El lunes pasado, frente a la Cárcel de Olmos, miles de jóvenes se presentaron para conseguir trabajo de guardiacárcel en el Servicio Penitenciario Bonaerense. Hasta allí los llevó la falta de otra oportunidad laboral y también el desconocimiento de un trabajo que muchas veces tiene las mismas consecuencias psicológicas que las de estar preso.
Más de dos mil jóvenes hicieron cola para conseguir un trabajo. Las vacantes eran apenas 40. Podría ser una postal más de la Argentina de hoy, donde la desocupación y el hambre golpean fuerte y los jóvenes tienen cada vez más dificultades para entrar en el mundo del trabajo. Pero es una postal muy particular, porque esos más de dos mil hombres y mujeres de entre 19 y 34 estaban haciendo cola frente a dos portones del Complejo Carcelario de Olmos, dependiente del Servicio Penitenciario Bonaerense.
Ninguno de esos jóvenes podía mostrar en su currículum alguna capacitación que le sirviera para el cargo al que se postulaban, pero la convocatoria tampoco la exigía. Trabajar en las cárceles – trabajar de guardiacárcel – no es un oficio cualquiera: requiere de capacitación, conocimientos y también de cierta fortaleza psicológica. Porque la cárcel, de uno y otro lado de las rejas, es la misma y a veces los límites se pierden.
Cuando el autor de esta nota investigaba en prisiones federales y provinciales para su libro Cárceles. Otro subsuelo de la Patria – escrito en colaboración con Eduardo Anguita – tuvo la oportunidad de mantener largas charlas con oficiales y personal raso de los servicios penitenciaros federal y bonaerense. Lo que sigue es una síntesis de aquellos diálogos.
“Sé lo que es estar preso”
“No se crea, yo también sé lo que es estar preso”, dice el muchacho mientras recorre con la mirada el alambrado perimetral de la Unidad de Jóvenes Adultos de Marcos Paz. Es corpulento, pero su cara aniñada lo hace parecer más joven aún que sus 23 años. Sin embargo, Carlos M. no está detenido; viste el uniforme de oficial del Servicio Penitenciario Federal. “Son cuatro años de formación, es como un internado. Uno sale nomás los domingos y si tiene un problema, lo dejan adentro. Cuando salí de la escuela y empecé a trabajar en una Unidad ya sabía lo que es estar preso. Es parte de la formación, lo tienen pensado”, explica y dice que el año pasado empezó a estudiar Derecho, que cuando se reciba de abogado se va a ir.
“Hace tres años que estoy acá. Mi marido también es penitenciario. A él le gusta, pero yo quiero estudiar. Quiero poder irme de acá, hay mucho dolor, a veces me parece que yo también estoy presa”, había dicho un rato antes Cristina C., una agente penitenciaria rasa de 24 años que trabaja con presas y transexuales que pocas veces la superan en edad.
Para muchos agentes y oficiales penitenciarios, tanto federales como bonaerenses, que conversaron con el cronista, las rejas a veces les hacen de espejo, cuando miran a través de ellas no ven a los otros, los presos que están del otro lado, sino que se ven a sí mismos y la imagen se les hace intolerable. Todos pidieron que se mantuvieran en reserva sus nombres; trabajan en una institución vertical, con una disciplina muy rígida y temen a las sanciones. “Acá adentro hay mucha violencia y cuando te vas a tu casa no te la sacás con la ducha, ni cuando te ponés la ropa de civil. Te la llevás a tu casa”, dice Horacio G., oficial de otra unidad del Complejo Carcelario de Marcos Paz.
Tan discriminados como los detenidos
La periodista Azucena Racosta – secretaria académica de la Maestría en Criminología Mediática y fundadora del colectivo La Cantora, una organización que lleva años trabajando con una radio y diferentes talleres con detenidos en las cárceles del país – no puede olvidar la conversación que mantuvo con la jefa del Servicio de Salud Mental de Magdalena, una ciudad marcada económica y socialmente por el Complejo Carcelario del Servicio Penitenciario Bonaerense instalado en las afueras:
-Nosotros a los penitenciarios no los atendemos, porque hemos tomado esa decisión, le dijo la médica cuando Racosta fue a pedirle datos para un trabajo de campo.
-¿Cómo? Ustedes son un hospital público, cómo no los van a atender…
-No, nosotros como terapeutas tuvimos que tomar una decisión. O los atendíamos a ellos y a ellas o atendíamos a sus familiares.
-¿Por qué?
-Porque en general el trabajo en la cárcel ha traído muchos problemas de violencia y de adicciones en el seno de las familias de los penitenciarios. Entonces nosotros en el hospital decidimos atender a las víctimas de la familia.
La instalación del Complejo Carcelario cambió la vida de Magdalena, que era una ciudad netamente rural, con gente que trabajaba relacionada con el campo, más allá de la existencia del viejo penal militar. “Se la cambió para bien pero también para mal – dice Racosta -. Por una parte, ofreció una alternativa laboral a muchos jóvenes que estaban condenados al trabajo rural precarizado o a la desocupación. Les dio un trabajo estable, con un salario fijo, lo cual también mejoró el consumo y la economía del pueblo. Pero por el otro, todo el mundo te dice que la ciudad está más violenta, que hay más droga, que antes casi no había adictos y ahora sí y que muchos son penitenciarios. Y explotó el problema de la violencia interna en las familias de muchos penitenciarios”.
Clasificación con criterio propio
Los servicios penitenciarios, tanto federales como provinciales, tienen sus propios criterios de clasificación a la hora de distribuir a los presos –procesados o condenados – en distintos penales. Lo que entra en juego, fundamentalmente, es la peligrosidad. Y de acuerdo con ese criterio, se los destina a cárceles de máxima, mediana o mínima seguridad. Sin embargo, muros adentro de los penales priman otros criterios, definidos por los propios carceleros de cada lugar.
Para la distribución de los presos en los pabellones, los penitenciarios admiten que utilizan el ojo de la experiencia. Por caso, “alguien de una condición social más alta que la del resto, será extorsionado”. Otra cosa típica que pasa, cuenta un oficial a quien se llamará aquí Juan L., sucede “cuando llega un primario, alguien que no conocía las tumbas. Ese preso, que llega por drogas o un homicidio familiar o en riña, es recibido por una ranchada, le convidan mate y le ofrecen una tarjeta telefónica que el tipo no puede pagar porque todavía no tiene dinero depositado en una cuenta interna de la cárcel. No te preocupes, le dicen, llamamos a tu familia, danos el teléfono. Entonces llaman a la casa y dicen: estoy con tu hijo, si no traés una bolsa de tarjetas de teléfono, lo mato. No es que lo vayan a matar, pero la familia no lo sabe. Y el tipo ni siquiera se dio cuenta de que lo extorsionaron”.
Varios de los penitenciarios coincidieron en que mezclar presos puede terminar en un cóctel explosivo: “Los narcotraficantes no van con ladrones”, aseguran. “No se llevan bien, no se los puede juntar. Los ladrones suelen llevarse bien entre ellos. En el mundo carcelario se reproducen escalafones jerárquicos: hay delitos importantes y otros de ratas inmundas”. A los violadores, por ejemplo, “los suelen tratar con la misma medicina que ellos impartieron a sus víctimas”.
También, dentro de los delitos bien vistos en el hampa, hay niveles. “Entre los ladrones, la diferencia está entre los que roban bancos y los que no. El que roba bancos tiene en su cabeza a Robin Hood, detesta al que roba un celular a una chica en el tren Sarmiento. Oscar la Garza Sosa o Luis el Gordo Valor no les robaban a los pobres. Por eso también es un problema mezclarlos”, dice Luis A., un viejo penitenciario a punto de retirarse.
Con los narcos, las diferencias son más difusas: “Los verdaderos narcos no llegan a la cárcel, salvo excepciones como Henry de Jesús López Londoño, Mi Sangre”, a quien la inteligencia penitenciaria le adjudica una fortuna de cientos de millones de dólares. “Los narcos presos se definen por los recursos que tengan, la capacidad de comprar gente”. Un caso: “Un alto oficial tenía que pagar la hipoteca y un día se enteró que alguien estaba por cancelarla. Es el problema capitalista adentro de la cárcel. Un narco llega a un pabellón de 50 presos y 20 guardias y el penal tiene 70 problemas. Ese narco jamás va a entrar drogas al penal: va a seguir vendiendo y manejando redes desde adentro. No es un personaje interesante dentro de la cárcel. Más bien es un personaje bastante oscuro”.
Una de las claves de los penitenciarios es la experiencia. El buen guardia cárcel tiene informantes reservados y olfato como para prever fugas o rechifles, tal como se llama a la quema de colchones o tomas de cárceles con rehenes. “Eso sí, cuando hay superpoblación no hay buchón que sirva ni prebendas con las que conquistar a los líderes. En las prisiones federales no hay superpoblación. En cambio, en las bonaerenses y las de otras provincias, las condiciones habitacionales y el hacinamiento son bestiales. Así, en las cárceles federales de Chaco o La Pampa las autoridades penitenciarias no deben mezclar a internos provinciales con los que vienen de la Capital. Perdura un odio al porteño, y en esta categoría no entran solo los que nacieron dentro de la General Paz. Los provincianos los odian y los presos de provincias con tradición rural son diestros con la faca. Es probable que terminen matándolos”, cuenta un ex oficial penitenciario que hoy es abogado penalista.
Por otra parte, “están los presos de Córdoba o Mendoza que llegan trasladados desde el sistema provincial. A esos no se los puede mezclar con el resto, porque el sistema provincial los traslada cuando ya no los puede controlar. Son tipos habilidosos con el cuchillo. Han llegado a tener tanta prevalencia en las cárceles, tanto cartel, tanta autoridad, que dirigen más que el propio director de la cárcel. Si un tipo así lo dejan crecer, traficar, pasa lo que pasó en el motín de Sierra Chica”, cuando un grupo de 12 presos tomó 17 rehenes. Fue en 1996 y la refriega duró ocho días, al cabo de los cuales los llamados “doce apóstoles” habían matado de modo sádico a ocho rehenes.
Las mujeres, los jóvenes
Eso se cumple no solo en cárceles de varones sino también en las de mujeres. “Cuando te mandan alguien de una cárcel del Bonaerense tenés que tener cuidado”, explica Roxana M., oficial del Complejo de Ezeiza. “Te las mandan porque ya no las pueden manejar, porque les han perdido el respeto. A esas hay que controlarlas siempre, porque a la primera de cambio cortan a otra presa o te levantan un pabellón”.
También, asegura, “hay que aplicar ciertos métodos no escritos para evitar problemas entre las presas. Hay cosas que no te enseñan en la escuela, las tenés que aprender vos sola para poder manejar los pabellones. Cuando ves que se te enquilomban, que la lesbiana que maneja el pabellón se aburrió, la cambiás de lugar para que se busque nuevas montas, le cambiás la monta y listo, se quedan tranquilas. Claro que eso no lo podés escribir en el manual”.
No es lo mismo trabajar con jóvenes que con adultos. “La relación de los penitenciarios con los jóvenes adultos es distinta. El adulto sabe callarse. En cambio, los pibes tienen necesidad de mostrarse, de ganar un espacio. En determinados sectores sociales o grupos de pertenencia, ir a la cárcel es parte de su historia. Su identidad, aunque parezca duro, es ser delincuente. No es que se proyectaron para otra cosa y terminaron siendo delincuentes. Sus padres, muchas veces, son delincuentes. No tiene un carácter negativo ir a la cárcel, es parte de vivir en la delincuencia. Entonces para ellos es una escuela, un lugar donde van a aprender. Saben que se van a tener que pelear con los ratis. Porque ellos están de un lado y los otros del otro”, explica el mismo ex oficial que hoy es abogado.
En cambio, “los jóvenes adultos se clasifican por tribus, por la procedencia”. Un oficial de una cárcel federal cercana a Buenos Aires, menciona un caso concreto de incompatibilidad: “La banda de La Boca y la de Villegas. Hay muchos internos de Villegas en el SPF, y vos dirás por qué. Porque cometen delitos en la línea del San Martin. Como no tienen nada en su zona se toman el tren y van a la Ciudad de Buenos Aires. Si ponen a un chico de La Boca en un lugar donde hay muchos de Villegas, es posible que lo maten. No importa la trayectoria, si no de dónde vienen”.
Agrega que “cuando pasan los años y esos jóvenes se transforman en presos adultos, ya no importa la procedencia sino el cartel que tenga. Cartel es una palabra clave: lo que podría ser el currículum en un académico o los antecedentes profesionales en un trabajador. Llega un momento en que no importa qué hiciste afuera sino como caminás en el pabellón. Si alguien desafía a pelear y el otro no acepta, el desafiante se convierte en un tipo con cartel. Si sabe dialogar y neutralizar a los penitenciarios, es un tipo con cartel. Otro signo de distinción, además de la fuerza y la valentía, es conocer el mundo tribunalicio. Los presos capaces de escribir bien un habeas corpus o recomendar un boga, son los juristas tumberos”.
Diferencias penitenciarias
En el Servicio Penitenciario Federal, con los jóvenes adultos se trabaja desde hace años con la llamada Metodología Pedagógica Socializadora, que implica un trato menos distante con los detenidos. “Eso genera divisiones entre los propios penitenciarios. Los que trabajamos en la metodología, con jóvenes adultos, somos mal vistos porque los tratamos bien. Hay otros penitenciarios que ni nos hablan. Cómo vas a tratar bien a esos hijos de puta, te dicen”, cuenta Carlos M., el joven oficial destinado en Marcos Paz que estudia Derecho.
“Mi marido trabaja en una Unidad de máxima (seguridad) y cuando hablamos del trabajo no me puede creer que tratemos bien a las pibas y menos a las travestis. Así no los controlan, me dice, un día van a tener problemas”, dice Cristina C., la joven penitenciaria de Ezeiza que quiere estudiar para dejar ese trabajo.
Otra diferencia que marca a los penitenciarios se relaciona con lo que se podría llamar “espíritu de cuerpo”. Para afuera y frente a los presos suelen mostrarse como un bloque granítico, más allá de algunas excepciones, pero entre ellos, además de las inevitables diferencias jerárquicas entre oficiales y tropa, se dividen entre los que se sienten vocacionalmente penitenciarios y aquellos para los cuales ser guardiacárcel es un trabajo que, en ocasiones, no les gusta y del que quisieran irse. “Mi papá era suboficial. Cuando yo era chica me encantaba verlo con el uniforme. Yo le decía que cuando fuera grande quería ser como él. Como yo no, me decía mi papá. Vos vas a ser oficial, vos vas a mandar. Entonces me mandó a la escuela de oficiales y acá estoy. Esto es una vocación, si te lo tomás nada más que como un trabajo no servís”, cuenta Roxana M., la oficial de una unidad de mujeres del Complejo de Ezeiza.
En el caso de las cárceles rurales, como las del Complejo de Magdalena del Servicio Penitenciario Bonaerense, la mayoría de la tropa penitenciaria está ahí porque era el único trabajo que podía conseguir sin irse del pueblo. “Es muy impactante ver a jóvenes, hombres y mujeres, que uno suponía transitando grandes extensiones de campo, en libertad, viendo el cielo, montando a caballo, metidos en un complejo penitenciario, detrás de los muros, detrás de los alambrados, adentro de un pabellón o en la puerta de un pabellón, sin ver la luz del sol –dice Azucena Racosta -. Dicen que están porque es un trabajo seguro pero no son conscientes de cómo los afecta, de cómo los violenta. No se dan cuenta de que, de alguna manera, ellos también están presos. Se descargan con los que están del otro lado de la reja, pero terminan llevándose toda esa violencia a la casa”.
Nada de esto saben los más de dos mil jóvenes que hicieron cola frente a la Cárcel de Olmos este lunes, para conseguir un trabajo.
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