Autora de “Malcomidos” y “Mala Leche”, Soledad Barruti rompe con la tradición de los libros dedicados a la alimentación -centrados en recetas o en recomendaciones de tipo gourmet – y se mete en cómo la industria alimentaria muestra la peor cara del capitalismo.
Cuando en 2013 publicó Malcomidos, Soledad Barruti creó una categoría dentro de la literatura de no ficción. Si bien el rubro “libros sobre alimentos” tenía ya un lugar creciente en las librerías, los predominantes hasta entonces eran los libros de recetas o las reflexiones de bon vivants al estilo Miguel Brascó, que podía dedicarle 20 mil caracteres al punto de cocción de la carne a la plancha o al mejor horario para sentarse a comer en un restaurante porteño. La tesis central de Malcomidos es que la industria alimentaria muestra la peor cara del capitalismo, que pensar los alimentos como productos envenena necesariamente los cuerpos, (es decir, que no hay manera de que no lo haga, ni en las versiones “sanas” de esos productos), pero que también degrada el planeta y concentra riqueza en la cúpula de la sociedad mundial. Y que la única solución a eso es comer comida de verdad.
El libro retomó algunas ideas y denuncias de autores como Michael Pollan, Marie Monique Robin o Vandana Shiva y las puso en contexto argentino y latinoamericano. Pero Soledad hizo mucho más que eso. Hizo periodismo: levantó el culo de la silla y se fue a recorrer los criaderos de pollos, visitó a los productores desplazados por la soja, a los pueblos fumigados con glifosato y a los pescadores artesanales. Y volcó todo eso con prosa elegante y luminosa en un libro que se convirtió en best seller. A partir de eso, Soledad se convirtió en conferencista reclamada en toda la región latinoamericana, columnista ad honorem de todos los programas de radio y TV que quieren hablar sobre alimentos y, sobre todo, generosa fuente de información para todos los que, a partir de Malcomidos, empezamos centrar nuestras investigaciones e inquietudes en eso que se ha dado en llamar Soberanía Alimentaria.
Sobre finales del caótico 2018, Soledad sacó su segundo libro, Mala Leche, que ya tiene el impacto de su antecesor. “Este libro se encabalgó muy rápidamente sobre el anterior -dice-. Ese verano me fui de vacaciones y ya estaba pensando en este libro, porque había investigaciones que me quedaban en el tintero. Y porque Malcomidos produjo un impacto en mí, yo me volví más hinchapelotas (palabras de mi propio hijo) y estallaron en mi casa mil debates a la hora de querer comer bien. Es como una continuación del libro anterior en ese sentido”.
—Pero cuando hablabas del libro que continuaría a Malcomidos decías que sería sobre la alimentación infantil. Y sin embargo Mala Leche habla mucho sobre los niños como público cautivo de las marcas pero retoma reflexiones mucho más generales.
—Claro, porque cuando empezás a pensar en los niños como asunto es muy difícil desvincularlo de tu propia infancia, de tu propia experiencia. Y si sos padre, de tu experiencia como padre. Empezás a entender que la idea de “Comida para niños” muestra una complejidad super interesante para explorar: ¿por qué pensamos en los niños como seres a alimentar de una manera particular, como si fueran otra especie? Así que, si, siempre pensé que era un libro de comida para chicos hasta que me di cuenta de que no. De que en esto estamos todos y ahí pensamos en la bajada del título que es “La comida que nos enferma desde chicos”. Yo creo que los chicos de hoy están en un problema más difícil que los de hace unas décadas, porque la presión sobre ellos es mayor. Las empresas saben que los niños hoy condicionan el 75% de las compras del hogar y les dirigen toda su artillería de marketing. Representan un gran cliente al que quieren atrapar de manera descarada, porque además consideran que condicionar el paladar del niño les garantiza el cliente de por vida y lo hacen con productos llenos de azúcar, grasa y sal.
Mugidos como lamentos
“El gallinero son inmensas paredes tapizadas de animales que gritan y defecan sin parar y cada tanto expulsan un huevo que rueda hacia una canaleta que une las jaulas horizontalmente”. Uno de los momentos más impactantes de Malcomidos es la crónica de las visitas de la autora a criaderos de pollos. Hay un párrafo que todavía recuerdo casi de memoria: “Sin cesar se pisotean unas a otras como si escalándose fueran a llegar a algún lado. En cada jaula las gallinas forman una pirámide que, cuando se rompe, las lleva a atropellarse para sacar mecánicamente las cabezas entre las rejas. Una y otra vez repiten los movimientos como en una coreografía espasmódica. Hace meses que están encerradas y nada podría hacerles creer que van a escapar, y, sin embargo, la resistencia continúa”. Esto sucede en el primer capítulo del primer libro de Barruti. Después viene otra descripción inolvidable: “Las gallinas tienen los cuellos y los lomos pelados de un rosado sanguinolento. En algunos casos, sus ojos están tan entrecerrados por el fuerte amoníaco, que parecen ciegas. Los picos de estas gallinas son planos, como si hubieran chocado de frente contra una superficie plana. Se los cortan a los pocos días de nacidas, para evitar que se picoteen unas a otras, pero si se quieren lastimar igual se lastiman. Alcanza con que a una le sobresalga un poco de carne de una herida cualquiera para que las otras la ataquen hasta matarla”. Tras la lectura de esos párrafos y tras constatar que la industria avícola escondía prolijamente el maltrato animal, el pollo prácticamente desapareció de mi dieta.
“Todos hablaron del pollo de la abuelita”, dice Soledad, cuando le recuerdo el impacto de ese primer capítulo de Malcomidos. En el texto se denunciaba —además del maltrato animal— la sobreutilización de antibióticos (algo que la FAO señala con alarma desde hace años pero que la industria oculta y niega) y se aclaraba, de paso, que esas aves no reciben hormonas, destruyendo un mito popular a fuerza de ir y mirar, nomás.
En este segundo libro, la crónica se desplaza a la industria láctea. Y la narración se centra en un establecimiento que produce leche para la empresa Arcor en la localidad de Arroyito. El productor se enorgullece de que sus vacas dan un promedio de treinta y cinco litros diarios de leche, diez más que hace tres años “como si diez litros más de leche sacados de las ubres de los mismos animales no fuera una barbaridad”, acota Soledad. Y describe la escena: “Damos toda la vuelta al galpón y nos topamos con un corral de tierra en el que se concentra una multitud de vacas. La tierra sacrificada para aguantar a todos esos animales de seiscientos kilos bosteando, orinando y comiendo, está seca y cuarteada y es hedionda. La mayoría de las vacas está echada ahí, sobre la tierra, orina y bosta. Algunas son panzonas como las de la entrada, otras parecen consumidas, todas están muy juntas y tienen los ojos ardidos y llorosos. Cada tanto alguna muge con desgano, otra pareciera dar un grito de dolor. Es como si hubieran atravesado un combate pero siguieran esperando con miedo otra embestida. Respiran agitadas, temblorosas, y se acomodan como pueden en el espacio que les toca”. Y más adelante explica que “la vida de una vaca lechera es una vida abreviada, con grandes concentraciones de estrés y dolor (…) La sobreexigencia las lleva a acortar sus vidas en diez años”.
—En este libro hacés una descripción tremenda de los establecimientos lecheros para analizar después todo el comportamiento de la industria.
—Es que la industria láctea es perfecta para entender el reduccionismo en nuestra alimentación. Un producto que deja de ser alimento y empieza a ser un nutriente; se obliga a la gente a pensarlo como una fórmula pero llena de otros nutrientes como un uso farmacéutico de la alimentación. Es el primer alimento que ingresa a la vida de una persona. Y no es a través de la lactancia materna, que ocurre sólo en el 30% de las personas. El resto toma un procesado que la industria prepara con un despliegue de marketing como si fuera una instancia superadora de un alimento real, algo que sí te hace falta comer. Una perversion enorme. Y de ser un alimento mas, se lo convierte en un grupo alimentario propio y se lo inserta en unas formas que es difícil salir. Y en el momento de convertirlo en alimento global también se volvieron extremadamente crueles. No podemos pensar que un lugar en que los animales están siendo explotados de esa forma con una carga hormonal enorme el producto que salga va a ser bueno. La leche no es una lechuga, es un alimento complejo. Es un mensaje hormonal de una madre a su cría de una especie puntual. Es un código genético, inmunológico, las especies transmitimos a nuestras crías un montón de recomendaciones a través de mensajes que están en ese producto. Defendete de tal cosa, crecé. La leche es eso. Las vacas tienen una superexplotacion, se las ordeña hasta el ultimo momento posible y para eso pasan de una preñación a la otra. Entonces, además, es un liquido mucho mas intensamente hormonado que el que era antes. Naturalmente. Ni siquiera tenemos que hablar de lo que le meten.
La leche pasa a ser ese gran símbolo. Y también pasó que, como está en el titulo del libro, los cráneos de la industria lo leyeron literalmente y sacaron tres comunicados a favor de la leche, recorrieron las universidades y coparon los medios hablando a favor de la leche. La industria láctea en la argentina es muy poderosa, somos uno de los pocos países exportadores, superproductores. Y la leche se ofrece como un alimento sagrado. Todas las políticas publicas hablan de ella como algo que no puede faltar. Pueden faltar otras cosas, pero leche no. Entonces por izquierda y por derecha nadie lo piensa pero todos repiten, muchas escuelas de nutrición y programas alimentarios están patrocinadas por la industria láctea.
Los malos son personas
—En Mala Leche entrevistaste a mucha más gente de la industria alimentaria: gerentes y cuadros medios, personas vinculadas al marketing y la elaboración de los mensajes cuyo éxito personal está vinculado a una catástrofe colectiva. Y muchos parecerían darse cuenta de eso pero ocupan un rol que está prefigurado de antemano.
—A mí me interesa mucho el periodismo de personajes, me interesan las historias, me interesa narrar lo que ocurre porque me parece que no hay una forma mejor de proponer la información que no sea a través de personajes. Me parece que no hay alguien en su casa sentado diciendo “Ahora haré el alimento adictivo perfecto”. La industria conoce un montón de elementos que operan sobre nuestros instintos menos evolucionados y apunta al lugar en el que nuestra voluntad no tiene mucho espacio. Tienen una cantidad de estudios y desarrollos con los que entienden al detalle nuestros deseos y necesidades, sobre el placer. Todo es muy grande, pero todo es humano, en el fondo. Si empezás a ver las piecitas del rompecabezas, son personas. La función va más allá de la persona. Pero no son tareas que cualquier puede ocupar. Por ejemplo, vos ves un gerente de marketing que hoy trabaja en Adidas, mañana en Sony y pueden hacer marketing de dos rubros distintos porque la tarea es muy parecida. Pero en estas cuestiones tienen su especificidad y tienen su vocación. Las empresas de alimentación realmente concentran talento. Talento que puede ser reconvertido. Ricardo Weil es un gran ejemplo, dentro de Danone, tiene una curiosidad científica muy grande, tiene los medios, tiene los recursos y tiene la frialdad de decir “Esto no es una ONG, todo esto está al servicio de un negocio”. Y me parece muy valioso que ese discurso esté para poder deconstruirlo. Y también es gente que no cree de ninguna manera que la gente pueda comer y vivir sin esos productos que elaboran. La industria está conformada por sujetos que de verdad creen esa idea falaz de que podemos pasar de comer alimentos a comer productos y que ellos pueden pensar de manera ingenieril alimentos con los nutrientes necesarios y el azúcar como vehículo de esos nutrientes. Jimena Ricati (una neurocientífica entrevistada en Mala Leche) me decía: “Si nosotros necesitáramos estos alimentos, hubiéramos crecido con esto y evolucionado con esto, nuestros órganos y nuestros cerebros serían distintos”. Hoy nuestros cuerpos se tienen que adaptar a lo que la industria propone como comida. Y eso es terrible, porque en esa adaptación surgen enfermedades, sufrimientos y muertes. Que no son intuitivas, no es algo que se me ocurre que puede suceder: son problemas de salud pública real, mensuradas, que ponen en crisis económica a los países. Ninguna otra generación comió lo que comen hoy los chicos, es un experimento masivo que se está haciendo. Como se hizo hace unos años el experimento de incorporar alimentos artificiales como primeros alimentos. Y salió mal. Se murieron millones de niños, y muchos otros quedaron tullidos. Y muchos que no se murieron son adultos que creen que son saludables porque no tienen ni puta idea de lo que es la salud.
—Hay una conceptualización que hacés en Mala Leche que me resulta muy reveladora: comemos siempre lo mismo y los aditivos son lo que diferencia un producto de otro.
—La estructura de los alimentos es harina, azúcar, aceite y sal. Después hay lácteos y derivados de la industria cárnica. Alguna vez una verdura, alguna vez una fruta (por ejemplo, el dos por ciento de un yogur con frutas es fruta). Y después son trucos de magia. Que funcionan perfecto porque tienen sabores, aromas, colores, texturas, ideas. Nuestro cerebro vive todo el tiempo engañado. Nuestro estómago no, pero el cerebro va creciendo con esa idea alimentaria. Es muy interesante ver la perfección de la industria en darnos variedad: la oferta necesita parecer siempre nueva con lo mismo. La agricultura en 10 mil años no llego a inventar la cantidad de galletitas que hizo la industria en los últimos años. Esto es lo suficientemente malo como para que se descarte de plano la industrialización del alimento. Pero encima, cuando empezás a ahondar un poco en el tema aditivos, —si bien es difícil ver qué produce cada cosa porque comemos muchas cosas y la relación causa- efecto es difícil de comprobar, incluso en laboratorio—.ves que hay varias realidades: algunos países toman serias advertencias ante algunos aditivos y otros no. Nosotros nada. Los aditivos son buenas maquinitas para crear nuevas cosas.
—Es en ese punto donde me parece que los aditivos demuestran que la industria no tiene ninguna ingenuidad. Que no es cierto que estén pensando en alimentar al mundo. El uso de aditivos para disfrazar productos les hace caer la máscara.
—Claro, tienen que vender. Y tienen vender cada vez más. Los balances tienen que cerrar en alza y las proyecciones económicas los inducen a inventan cosas como el snackeo, algo que tenés que tener si o si. Nos inducen a aberraciones como “Tu porción justa” de Arcor, auspiciado por Mónica Katz. Nos ofrecen alimentos megaadictivos y en la publicidad dicen que tenemos que desarrollar la voluntad y debemos moderarnos. Los aditivos están al servicio de ese negocio, Hay que empezar a ver a los aditivos como adulteradores sensoriales que van forjando identidades gastronómicas que son afines a las marcas. Los chicos crecen y se educan en la identidad gastronómica de las marcas
y no en la cultura alimentaria que hace a su territorio.
Ganando amigos con Soledad Barruti
El programa Tu Porcion Justa de Arcor (https://www.arcor.com/tu-porcion-justa/como-es-el-programa-tu-porcion-justa-de-arcor) es una acción publicitaria encarada por la empresa que hizo megamillonario a Luis Pagani y que reza, literalmente: “No existen alimentos buenos o malos, sino dietas equilibradas o desequilibradas; el secreto es saber con qué frecuencia y en qué porciones podemos comer lo que nos gusta”. Una canallada: los alimentos excedidos en azúcar, grasa y sodio son malos para el organismo, independientemente de lo equilibrados que pueda estar en la dieta. Pero además, toda la moderación que la empresa propone en su plan “responsable” se cae a pedazos con la insistencia publicitaria, las prácticas monopólicas y las necesidades de facturación de la empresa. Es algo así como que los fabricantes de armas hagan campañas por la no violencia.
Mónica Katz es una nutricionista muy mediática cuya muletilla es “no demonicemos a los alimentos industriales”. Es presidenta de la Sociedad Argentina de Nutrición (SAN), y, hace poco, usó su cuenta de Twitter para desacreditar a Soledad Barruti (https://twitter.com/KatzDra/status/1057263765660540929)
—Mónica Katz me acusa de intrusismo, que es algo muy grave, que es el ejercicio ilegal de la profesión. Yo considero que después de haber participado de la campaña de Arcor y haber lanzado la campaña de Tu porción justa, en un estado de crisis de la salud publica y teniendo Arcor una muy mala información en su etiquetado considero que es una persona con una gran falta de ética, muy cinica y que está haciendo un manejo horroroso para la salud publica. Considero que es una persona que debería ser evaluada y reprobada por sus colegas. Porque no está bien que un profesional haga ese uso. En este contexto me acusa de intrusismo y eso es desconocimiento de la profesión de periodista, porque yo no estoy opinando sobre alimentación. Estoy escribiendo e investigando sobre fuentes y en mis textos hay doscientos millones de fuentes, donde hay académicos, hay productores, hay consumidores.
—A los periodistas de economía los putean los economistas, a los periodistas de fútbol los putean los futbolistas, a los de rock los putean los músicos, todos dicen “vení y ponete en mi lugar a ver si decís lo mismo”.
—Claro, pero ni siquiera me dice que me ponga en su lugar. Su comentario supone una idea mucho mas grave y es que de comida solo pueden hablar los expertos. Y ahí digo, andá a decirle a mi abuela que de comida hablan los especialistas. Ante una patología alimentaria, por supuesto que hay que consultar a un experto. Ahora, la comida como hecho diario cultural, fisiológico, político, es un tema publico. Carlos Monteiro (profesor de Nutrición y Salud Pública de la Universidad de Sao Paulo) me dijo algo genial: la educación alimentaria es algo reaccionario. No podes enseñarle a las personas a comer. Tenés que permitir el acceso a expresar su cultura con alimentos frescos y sanos a su alrededor. Tenés que generar ambientes sanos, no ambientes de sustitutos alimentarios como los que tenemos hoy en día. Pero Mónica Katz trabaja para las empresas. Es la presidenta de la SAN que pone su sello en bebidas azucaradas, yogures azucarados, en alimentos con exceso de sal. Tienen que cambiar su nombre y llamarse Sociedad Argentina de Negocios. Es un representante de marcas. Es la ciencia detrás de la industria. Y lo que no les gusta es el intruso que ve y lo cuenta.
—Me acuerdo de que unos años atrás hablábamos de políticas alimentarias y vos tenías mucha desconfianza hacia los por entonces gobernantes populismos latinoamericanos. Con esta nueva tanda neoliberal ¿cambió algo?
—Mirá, después de los discursos de CLACSO me quedé pensando (Se refiere al Primer Foro Mundial del Pensamiento Crítico, que se realizó en Buenos Aires en paralelo a la Cumbre del G20 y del cual fueron oradores Cristina Fernández de Kirchner, Dilma Rousseff, José Mujica y Fernando Haddad). Creo que los gobiernos populistas siguen viendo al consumo como la fuerza que comanda el bienestar. Y yo no creo en el consumo como motor de nada. Para nada. Creo en el Buen Vivir y creo que el Buen Vivir en esta región tiene una posibilidad enorme de expresar la felicidad y la convivencia racional. Creo que los llamados populismos hicieron buenas cosas puntuales. Lula realmente hizo el único proyecto del mundo que incorporó a los pequeños productores cuando el Estado se volvió un gran cliente para ellos. Es un ejemplo que no se hizo en otros lugares. Pero yo creo mucho más en la fuerza de transformación que surge de las comunidades, ese ejercicio político autónomo, mucho más que en los gobiernos populistas.
—Eso está claro porque el centro de tu critica está dirigido hacia las empresas que conforman un sistema y no a los modelos de gerenciamiento nacionales. Pero ¿es lo mismo un tipo de gerenciamiento que otro?
—Ante el modelo actual, obviamente, prefiero que existan planes sociales antes de que no existan. Que existan niños atendidos por la Asignación Universal por Hijo a que estén desatendidos o liberados a su suerte. Pero pienso que esos son parches. Porque lo que habría que hacer es garantizarles a esas personas empleo real, expresiones diversas. Entre que haya comedores y no haya, los prefiero. Pero es absurdo pensar la vida de esa manera. Como yo no soy economista ni política, sino periodista y puedo pensar la vida como quiera, porque mi trabajo es con la palabra, puedo plasmar en mi libro cuestiones que pueden sonar utópicas. Muchas veces se me acusa de poco realista. Bueno, será irrealizable en la medida en que quieras quedar atado a estos mecanismos. Pero si mirás bien de cerca le estamos dando vueltas a una madeja del horror en que los pibes están entre el paco y la galletita Oreo. Sus cuerpos son territorios en conflicto. Para mí, hay que plantearlo de manera integral. Pienso que esto es peor, que Bolsonaro va a hacer mierda lo poco bueno que queda de la gestión anterior y me parece que hay que criticarlo. Pero igual: nuestra máxima aspiración no puede ser un plan social ni comprar televisores en cuotas. Aspiremos a más.