medio punto (60 mil millones de pesos más en 2017), alcanzando un 6,5% del PBI. El rojo de la cuenta financiera es el mayor de los últimos años, un 30% más que en 2015. Los resultados del primer trimestre de 2018 no son muy distintos, ya que si bien se redujo el déficit fiscal, el financiero sigue incrementándose.
A su vez, la balanza comercial registró un saldo negativo de 8.471 millones de dólares, más del doble que en 2015. Peor aún, el primer trimestre de 2018 acumula un saldo negativo que dobla el del mismo período de 2017 y alcanza los 2.494 millones de dólares. El deterioro del saldo comercial se arrastra desde hace años debido a un doble proceso. Por un lado, la caída de los precios de los bienes que exporta la Argentina, básicamente commodities. Los precios internacionales de los principales commodities y productos de exportación (soja y sus derivados, maíz, maní, trigo, carne, aluminio y otras mercancías mineras), a diciembre de 2017, acumulaban una caída de entre el 30 y hasta el 60% desde los picos de todos ellos en 2011-2012. La consecuencia fue que, sin variar los productos líderes y el volumen de las ventas al exterior, el valor de exportaciones ascendió a 83.000 millones de dólares en 2011, mientras que el último año fue de apenas 58.400 millones. Casi 25.000 millones de dólares menos.
Si bien durante 2017 hubo un leve aumento interanual del valor de exportación (1,2%) en relación con el año anterior, traccionado por metales y manufacturas, camiones, pescados, carnes, piedras preciosas y sus manufacturas, grasas y aceites y trigo, las importaciones se dispararon 18%, impulsadas por una fuerte suba en vehículos, equipos de transporte industrial, y bienes de capital e insumos industriales, y en menor medida por bienes de consumo no duraderos. Todo lo anterior incrementó el déficit de la balanza de pagos, acumulando un incremento del 20% en el valor de las importaciones entre 2016 y 2017.
A falta de otros recursos, estos gastos se están cubriendo con una montaña de deuda. Como señalamos, el proceso es intrínseco a la economía argentina desde hace varias décadas. Por caso, luego del famoso pago al FMI en 2005, el endeudamiento se incrementó (por la dificultad de conseguir préstamos externos, lo que más creció fue el endeudamiento con acreedores internos, como la ANSES). Lo peculiar de la actual administración es que se acelera la velocidad del endeudamiento externo. Al finalizar 2017 la deuda externa bruta alcanzaba los 232.952 millones de dólares, un 39% más que diciembre de 2015. La deuda pública bruta (interna y externa), que crece en proporción al PBI desde 2012, alcanzó los 321.000 millones de dólares, aproximadamente el 56% del PBI, a fines de 2017. Como no puede prescindir de este instrumento, ante el abultamiento de la deuda en dólares y con los cimbronazos en Wall Street y otras bolsas mundiales, el Ejecutivo aceleró desde el año pasado colocaciones en pesos.
El problema de esta estrategia es que se encuentra atada tanto a la dinámica interna como a diversas variables externas. Desde hace meses la Reserva Federal entiende que la economía yanqui se ha recuperado, por lo que decidió invertir su política expansiva e inició una suba acelerada de tasas. En diciembre, las elevó de 1,25 a 1,50% (un punto más que a comienzo de año), y en marzo pasado a un rango de 1,5 – 1,75%. Según distintos analistas, hacia fin de año estarán por arriba del 2% (Sofía Diamante para La Nación, 5/5/18). A eso se suma un incremento en los rendimientos de los bonos del Tesoro, que actúa como referencia de la tasa de riesgo del resto de los mercados. Es decir, un movimiento que resulta en la apreciación del dólar y en la desvalorización de las monedas regionales. Si bien la tasa de la Fed se mantiene baja en términos históricos, la tendencia es al encarecimiento del crédito para países como Argentina. Esto puede poner presión sobre el costo de financiamiento para la Argentina, profundizar la salida de capitales y disminuir el precio de las materias primas. Un fósforo para la bomba de tiempo que es el incremento de la deuda.
El largo plazo
Pero el problema mayor no es la coyuntura, sino la estructura del capitalismo argentino. Lo que está ocurriendo es que el mercado mundial vuelve a colocar a la Argentina ante sus límites históricos. Esa es la “pesada herencia” que ni el macrismo, ni ningún otro gobierno burgués, va a poder modificar. La Argentina funciona a parches, no por culpa de los neoliberales o del capital extranjero, sino desde hace más de ochenta años. Todos los que llegaron al poder hicieron lo mismo. En esa línea, la década kirchnerista fue algo excepcional: una etapa de elevados precios de bienes agrarios, que permitió la afluencia masiva de renta como no se veía desde la primera mitad del siglo XX, lo que sirvió para compensar en cierta medida el atraso de la productividad argentina. Agotado ese recurso, ya desde el segundo gobierno de Cristina reaparecieron con fuerza los instrumentos típicos: endeudamiento y avance sobre las condiciones de vida de las masas.
Esto ocurre así porque la Argentina es un país chico en términos de acumulación de capital y de carácter tardío. Es decir, ingresa en el mercado mundial cuando las ramas de la producción están ocupadas por capitales que tienen una extensa trayectoria y una escala que es, sino la del mercado mundial, la de espacios nacionales mucho más grandes. Por ejemplo, su industria textil es de 1920-30, cuando en Inglaterra es la rama de la revolución industrial (1750). Localmente, la industria automotriz se monta en los ’60; en EE. UU. y Europa hacia finales del siglo XIX.
La estructura social argentina no cuenta con elementos que permitan compensar esa desventaja, como mano de obra barata al estilo del sudeste asiático, ni siquiera como en México o Brasil. Por eso, se refuerza su carácter marginal como economía en el mercado internacional: mientras que en los 60 representaba un 1,4% del volumen de la producción mundial, hoy su participación es de apenas la mitad; en la misma década, la economía local era un 20% más grande que la brasileña y un 30% más que la mexicana, hoy día es un cuarto de la del vecino país y no llega a la mitad de México. En relación con EE. UU., es más de 30 veces menor. El mismo fenómeno ocurre con el comercio exterior, donde la participación se reduce de forma progresiva.
Además, es un país con poca población. Este mercado acotado y el tamaño de su economía resultan en una menor escala de producción y capacidad técnica. Ello repercute en la productividad del trabajo, que es el elemento que define la ventaja competitiva y el lugar del país en el mercado mundial. Un ejemplo lo tenemos en la industria automotriz, que es en Argentina el principal sector exportador de origen industrial. Si bien en la última década las terminales alcanzaron récords de producción y ventas, a nivel mundial el rezago con los líderes se incrementó. Mientras que la productividad argentina es de 18 unidades anuales por hombre ocupado, Japón alcanza las 50, México 58 y en EE. UU. se fabrican 73. En términos de valor, la productividad argentina en toda la industria es un quinto de la norteamericana y un tercio de la alemana. La industria precisa insumos para la fabricación, y como no genera divisas por su incapacidad competitiva, es necesario proveérselos. El resultado: mayores costos, menor eficiencia, mayores dificultades en la acumulación y, por lo tanto, necesidad de compensar ese déficit. El ingreso de divisas por las exportaciones agrarias funcionó, con mayor o menor peso según el período histórico, como rueda de auxilio para el resto de los sectores de la economía. Pero este recurso tiende a agotarse en su capacidad compensatoria a medida que crece el resto del aparato no agrario, o bien en momentos de descenso de los precios internacionales de las materias primas, lo que pone en evidencia el retraso de la productividad y desemboca en las crisis periódicas que vive la Argentina desde mediados del siglo XX. Aparecen así otros mecanismos para atenuar este retraso, como el endeudamiento.
Ante el fin del “viento de cola” de la década pasada, al macrismo le queda ajustar y endeudarse. El gobierno supone que esa corrección de variables (tarifas, costo laboral, inflación, gasto público, etc.) producirá la “lluvia de inversiones” que reemplazará al endeudamiento. Pero esto no va a ocurrir, porque las bases de la economía argentina seguirán siendo las mismas: una estructura raquítica sin capacidad competitiva, con una burguesía parásita que vive del Estado y de la miseria de las masas. Así, se gesta una bola de nieve que, más temprano que tarde, conduce a otro 2001. Desde ya, resultará en una profundización de la degradación de las condiciones de vida de los trabajadores. La solución no está en Macri, Cristina ni en ninguno de los políticos burgueses, que vienen haciendo lo mismo desde hace varias décadas. La solución de los problemas estructurales de la economía argentina solo podrá encararse con un cambio de raíz de la organización social que centralice los medios productivos y acometa la tarea de planificar racionalmente toda la estructura productiva.