Esta es la historia de una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, la de la desaparición de sus seres queridos y la de la búsqueda de una beba, Clara Anahí. Chicha Mariani murió el 20 de agosto de 2018 a los 94 años sin poder abrazar a su nieta. Pero a la joven la seguirán buscando los miles que no cesan en su lucha por restituir las identidades robadas por el Terrorismo de Estado.

Hay un cráter en la vieja luna que lleva el nombre de un astrónomo argentino, un hombre que fue fundador del observatorio de La Plata, lejano bisabuelo y abuelo de desaparecidos. Desde el antiguo bautismo es que la luna lleva la marca de identidad de aquel astrónomo platense. Su biznieta, Clara Anahí, debe andar ahora por los veintipico de años en algún lugar de la Tierra y con la identidad cambiada. Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo y presidenta de la institución hasta el 21 de noviembre de 1989, hace un tiempo comenzó a pensar que nunca conocerá a Clara. Es curioso que el cráter descubierto por un argentino siga allí, fijo en su inutilidad, localizable, y que la nieta de Chicha continúe desaparecida.

Chicha Mariani es la autora de una metáfora que se hizo medianamente famosa. Es una imagen tipo Esopo en la que se equiparan los picos de actividad en casa de las Abuelas con “un hormiguero en día de tormenta, muy ocupadas, muy muy ocupadas”. Su nombre completo es María Isabel Chorobik de Mariani, hija de polaco venido en tiempos de guerra, nacida el 19 de noviembre de 1924 en San Rafael. En Mendoza se puso a estudiar Bellas Artes y allí conoció a su marido, Enrique Mariani, violinista y director de orquesta.

-Yo pintaba y él hacía música. Cuando estaba en el último año y asumió Perón, comenzaron a echar a la mayoría de nuestros profesores, que eran excelentes. Como buenos estudiantes hicimos una huelga y como no logramos nada, faltándome unas materias para terminar, dije que no podía ser y abandoné. Cuando me casé nos vinimos acá siguiendo la carrera musical de mi marido. Yo empecé la carrera de nuevo en la Escuela de Bellas Artes, acá en La Plata.

En Mendoza había nacido Daniel, el único hijo que tuvieron. Cuando se radicaron en La Plata Daniel tenía un año y medio. Chicha volvió a cursar los cinco años de la carrera y dice que tras el egreso se sentó en casa “a esperar que me llamaran. No me había dado cuenta de que tenía que inscribirme en algún lado para ejercer la docencia. Pero es que además no me interesaba la docencia, me interesaba pintar”. Así que pasaron los años, Don Enrique Mariani fue asumiendo responsabilidades mayores -entre otras en el Teatro Colón-, el hijo fue creciendo y un día Chicha se anotició de que debía comenzar a recuperar el tiempo: se puso a dar clases, trabajó en algún otro lado, siguió pintando. Pero héte aquí que tenía un pequeño problema técnico. A ella le gustaba la pintura de paisaje urbano. Dado que La Plata no es el barrio latino de París como para trasladar caballetes silbando a Edith Piaf, comenzó a pintar los domingos, inscribiéndose en cuanto concurso plástico se convocara. Lo suyo, dice, eran las manchas y sus manchas eran de lo más prolíficas. Al punto que por aquellas épocas terminó ganando -a la pucha- doscientos premios.

La fecundidad llegó a su fin cuando llegó el tiempo de la docencia plena: educación visual, Historia del Arte, la jefatura del departamento de Estética. Durante 33 años apenas si pintó los sábados. En cambio, se fue dedicando cada vez más a la cerámica, moldeando cacharros que, hasta hoy, persisten en hundir raíces en busca de huellas precolombinas.

Mientras tanto mi hijo se casó, nació su nena.

En 1972 Daniel se casó con Diana Teruggi, la nieta de aquel astrónomo que también fue director del museo de La Plata. Parece haber algún asomo Darwin -del abuelo Erasmus al nieto Charles- en la biografía de Diana. Su papá era geólogo, su madre botánica. Diana y Daniel se manejaban con el inglés, el francés y con el piano. Daniel había estudiado Física y con recto rumbo einsteniano partió a los Estados Unidos. Pero volvió un año después convencido de que la Física no era lo suyo: demasiado laboratorio y poca gente. Notable, porque cambió por Ciencias Económicas. Una carrera sobre la cual -de acuerdo al sentido común de esta otra época- también podría decirse: demasiado laboratorio y poca gente. Las Ciencias Económicas lo depositaron en el Consejo Federal de Inversiones y en el ministerio de Economía de La Plata también. El trabajo en el CFI le permitió viajar por tierra adentro y ver gente, realidad, aquello que Daniel quería.

-Lo mandaban seguido a supervisar molinos harineros de no sé dónde, a las minas de Río Turbio, a muchos lugares. El quedaba muy impactado con las condiciones de vida de los obreros. Creo que era la primera vez que tomaba contacto con el trabajo en masa, el trabajo difícil. Creo que eso lo fue cambiando. También hacía yudo y se fue con un grupo de yudokas al norte. Esa otra vez conoció las condiciones de vida de las cárceles, al límite con Brasil, con Paraguay, cosas que había visto que no podía creer, un chiquito abandonado al que quiso traer y no se lo permitieron, cosas que lo fueron moldeando.

¿Cómo había sido la historia política familiar?

-Mi vinculación con la política había sido nula en cierto punto. En aquel viaje al norte, que yo nunca supe exactamente a dónde fue, Daniel durmió en una estancia, en una cama que había sido del Che Guevara. Llegó con los ojos inmensos diciendo “Dormí en la cama del Che Guevara” y yo apenas sabía quién era el Che Guevara. Mi marido tenía una gran admiración por Fidel Castro, desde siempre, y yo era totalmente contraria. Las discusiones que habrá tenido el matrimonio por eso. Porque yo no podía soportar ese tipo de política, ni de ninguna en realidad. Poco a poco ellos fueron enseñándome a mirar.

En 1972 Daniel tenía 24 años, lo que para entonces era una enormidad. A los 24, en los primeros ’70, se estaba en plena ofensiva, atacando al mundo por todos los flancos. En cuanto a qué entendía Chicha acerca de los vientos rabiosos que soplaban levantando en vilo a tantos hijos, ella, a la distancia, cree que vivía en la luna. Alguna vez Daniel la encontró protestando a viva voz porque se gastaba todo su sueldo de docente en la pura compra de materiales. Es obvio que Daniel le dijo:

-Vieja, tenés que salir a protestar.

-¿A protestar? ¿Yo? ¿A dónde?

-A alguna plaza.

-¿Yo? ¿A una plaza?

En ese tipo de situaciones, con la vieja diciendo algún que otro disparate leve, Daniel miraba a su esposa y suspiraba.

-¿Te das cuenta, Diana? No entiende nada.

Chicha cree que fue durante un viaje de trabajo a Chile que Daniel sufrió lo que ella llama “el último golpe de timón”. Recuerda también una anécdota anterior, la de aquella noche en que Daniel y Diana volvieron tarde de un debate. Eran plenos y vertiginosos años de peronización de las clases medias. Volvieron esa noche y Daniel despertó a los dos, viejo y vieja, con el único reproche que Chicha cree recordar de parte de su hijo:

-¿Por qué me engañaron toda la vida? ¿Por qué me hablaron siempre mal de Perón?

No deben haber pasado muchos meses más entre aquel reproche y el paso siguiente, porque todos entonces estábamos apurados, Chicha diría que como hormigas en día de tormenta.

-No sé a qué altura, pero más o menos para entonces, comenzó a militar en Montoneros.

Salir pitando a reparar el mundo

Los militantes aquellos no sólo sufrían de terrible urgencia de salir pitando a reparar el mundo. Padecían también de urgente responsabilidad por construir la propia vida. Había que ganársela, financiarla y atracársela  a la vida y Daniel, todavía antes de casarse, había escrito tres libros en colaboración con amigos. Eran unos feos libracos de álgebra, ciencias sociales y económicas similares en cuanto a su circulación a los cuadernos de fotocopias que se arman hoy en las facultades a modo de fast-food educativo. Con los dineros hechos gracias a esos resonantes éxitos editoriales, más ayuda familiar, Daniel se fue con Diana a un departamento en La Plata, piso 13. Cuando Diana quedó embarazada de Clara se fueron a una casa más amplia. Pero el paso del tiempo y la militancia los decidieron -u obligaron- a nuevos cambios: trocaron un lindo auto por una citroneta que Chicha recuerda como “horrible” y la linda casa por una más berreta de los arrabales platenses, cosa que también Chicha recuerda como un disgusto. Parece que por entonces, como madre, suegra y argentina, Chicha bufaba y rezongaba, pero no más que eso.

Foto: Eva Cabrera

Ya eran épocas bien feas, a principios del ’76, cuando a Daniel y Diana se les ocurrió la idea de montar una fabriquita de conejo en escabeche en aquella casa a la que se habían mudado. Por un lado les gustaba el escabeche, por el otro lado les entusiasmaba la épica de abrir fuentes de trabajo. Quizá la casa/fábrica fuera también lo que se llama una tapadera. Clara Anahí nació el 12 de agosto de 1976. No estaban clandestinos, así que pasaron meticulosamente por todos los papeleos y los exámenes bromatológicos. La casa funcionaba con sus cocinas y cámaras frigoríficas y también como refugio para un compañero que sí estaba clandestino, al que le habían matado a la esposa. Chicha sabía parte de la historia, al punto que miércoles y sábados recibía a las dos nietas, la propia y la de aquel militante guardado. Lo que no sabía es que la casa también servía como imprenta.

-Yo no entendía nada pero veía el peligro, todas las madres lo veíamos.

Abismo negro

Esta historia salta ahora a su abismo negro, 24 de noviembre de 1976. Horas antes Diana había hablado por teléfono. Intercambió con su suegra algunos comentarios domésticos que posiblemente a Chicha le suenen a felicidad perdida. Chicha quería mostrarle un camisón que a ella no le iba pero a Diana sí. Había también de por medio una enorme caja de bombones para regalarle.

-Eso fue el 23 a la noche. El 24 fui al colegio a la mañana y volví rápido a esperarlas, a ella y a la nena. Comencé a tejer una batita y en ese momento empecé a sentir los bombardeos. Bombas, sirenas y helicópteros. Yo para entonces no sabía que existían desaparecidos. Pero sí, desde la época de la Triple A, estaba muy preocupada por mis alumnos. Porque cada dos por tres salía en el diario alguno y pensaba ¿quién será ahora?

Por un rato siguió tejiendo. La ansiedad la obligó a dejar la batita a un costado y salió a ver a una amiga que vivía a unas cuadras. Vio que había gente en las calles, escuchando, murmurando, mirando cómo pasaban los camiones verde oliva. En el camino se cruzó con una docente conocida, más precisamente inspectora, una hermana del almirante Massera rodeada de nietos. Chicha guarda este flash: ella corriendo por la calle, diciéndole “¡Qué horror lo que está pasando!” y la hermana de Massera exhibiendo su minuto de felicidad con los nietos. Volvió otra vez a casa, retomó el tejido, volvió a dejarlo. “Así quedó muchos años”. Diana y la chiquita no aparecían y Chicha comenzó a inquietarse. El ruido de las bombas “era para el lado de la casa de ellos”.

-Como a las cuatro de la tarde, después de oleadas de helicópteros que pasaban y tiroteos y bombas por todos lados, se hizo el silencio. Y todo el mundo inquieto porque esas cosas pasaban todo el tiempo en la ciudad de La Plata. Pero nunca un bombardeo tan extenso, tan fuerte y con tanto movimiento de tropas.

Se hizo de noche, fue a dormir. A las seis de la mañana la despertó un llamado de su madre diciéndole que su papá estaba descompuesto. Chicha dejó un mensaje colgado en la chimenea: “Voy a casa de los abuelos. Si no estoy, vuelvo mañana”.

A la mañana siguiente desayunó con la lectura de un cable emitido por radio Colonia. El cable decía que Daniel y Diana habían muerto en alguno de los operativos militares que Chicha había escuchado tejiendo la batita, quitándosela de encima. Volvió a su casa en micro y al llegar a la esquina vio gente amuchada y soldados con ametralladoras rodeando la manzana. No fue a su casa, prefirió acercarse en compañía de una amiga. Entonces sí vio el frente de lo que hasta horas antes había sido su hogar.

-Habían venido las tropas esa noche a mi casa, ametrallaron la puerta. ¡Lo que era éso! Escombros, cuadros rotos, cables pelados, se habían llevado todo. Estaban todos los vecinos llorando, creían que me habían matado.

La noticia emitida por Colonia, simple lectura de un parte oficial, había fallado en el mismo punto en que habían fallado los responsables del operativo militar. Diana perdió la vida ese 24 de noviembre pero no su compañero, a quien los militares dieron por muerto. Daniel había ido a Buenos Aires, en donde tenía una reunión. El asunto a tratar: la comercialización de los conejos en escabeche. Con el paso del tiempo, recomponiendo pieza por pieza, Chicha pudo ir armando los detalles de la batalla de tanques y helicópteros contra la casa montonera que funcionaba como imprenta clandestina.

-Mi hijo se había ido quince minutos antes. En la casa estaban Diana, la nena y tres muchachos  que estaban trabajando, no sé si en la imprenta o en el escabeche, pero estaban allí. A la una y cuarto atacan y parece ser que Diana, por ser la más importante del grupo, tenía que escapar y los demás debían cubrirla. Creo que fue así porque esa versión que fui armando coincide con el hecho de que el cadáver de ella aparece en el patio del fondo de la casa.

Según la reconstrucción que pudo hacer Chicha, Diana intentó escapar con Clara, saltando un tapial que separaba la casa vecina. La ametrallaron desde los techos cercanos, donde estaban apostadas las fuerzas militares, policiales y de Gendarmería.

-Ahí cae ella, ametrallada, cubriendo a la nena.

Clara sobrevivió y un agente, desde arriba de un techo, gritó “Cúbranme que me llevo a la nena”. Murió entre los balazos. El que sí se llevó a Clara fue otro policía, de nombre Daniel, que a partir de allí tendría un papel creciente en la historia. Dos de los ocupantes resistieron desde el frente de la casa, hasta que los artilleros derrumbaron una puerta con un cañonazo. Después arrojaron una bomba de fósforo. El tercer montonero quedó tendido en el patio, cerca del cuerpo de Diana, donde hubo un limonero que ya no está.

Al día siguiente del enfrentamiento, Chicha, sin saber que su hijo se había salvado, fue a reclamar por la vida de tres. Primero le dijeron que su nieta no estaba allí, después que los cuerpos de Daniel y Diana estaban carbonizados y que no se los iban a entregar. Durante cuatro días los restos de Diana permanecieron en la jefatura de policía bonaerense hasta que los enterraron como NN. Recién pudo ubicarlos en 1982, poco después de que los retiraran para echarlos en el osario común. Lo mismo -localizar los restos poco después de que fueran al osario común- le ocurrió a Chicha con el cadáver de su hijo Daniel. Lo mataron el 1º de agosto de 1977.

Ya no podía vivir en su casa destruida así que se internó en casa de los consuegros. Con ellos fue a la comisaría 5ª de La Plata para saber si Clara figuraba en los sumarios. Por supuesto, no había ninguna nena. Previa intermediación del rector de la Universidad de La Plata, contactaron con el generalísimo Camps, jefe de la policía bonaerense. De nuevo: en el operativo no había muerto “ninguna nena”.

-Yo ni sabía quién era Camps. Pero antes de que pasara un mes se acercó alguien a decir que la nena estaba viva y que el comisario de la 5º había actuado en el operativo junto con Camps, Suárez Mason, Etchecolatz, todos.

El responsable de la 5º no sólo la recibió sino que también le franqueó el ingreso a la comisaría.

-Me metí en el antro, en el campo de concentración. Yo no sabía por supuesto. Me hizo pasar, hizo sacar a toda la gente que estaba ahí, gente que yo no sabía por qué estaba, no sabía nada, nada. El comisario me dijo que estaba viva, pero que él nunca iba a aceptar en público esto, y que ya tendría otro nombre y apellido. Me dijo que fuera a la Regional a averiguar. En la Regional nos sacaron corriendo, ni una palabra. A partir de ahí empiezo a buscarla por todos los lugares que uno se puede imaginar.

Un día, en una pausa en la búsqueda, Chicha fue a despejar las ruinas de su casa. Estaba tratando de poner orden, intentando saber qué podía salvar y qué no, cuando de pronto irrumpieron nuevamente varios hombres, la rodearon, la encerraron, le preguntaron dónde guardaba armas. Chicha pensó que ahí mismo la mataban, pero no. Otro día, de nuevo entre los destrozos, sonó el único teléfono que no se habían robado en el primer allanamiento porque estaba tapado por partituras. Chicha atendió y del otro lado habló Daniel. Durante varios meses se vieron cada tanto.

Foto/ Matías Adhemar

-Fue una alegría el saberlo vivo, pero también un gran dolor verlo sufrir por Diana y por la nena. El quedó viviendo en forma clandestina y militando siempre en La Plata. Desde entonces yo no soporto salir los sábados y domingos, porque eran los días en que solíamos encontrarnos. Esa soledad en las calles… Yo iba en el micro, bajaba, tomaba un taxi, volvía a bajar y tomaba otro micro. Daba tantas vueltas antes de poder llegar por miedo a que me siguieran.

El marido de Chicha estaba en Italia cuando se produjo la muerte de Diana. Cuando volvió le rogaron a Daniel “de todas las formas” que se fuera del país. Ya le habían rogado mucho antes y le habían comprado un departamento en Roma, para que se trasladara junto con Diana y Clara. Pero ellos ya se habían negado a huir cuando estaban juntos. Cuando Daniel quedó solo -con Clara desaparecida, Diana muerta y él clandestino- se resistió aún más.

-Seguimos encontrándonos en forma muy secreta, yo muerta de miedo de que me siguiera alguien y que pudiera, sin querer, entregarlo. Él estaba viviendo muy mal, muy abandonado, creo yo, por los cuadros dirigentes. Veía que pasaba hambre, necesidades de todo tipo. Yo le llevaba cosas, dinero, para que comprara cosas y me decía: “Acordate que todo lo que me traés, lo reparto”.

El día 18 de agosto de 1977, al mediodía, una chica joven llamó a Chicha para decirle que habían matado a Daniel el 1º de agosto anterior. Chicha sabía quién llamaba. La conocía como Rita, una compañera de militancia de su hijo, a quien alguna vez le había llevado una radio para que pudiera aguantar la soledad de su casa y refugio ubicado casi en el campo. Tiempo después, Chicha supo que Rita era Laura Carloto, la hija de Estela.

-Ella me avisó que había muerto. Fue horrible, porque aunque una lo esperaba, creo que era el último que quedaba en La Plata, el último grupo que quedaba. Yo sentía que me moría, me salió gritar un padre nuestro. Después supe que Miguel Angel Estrella hizo lo mismo. Cuando lo torturaban, gritaba un padre nuestro. Yo no soy una militante católica, soy católica porque soy hija de polacos. La iglesia me ha corrido mucho con toda esta búsqueda. Pero recé, grité un padre nuestro hasta la mitad, hasta que pude llorar.

Una de las últimas cosas que hizo Daniel antes de morir fue interceptar la televisación de una pelea de Carlos Monzón para emitir una proclama de Montoneros. Es posible que los militares hayan interceptado a su vez el origen de esa interferencia. También se encargó de mudar de casa a Laura Carlotto. De regreso, volvió a su refugio. Aunque tomó la precaución de dejar la camioneta lejos de allí, ya los militares habían secuestrado y atado al matrimonio dueño de casa. Le dispararon apenas entró, lo remataron a patadas, lo cargaron en una camioneta de la policía envuelto en una manta, se lo llevaron. A Chicha no le sirvió de nada ocultar, desde el 24 de noviembre del ‘76 hasta el 18 de agosto del ’77, que Daniel estaba vivo por miedo a que lo buscaran y encontraran. En cuanto a Laura Carlotto, llamó una vez más y luego nunca más.

-Así que me callé que estaba vivo y tuve que callarme que estaba muerto. Fue doble y triple dolor interno. Además mis padres eran bastante mayores y tuve que disimular bastante delante de ellos, tragarme mi dolor.

Una buena mujer

En los días de búsqueda de Clara, Chicha tuvo la modesta suerte de encontrarse con una buena mujer, Lidia Pegenaute, jueza de menores de La Plata, que le informó que había otras abuelas preguntando por sus nietos y que esas abuelas habían iniciado una causa judicial para encontrarlos. Solía ver a la jueza los días miércoles y ella le decía “Vino la señora de Barrios, vino la señora de De la Cuadra”. Después de enterarse de la muerte de Daniel, Chicha pasó unos cuantos días en los que intentó dejarse morir. Hizo un esfuerzo más y volvió al juzgado “hecha un mar de lágrimas”. Pero preguntó por esas abuelas de las que hablaba la jueza, a quien recuerda como una “maravilla de ser humano”. Siempre es notable apreciar lo que podía significar encontrarse con una sola buena persona en aquellas épocas.

-La doctora pegó un salto, corrió a un cajón del escritorio y me dio la dirección de Alicia de la Cuadra. Me fui a su casa. Ella me atendió con un batón rosa y un pañuelo en la cabeza. Me contó de todos sus desaparecidos, sus hijos, su nieta, todos, y me contó lo que estaba pasando porque se reunía con las Madres. Me contó de Plaza de Mayo y me avisó que pronto vendría Cyrus Vance, enviado por Jimmy Carter. A mí ese Vance me sonaba a chino y Carter también. Habían pensado en entregarle un petitorio con cada uno de los testimonios. Me explicó cómo tenía que hacer el testimonio para entregárselo a este hombre el día que fuera a la plaza San Martín a poner la ofrenda floral clásica. Ese día fuimos.

Para el día en que se apareció por plaza San Martín, Chicha sólo conocía a Alicia de la Cuadra, Licha, y a nadie más. Aquello fue un 21 de noviembre de 1977, día oficial del nacimiento de Abuelas, cuando por primera vez se encontraron las doce fundadoras. Como si se tratara del pino de San Lorenzo, ese primer encuentro transcurrió bajo la histórica penumbra de un árbol, cuando resolvieron reunirse todas para comenzar a pelearla juntas. Dice Chicha que todavía hoy recuerda “la cara de Pety, cómo me extrañó su serenidad, tan sonriente. También recuerdo la sonrisa de Eva al recibirme”.

Pero eso fue después de la entrega de los testimonios. Porque tras la ceremonia de homenaje a San Martín, durante varios segundos, Chicha permaneció clavada en el piso con su testimonio en la mano, mirando impresionada la plaza llena de soldados con perros, medio mundo armado.

-Ahí pude ver al grupo de Madres con sus pañuelos blancos y gritando. Las tengo grabadas en la mente. Ojalá se pudiera fotografiar esa mente con la imagen de ellas gritando.

Cuando Cyrus Vance terminó de depositar la ofrenda floral comenzó el revuelo: mujeres corriendo y ella con los papeles en la mano, sin saber qué hacer. En medio del griterío, se le apareció una mujer bajita, también corriendo, que le dijo:

-¿Entregaste tu papel?

-No.

La mujer bajita se lo arrebató y picó a 120 para alcanzar las espaldas del enviado de James Carter, presidente de los Estados Unidos. Corrió, le dio alcance.

-Se lo puso en la cara. Ella era Azucena Villaflor. Esa imagen no se me olvida más.

Azucena Villaflor de Vincenti, primera fundadora de Madres de Plaza de Mayo, desapareció pocos días después en el vasto operativo militar cuya inteligencia estuvo a cargo del capitán de navío Alfredo Astiz, integrante del Grupo de Tareas 3 e infiltrado entre las Madres como Gustavo Niño, presunto primo de un desaparecido. El operativo comenzó tras una reunión de las Madres en la iglesia de la Santa Cruz -terminaban de reunir fondos para publicar una solicitada en el Herald y La Prensa, los dos únicos diarios que se atrevían a hacerlo-, continuó dos días más y terminó con la desaparición de once personas, incluidas las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. Por esos días la Junta Militar fraguó un presunto comunicado haciendo responsable a Montoneros por los secuestros de las monjas.

Recordando aquel primer encuentro “oficial” de las Abuelas, el contacto con Madres y los viajes La Plata-Buenos Aires que solía hacer con Hebe de Bonafini, de pronto Chicha se esmera en precisar cómo fue que durante largos años las Abuelas no supieron explicar su propia fecha de fundación para la historia que se escribiría después, es decir mucho después de que alguien imaginara que ellas formarían parte de una historia susceptible de ser memorada.

-Se dicen muchas fechas sobre el nacimiento de la institución. La culpa la tenemos todas, yo soy la más responsable. Cuando pasan estas cosas nadie piensa en el futuro, nadie se preocupó en pensar fechas, en guardar esto o aquello. Había prioridades. Cuando quisimos precisar en qué fecha exacta ocurrió el encuentro en la plaza San Martín no pudimos recordarla. Cada tanto con Licha nos poníamos a pensar: “Debe de haber sido en octubre”, “Tiene que haber sido antes de mi cumpleaños”. No teníamos tiempo de ir a los diarios, nadie nos llevó el apunte. Entonces decíamos que fue más o menos en octubre y siempre seguimos con la misma cantinela, decíamos que teníamos que averiguar pero nunca averiguábamos.

Ella misma reconoce que finalmente la precisión apareció “de una manera de lo más insólita”. Fue cuando uno de los integrantes de Abuelas, Alejandro Incháurregui, investigando un caso de desaparición, avisó que junto con los restos de un cadáver habían encontrado recortes de diarios. Los antropólogos forenses conservaron los recortes, los limpiaron y descubrieron que uno de ellos pertenecía al día anterior a la visita de Cyrus Vance, 21 de noviembre de 1977.

-El recorte era del 20 y decía “llega mañana”, así que fue el 21. Mirá cómo nos enteramos.

La historia que hasta hoy queda pendiente es la del policía que se llevó a su nieta de la casa bombardeada. Chicha conserva la primera certeza que le aportó aquel comisario de la 5ª de La Plata: que a Clara se la llevaron viva en un móvil policial. Confirmó esa certeza a través de la madre de uno de los chicos desaparecidos durante la Noche de los Lápices, que a su vez recibió la misma versión de parte de un policía. Y obtuvo una tercera confirmación cuando un matrimonio amigo escuchó lo mismo de boca de un tercer policía que primero se rió de Chicha por “vieja loca” y se vanaglorió después de saber cuál había sido el destino de Clara. Aquellas certezas derivaron en negociaciones, vueltas y coimas pero la búsqueda de aquel policía llamado Daniel no condujo a algún final feliz. O en todo caso condujo a puros aprietes: de Camps a sus subordinados y de los subordinados a los amigos de Chicha, cuya mediación finalizó abruptamente cuando les llegó el mensaje tradicional: si siguen así van a terminar en un zanjón. Llorando por no atreverse a ayudarla, la amiga de Chicha le imploró perdón. Moriría tiempo después, cuando el automóvil en que viajaba dio una vuelta de campana y cayó… en un zanjón.

La primera carta

Pocos días después de aquellas corridas en la plaza San Martín a Chicha se le encomendó la tarea de escribir su primera carta a nombre de las Abuelas de Plaza de Mayo. Era un mensaje desesperado para el Papa, que ella tecleó con un solo dedo en una viejísima Royal color verde, la única que había sobrevivido al allanamiento de su casa. Aquella Royal de tipos gastados fue crucial para escribir las primeras cartas y documentos de Abuelas. Respecto de la carta al Papa, ya con la experiencia histórica a cuestas, Chicha se arrepiente de su tono “lloroso”. Por entonces no sabía que de esa y otras cartas jamás obtendrían respuestas. Por aquellos días Chicha solía viajar a Capital con las otras Abuelas de La Plata, entre ellas Licha de la Cuadra y Haydée Lemos. Salían en ómnibus antes del amanecer para aprovechar el día y siempre en grupo compacto de tres, cosa de defenderse amuchadas en sus rondas con los jueces. Al mediodía las taladraba el hambre y se metían en algún bar para comer un sandwich. Haydée Lemos se enojaba:
-¿Cómo se les ocurre gastar en comida si no tenemos plata ni para pagar las estampillas?

Entonces comían una manzana. Pero aun así Chicha se angustiaba con las reprimendas de Haydée. Por lo menos sí se reunían en confiterías cuando hacían la pantomima del cumpleaños de alguna o el intercambio de modelitos.

-Todo un teatro que teníamos que hacer porque teníamos un miedo justificado. No sé si fuimos valientes, creo que fuimos audaces, o inconscientes. A varias nos siguieron pero continuamos adelante.

Llegó el día del primer viaje al exterior, cuando las Abuelas fueron, sin un mango, a la sede de Clamor en San Pablo. Aquel debut merece ser narrado de manera literal y en detalle, con el tiempo que se toma Chicha y el lenguaje presuntamente naif que pone al recordarlo.

“Fuimos, bajamos en el aeropuerto, no teníamos ni idea de a dónde íbamos a ir. Tomamos un taxi, viste cómo son los taxis en San Pablo: chiquititos, corren como locos, en otro idioma que no conocíamos. Y nos tocó un extraño personaje que manejaba ese auto como si fuera un avión y nosotros no sabíamos decirle a dónde íbamos. ‘Un hotel’ dijimos. Entonces, el hombre, que no nos entendía nada, lloviendo a mares, nos llevó. Nos llevó un trecho largo hasta San Pablo y nosotras insistiendo en que nos llevara a un hotel. El caso es que de repente frena, lloviendo. Licha quedó del lado de la vereda y dijo que bajaba. Era un extraño hotel. Fue a ver si había lugar. Entró, se demoró un rato, le dijeron que no había lugar, después le dijeron que sí había, y salió diciéndome que podíamos bajar. Al hombre del taxi no se le entendía nada, así que bajamos las valijas y entramos.

Encontramos a dos personas en un mostrador que nos miraron muy raro. Como andábamos con toda la persecuta en aquella época -era el ‘79, imaginate- dijimos: a ver si nos metemos en un lugar donde están los servicios. Entramos. Sin palabras nos dieron una llave, nos dijeron dónde estaba la habitación, subimos la escalera y nos encontramos con un hombre con cara de argentino, creo que era argentino. Más susto para nosotras, que pensábamos que había servicios. Subimos, abrimos la puerta, entramos y yo gran susto: una habitación cubierta de terciopelo rojo, todas las paredes forradas en rojo vivo, espejos y una cama redonda con una sábana y nada más. Entonces le dije:

-Licha, ¿esto qué es?

Ella me dijo que ya no podíamos ir a otro lugar, que me conformara. Ya eran como las 10 de la noche. Yo le decía que era muy raro. Toqué un botón en la cabecera de esa cama redonda y salieron unos reflectores rojos y los espejos por allá. Y toqué otro botón y salió una música salsa. Ella me decía que bajara la música. Fui al baño y para qué te cuento: todos espejos y cosas raras y al lado había una camita chica sin ninguna sábana. Entonces le dije:

-Licha, ¿cómo nos vamos a acostar? Esto está todo usado. Yo no me acuesto en esa cama redonda. La otra no tiene sábanas.

Bajamos a pedir sábanas y nos miraron de una manera que nos impresionó mucho. No nos contestaban, nos miraban y no nos hacían caso. Al final no me acuerdo si nos dieron alguna sábana o subimos como bajamos. Nos quedamos ahí. Yo dormí en la cama chica, entre las cosas coloradas y los espejos.

Al otro día, temprano, nos fuimos a Justicia y No Violencia. Adolfo Pérez Esquivel nos había recomendado que habláramos con Fray Alamiro. Después de presentarnos y de presentar las carpetas y todo lo demás, nos pregunta:

-¿A dónde están parando?

Le pasamos la tarjetita. Se puso pálido, rojo, pálido, y dice:

-Bueno. Las vamos a sacar de allí.

Nosotras nos paramos para ir a buscar las valijas.

-No, no, no. Van a ir dos chicas a buscar las cosas. Ustedes quédense acá.

No nos dejaron mover, sentaditas en una silla. Después nos dimos cuenta de dónde nos habíamos metido y cómo habíamos quedado. Todavía me pongo colorada. Nosotras no conocíamos eso, creíamos que era una ambientación extraña”.

Bronce o terciopelo rojo

No hay bronce para revestir la historia de las Abuelas. Excepcionalmente puede recurrirse al terciopelo rojo. Respecto del nombre mismo de la institución, pasa algo similar, de pequeña escala, por lo menos según lo cuenta Chicha.

-Nos dimos cuenta de que por cada carta o documento que hacíamos teníamos que firmar todas, primero 12, después 13, 14, 15. Entonces ya no nos alcanzaba la hoja. Era incómodo meter tantas firmas en todas las hojas. Pero claro, no nos podíamos imaginar que íbamos a seguir durante tantos años. No sé si fue en Brasil que nos recomendaron tener un nombre como grupo. Después de mucho pensarlo pusimos “Abuelas Argentinas con nietitos desaparecidos”. A todo esto hubo alguna controversia con Madres porque ellas opinaban que nosotras formábamos parte de ellas. Hebe y las Madres insistían en que teníamos que formar el mismo grupo y nosotras pensábamos que no, porque la búsqueda tenía que ser distinta.

En el marco de esa discusión y de la falta de espacio en las hojas para meter las firmas, recuerda Chicha, fue que ella se hizo presidenta de la institución cuyo nombre definitivo, Abuelas de Plaza de Mayo, fue casi un gesto hacia las Madres. Así que se supone que debe remarcarse que no hay grandes bronces en las rutinas que fueron consumiendo o construyendo historia a escala modesta. Por lo menos una escala no apta para los grandes titulares, menos aún para la prensa amordazada y autoamordazada de los tiempos de  la dictadura. Tiempos que fueron transcurriendo -y siguen así- con semanas completas en que las Abuelas dormían en su sede, en algún sofacito que habían comprado; con investigaciones que por entonces solía encabezar Mirta Baravalle; largas caminatas por los cementerios mirando con lupa bóvedas, lápidas, panteones, en busca de apellidos claves; la lectura permanente de los avisos fúnebres; el repaso hastiante de pilas de fotocopias; la vigilancia de casas en geografías distantes, perdidas, con el disfraz de amas de casa con la bolsa de las compras o fingiendo la representación presunta de una fábrica de camisetas.

-Eran por ejemplo las diez de la noche y yo veía que Mirtha se ponía su saco y decía “En seguida vuelvo”. Era que Mirtha se iba a hacer alguna investigación. Yo me quedaba con un miedo de que le pasara algo…

En las investigaciones, dice Chicha, cada uno hizo lo que pudo y como pudo. Ella recuerda cómo alguna vez tuvo que meterse en el hospital Durand disfrazada de enfermera. No la reconoció nadie, ni siquiera los médicos que trabajaban para Abuelas.

-Peluca, anteojos, pintada, con aros que yo no usaba, guardapolvos, zapatillas. Entró uno de los médicos, Jorge Berra, dijo “Buenos días” y me miró sin reconocerme. Pero cuando llevaron a la nena que buscábamos, a quien yo había visto muchas veces porque la vigilaba diariamente, se acercó, me miró y me dijo “¡Hola!”. Ella me conoció, con lo cual pensé “Esta es la mía”. Pensé que era mi nieta y no, no era.

Hubo otra vez en que pintó otra nena que podía ser la nieta de Chicha. Eso fue en Campana.

-Con el chofer del auto descomponíamos el auto frente a la casa que vigilábamos. Eso lo hicimos muchas veces: hacíamos que se descomponía y mientras se levantaba el capot sacábamos fotos. Hemos hecho eso muchas veces. Hubo otra cosa que aprendimos de un periodista suizo que vino a hacernos un reportaje y después de hacerlo nos preguntó si nos podía ayudar en algo. A mí no se me ocurría nada, pero le dije: “Necesitamos fotos de los mellizos Rosetti”, entonces para nosotros eran Rosetti. “No pudimos sacar ninguna hasta ahora, ¿te parece que es posible?”. “Todo es posible”, me dijo.

El suizo se apareció al poco tiempo con las fotos de los mellizos Reggiardo-Tolosa. Había ido con una camioneta cuyas ventanillas estaban forradas por dentro con papel adhesivo. Alguien se instaló con la máquina y cuando salieron los chicos camino a la escuela, apretó el disparador.

Contra estas simpáticas anécdotas que una comedia de Disney titularía La abuelitas detectives, hay el trabajo puesto en centenares de pistas falsas, vanas o borradas, tiempo perdido, frustraciones, ocultamientos, canalladas, horror, dolor. Chicha misma creyó más de una vez que encontraba su nieta -y para eso viajó al exterior, pidió estudios inmunogenéticos, inició cinco causas- y no pudo recuperarla.

-Cada vez que restituíamos un chico, mientras yo estuve, lloraba como loca. Hubo Abuelas que me decían “Pero no”. Me consolaban: “No llores, ya va a llegar la tuya”. Y yo no lloraba por la mía, no pensaba que no era la mía. Lloraba porque al fin habíamos encontrado otro nieto o nieta y además sentía que eso era algo por los hijos, por sus papás.

Contando anécdotas y recordando la búsqueda de los mellizos, recuerda de pronto a tres Abuelas en un sólo pantallazo: las Ross, Rosetti y Totó Urram, que también se aparecía por la sede para aporrear la famosa máquina de escribir Royal. Cuando Chicha se iba de viaje, aparecían tres o cuatro abuelas. “Una me cosía el ruedo del vestido, otra pegaba los botones, otra juntaba los papeles, otra hacía los sobres, otra preparaba la valija. Fue una época muy hermosa dentro de todo el dolor y las cosas que nos pasaron”. Cuenta Chicha que Totó era “una de esas” que siempre lloraba a su hijo, su nieto, su nuera. Pero siempre estaba presente para dar una mano.

-Un día se murió. Tomó pastillas, tomó una botella de alcohol y murió. Una extraordinaria mujer.

Así que golpes y no bronces.

¿Imaginás que vas a encontrar a Clara?

-Ahora pienso que quién sabe, por primera vez. Estos últimos meses estoy pensando que quién sabe. La prueba está en que estoy, como yo digo, largando cosas. Esta casa tiene muchas cosas: papeles, libros, cerámicas, cuadros, de todo. Estoy regalando, aliviando la casa.

¿Por qué?

-Porque pienso que el horizonte está mucho más cerca que antes y qué hago yo con todo esto. No tengo parientes a quienes repartir las cosas. Se las voy dando a los amigos queridos, a gente que ha trabajado conmigo acá. Empiezo a entregar lastre, a aliviarme de cargas físicas y pienso que es porque no la encuentro, porque hasta ahora guardé tantas cosas para ella. Otro asunto extraño que me pasa: el tema de la identidad se me invirtió. Dentro de la búsqueda de la identidad empecé a buscar la mía. Mi padre de Polonia, ¿de dónde vino, cómo era? Yo sólo tenía los relatos de él y me empezó a agarrar la inquietud. El año pasado cumplimos los 50 años de matrimonio y mi marido me regaló el viaje a Polonia. Es una película lo que viví allí. Me encontré con una sobrina nieta que me escribe, me manda cosas y vi la casa donde había vivido mi padre. Primero encontré el cementerio donde estaban los familiares, un revuelo en el pueblo, al lado de Cracovia, ahí nomás, a quince minutos. Es un lugar de colinas y bosques y pájaros y flores y parientes. Así que encontré mis raíces también, yo no me quería ir. En el cementerio está toda la familia enterrada y yo tenía un collarcito de perlas. En ese instante sentí que me quería quedar ahí. Qué te cuento: se me cayó el collar. Quedó ahí, en el cementerio.

Hablando de cómo poco a poco la búsqueda de la identidad puede ir trocándose de un asunto personal, desgarrador y punzante, a otro quizá más vago y pretérito, pero también más colectivo, Chicha se pone a rememorar algo que le sucedió en 1979. En algún diario había salido la noticia de que habían aparecido cuatro chiquitas en Mar del Plata y hacia allí salió de urgencia y llorando. Avisó a los otras Abuelas que salía rumbo a Mar del Plata y se encontró con que una de ellas, Ketty, se ofreció a acompañarla. Eso la sorprendió, pero más aún se sorprendió en el camino.

-Yo hablaba de mi hijo, de lo maravillosos que eran él y mi nuera. De repente me dio vergüenza haber hablado tanto y no haberle preguntado a ella. Entonces le pregunté por sus hijos. Sus hijos eran como los míos. Fue la primera vez que tuve la noción de que todos estos chicos que murieron de esta manera, luchando por su ideal, eran todos la misma clase de ser humano. Después de eso empecé a escuchar a los demás, porque hasta entonces yo hablaba de lo mío y me parecía que no había nada comparable a lo que yo había pasado y sufrido y lo que me habían quitado. Y eran todos iguales, aprendí mucho.

¿Llegaron a pensar que la lucha iba a ser tan larga?

-No. Quizás, si lo hubiéramos imaginado, no la hubiéramos seguido. No sé.

Historia de a pasos, escalas pequeñas. Hay una frasecita perdida de Chicha entre páginas y páginas de desgrabación, cuando se ríe de los proyectos de vida que tuvo alguna vez. Dice que uno de ellos, cuando era joven, era esperar a su hijo llegado de la escuela con scones recién horneados. Demás está decir: a Daniel nunca le gustaron los scones.

El Papa olímpico

Amenaza con regalar objetos y recuerdos. Pero se guarda mucho de quitarse de encima la legión de muñequitos acumulados en sus viajes y búsquedas por todas partes.

-A cada uno lo traje de distintos lugares, de cada país que visité buscando a la niña y a los niños. Si el viaje era largo tenía que traer muñecos chicos, si era corto, muñecos más grandes porque me cabían bien en la valija. Todo por si la encontraba cuando era chica. Jamás me iba a imaginar que iba a llegar a los 20 sin encontrarla. Lo que más me impresiona de esa cantidad de muñecos son los guardias suizos que me traje de a tandas desde el Vaticano, uno por cada visita que quisimos hacerle al Papa o por cada carpeta que presentamos. Por suerte muchos chicos, algunos de ellos fueron los recuperados, han jugado con estos muñecos. Tuve 16 guardias suizos del Vaticano sin recibir nunca ni una ayuda ni una respuesta. Llegó un punto en el que dejé de comprarlos, ya no era el momento de comprarle muñecos a Clara Anahí.

Una sola vez se acercaron a Karol Wojtyla. Los hombres que acompañaban al pontífice vieron el cartel que decía “Abuelas de Plaza de Mayo”, le susurraron algo al oído y el Papa siguió olímpicamente su camino. Algo que le dolió de veras a Chicha, entre otras cosas, porque la polaquísima cara de Wojtyla era igualita a la de su padre.

La conversación va finalizando en un repaso de las vivencias registradas por cada restitución: la de Carla, la de Paula, la de María José, cuando el juez Ramos Padilla pasó la noche llorando contra la almohada, la de Andrés Lablunda. Cuenta de más viajes, incluyendo cierta reconciliación con la Cuba de Fidel Castro, el hombre del que tanto abominaba en las viejas discusiones con su marido. Cuando en el transcurso de la filmación llega el momento de visitar la vieja casa bombardeada de la calle 30, dice que cada vez que entra allí siente que es la primera vez que lo hace, que se obnubila.

-El otro día encontré esa flor tirada acá. Estaba junto a una oración escrita por un vecino, algo que me impactó mucho. Una oración por todos los que murieron acá. Me pareció un gesto muy hermoso. Estaba en el piso, la pusimos en lo que queda de la camioneta con que trabajaba mi hijo.

Hay quienes la llaman la Casa de la Resistencia. Chicha quiere hacer algo así como un museo viviente con la casa, un museo auspiciado por la fundación Anahí, segundo nombre de su nieta desaparecida. Chicha muestra fotos: una de Daniel cambiándole los pañales a Clara, otra tomada inmediatamente después de los bombazos, que muestra lo que quedó del dormitorio de Daniel y Diana, otra de Diana sola. Pasa por la cocina, sale al patio, corre un toldo. Enseña un par de macetas puestas por Diana.

-Yo digo, qué lastima. Mucha gente me ha pedido a mí que escriba todo lo que me ha pasado porque un día no voy a estar más y no lo he hecho. Yo todavía me acuerdo de mi parte, pero no sé si me acuerdo de la historia de todos. Cada una ha vivido una parte y cada uno se acuerda muy bien de lo suyo. Hay que juntar todas las partes para poder hacer una cosa veraz.

*Este texto fue escrito entre 1999 y 2000 para un libro que sería complementario de la película Botín de guerra, de David Blaustein. La entrevista fue realizada por Paula Romero Levitt. La escritura original fue respetada sin añadir nuevos datos ni valoraciones, de modo de reflejar el clima que se vivía por entonces.