El 3 de enero se cumplieron quince años de la decisión de Néstor Kirchner de cancelar la deuda de 9.800 millones de dólares que la Argentina mantenía con el FMI. Fue el fin de una larga serie de acuerdos con fuertes condicionalidades que se extendieron entre 1982 y 2021. Hoy, una decisión de ese tipo es imposible. La deuda es abrumadora y el Artículo IV asoma en el horizonte de la próxima década. Evitar o diluir esas condicionalidades, la clave de lo que viene.

Entre 1956 y 2006, Argentina suscribió veintiún acuerdos con el FMI. Todos incluyeron fuertes condicionalidades, entre ellos dos Acuerdos de Facilidades Extendidas (1992 y 1998); además de una decena de programas menores orientados en general a complementar las reservas del BCRA y a compensar las fluctuaciones de la balanza comercial. La larga permanencia del país bajo el monitoreo del FMI no evitó sucesivas crisis de deuda, ni las numerosas corridas cambiarias y los períodos de alta inflación. ¿Cómo evolucionaron las condicionalidades en los sucesivos acuerdos?

Un rápido examen arroja que se incrementaron a partir de la década del sesenta para alcanzar un máximo en los ochenta y luego del default de 2001. Entre 1958 y 1963, los cuatro stand by que firmó Arturo Frondizi más los dos suscriptos por el gobierno de transición que lo sucedió contuvieron un promedio de 2,3 condicionalidades obligatorias. El número ascendió a 9,5 en los dos stand by vigentes entre 1967 a 1969, y se disparó a 13,2 en los acuerdos por la deuda externa entre 1983 y 1992. La cantidad disminuyó a 7,3 en la década de la convertibilidad.

En el acuerdo de 2003, suspendido en 2004 y cancelado por Néstor Kirchner en 2006, las condicionalidades obligatorias fueron 19, las más numerosas de la relación argentina con el FMI [1]. ¿Dejará el Fondo Monetario Internacional su tradicional propensión a apoyar medidas de austeridad innecesarias? ¿Cambiará la conducta instintiva que lo lleva a proteger al sector financiero? ¿Morigerará al menos su tendencia a ser una herramienta geopolítica? ¿Hasta qué punto influirá Joe Biden en el rumbo del organismo?

De cara a la negociación en curso, las preguntas no parecen ociosas. Los indicios, al menos hasta el momento, no auguran buenas nuevas. Se diría que poco o nada auspicioso puede llegar por el lado del FMI que no sea la postergación de los pagos del estrafalario crédito que concedió a Cambiemos. La matriz ortodoxa del organismo sigue vigente detrás máscara humanitaria que muestra desde la irrupción del Covid-19. Sí, el lobo sigue suelto y el cordero atado, diría don Patricio Rey.

Si la mano llegara a venir mal, no debería sorprender a nadie. La pandemia no sería la primera oportunidad que deja pasar el FMI para reexaminar su postura fuertemente ideológica. Ya en 2001, con la salida de Stanley Fischer como primer subdirector ejecutivo, optó por renovar el Consenso de Washington, en esa ocasión bajo el reimpulso que significó la por entonces naciente economía del Big Data. Privatización, liberalización comercial y macroestabilización fueron los ejes de la gestión de su sucesora: Ann Kruger, la sacerdotisa de la ortodoxia.

“La resistencia del FMI al cambio es notoria, tanto como su apego al fracaso”, suele señalar Joseph Stiglitz. En los hechos, la propuesta de una gran emisión de Derechos Especiales de Giro (DEG) [2] que provea al organismo de una renovada reserva de activos para apuntalar a los países más afectados por la pandemia cayó en saco roto. Al menos hasta ahora. La idea – impulsada también por otros economistas – de reforzar su capacidad prestable para distribuirlos sin condicionalidades entre todos los países miembros según sus respectivas cuotas ni siquiera fue considerada.

Desde su fundación, el FMI creó y distribuyó unos 204 mil millones de DEG, según los datos oficiales. Unos 182 mil millones se asignaron para hacer frente a la crisis de las subprime. Suma insignificante – dice Stiglitz  – si se considera que en 2018 sólo el comercio global sumó unos 19 billones de dólares y el flujo bruto de capitales superó los 20 billones en un mundo donde la nueva normalidad despunta parecida a la vieja y la globalización, aunque pueda tener bastante de regional por los acuerdos de libre comercio [3], continuará siendo la norma.

Hay quienes sostienen que la nueva globalización no estará tan pautada por Washington. Mucho de esa mirada hay en el tejido político de Alberto Fernández con Ángela Merkel y Emmanuel Macron, pero también las relaciones establecidas por Néstor y Cristina Kirchner con la Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Jinping. ¿La razón? Aunque el capital y el consumo globales están concentrados en los países del G-7, la parálisis de la Organización Mundial del Comercio contrasta con las nuevas plataformas, como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura.

En el contexto actual, el FMI aparece cada vez más flojo de papeles y su rol como rescatista de última instancia se ha desdibujado en forma acelerada. Se diría que solo le queda salvar la ropa. Su corresponsabilidad en el “caso argentino” está fuera duda. La otra cuota parte, va de suyo, le cabe a la inverosímil gestión del macrismo. Algo también hay, ya más allá de la coyuntura, a la inveterada imposibilidad argentina de alcanzar consensos internos sobre la base de los mejores argumentos a la mano.

La parte que le toca al FMI en la coyuntura la admitió en octubre pasado su Oficina de Evaluación Independiente: “En 2015, el personal podría haber ha sido más contundente al advertir sobre los riesgos de la rápida eliminación de las restricciones de la cuenta de capital y la necesidad de fortalecer el marco macroeconómico para ser coherente con una cuenta de capital abierta” [4]. Una confesión de parte que suena a poco.

Apenas un repaso. El FMI no solo modificó el análisis de sustentabilidad que respaldó el primer stand by para llevarlo a 50 mil millones en junio de 2018 [5]. Dos meses después amplió el crédito y adelantó los desembolsos para financiar la fuga de capitales. Donald Trump lo hizo. La apuesta geopolítica le costó al FMI 44 mil 490 millones de dólares. Un tercio de su cartera. Hasta que Cambiemos implementó controles cambiarios, la fuga sumó 55 mil 300 millones.

Lo que se viene no está claro. Algunos analistas sostienen que en el marco de una pandemia no resuelta ni siquiera en el Hemisferio Norte, el FMI – con el viso bueno de la flamante secretaria del Tesoro, Janet Yellen – podría habilitar un “acuerdo corto”; es decir: una refinanciación de los vencimientos que operan este año. Luego se vería. Se trataría de desensillar hasta que escampe. Por lo pronto, el Presupuesto 2021 asume que los vencimientos de este año – unos 3 mil 700 millones – se postergarán, o refinanciarán con nuevos desembolsos. Lo mismo con el Club de París – 2 mil 300 millones de dólares -.

El horizonte dibuja cierto margen de acción desde lo financiero. Si bien los vencimientos hasta fin de año totalizan unos 66 mil 750 millones de dólares, y aunque el 30 por ciento se concentran entre abril y agosto, casi la mitad es con entidades del sector público y el 57 por ciento es deuda en pesos, según la Oficina de Presupuesto del Congreso. Del total, unos 24 mil millones son letras y bonos emitidos con legislación argentina y unos 3 mil 500 millones bonos bajo legislación extranjera. Nada inmanejable.

Sin embargo, un “acuerdo corto” que postergue la reestructuración de fondo abriría un frente interno, tal vez más complejo que la propia pulseada con el FMI, y reavivaría la presión de la ortodoxia local y de los acreedores externos ya reestructurados. Un frente cambiario recalentado. La razón que ya esgrimen algunos: que comprometería las reservas del BCRA. El argumento político: el escaso compromiso del gobierno con la búsqueda del equilibrio fiscal y un posterior superávit primario. El demonio populista en un año electoral.

¿Qué se puede esperar?

El gobierno anticipó que va por un Acuerdo de Facilidades Extendidas (EEF). Está claro que no hay mucho para elegir. El objetivo es sabido: postergar los pagos de capital e intereses lo más que se pueda. Según lo que trascendió, Kristalina Georgieva habría aceptado arrancar la negociación con un plazo de poco menos de cinco años para los intereses y una década para el capital. Vale recordar que el país, según el stand by vigente, debería devolver 18 mil 300 millones de dólares de capital en 2022 y 18 mil 500 millones en 2023. Un imposible.

Los plazos no parecen ser el principal problema. ¿Qué dicen los estatutos del FMI? Sus estándares plantean dudas sobre qué esperar de un EEF. Por regla general están destinados, desde la óptica del FMI, a resolver los llamados problemas estructurales. No una crisis de corto plazo en la balanza de pagos. Argentina ya tuvo sus EEF, Grecia accedió al propio en 2012 y Ecuador más recientemente. Un recetario ortodoxo que también está vigente en Angola, Barbados, Costa de Marfil, Guinea Ecuatorial, Etiopía, Georgia, Jordania y Pakistán.

¿Podrá el gobierno eludir el déficit cero, nuevas privatizaciones, una reforma jubilatoria, una mayor apertura comercial y otra desregulación cambiaria? Que el “caso argentino” es especial no cabe duda. El FMI se comprometió en su apuesta por la continuidad de Macri. Tema complicado para la burocracia del organismo. Puede que juegue a favor. En definitiva, más temprano que tarde, el gobierno deberá acordar un EEF. El éxito o el fracaso dependerán del margen político que encuentre para escapar a las condicionalidades, o en tal caso diluirlas. En otras palabras: mantener márgenes fiscales que permiten la recuperación.

Mucho de eso se resolverá en los ejercicios teóricos de sustentabilidad que surjan durante la negociación. La famosa convergencia entre inflación, déficit/superávit, crecimiento y proporción entre deuda y PBI. El interés del FMI es que lo acordado tenga un amplio apoyo político. No quiere volver a quedar pegado con un gobierno. De ahí la insistencia de Martín Guzmán de enviar al Congreso un plan plurianual.

¿Se abrirá una brecha a favor de la Argentina en la negociación en curso? ¿Acompañará la oposición en un año electoral? Difícil anticiparlo. Lo que queda claro es que el FMI llegó para quedarse por muchos años. Macri lo hizo.

 

Notas

[1] Argentina y el FMI: efectos económicos de los programas de ajuste de larga duración (2012); Noemí Brenta. (Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”, 2013-06).

[2] El DEG es el activo creado en 1969 por el FMI para complementar las reservas oficiales de los países miembros. En marzo de 2016 se habían creado y asignado a los países miembros DEG 204.100 millones – equivalentes a unos USD 285.000 millones -. El DEG se puede intercambiar por monedas de libre uso y su valor se base en una cesta de cinco monedas principales: el dólar (EE.UU), el euro, el renminbi chino (RMB), el yen japonés y la libra esterlina.

[3] La nueva globalización apunta a la integración de las cadenas regionales de valor. En los últimos dos años se firmaron tres acuerdos económicos de gran importancia: el T-MEC en América del Norte, el Tratado de Libre Comercio Africano y la Asociación Económica Integral Regional (RCEP) en Asia Pacífico.

[4] IMF advice on capital flows: evaluation report 2020. El informe analiza la experiencia reciente de los flujos de capital en países desarrollados y en desarrollo, con especial énfasis en el contexto de la turbulencia generada por la pandemia. Aunque el documento trata de temas más generales, analiza desde una visión crítica a la experiencia argentina entre 2016 y 2018.

[5] Solo Grecia había obtenido antes un crédito de una magnitud equiparable. Unos 31 mil millones de dólares en 2010.