La muerte en un solo mes de seis niños wichí por desnutrición y falta de atención médica en Salta visibilizó por un momento la situación de las comunidades originarias del norte argentino. En esta nota, algunos casos que, seguidos en el tiempo, muestran una realidad que el Estado pretende mantener oculta.
Es un genocidio lento, silencioso y silenciado, que sólo llega a las páginas de los diarios o a las coberturas televisivas por amarillismo o como parte de operaciones mediático-políticas. O cuando la repetición de casos en poco tiempo hace imposible ocultarlo. Eso ocurrió durante enero, cuando las muertes de seis niños wichí por desnutrición y falta de atención médica en la provincia de Salta irrumpieron como un caso excepcional cuando en realidad se trata de una realidad crónica.
No se trata de Salta sino de todo el norte argentino, donde las comunidades indígenas – wichí, nivaclé, qom y pilagá – sufren desde hace largas décadas las consecuencias de un cóctel mortal cuyos ingredientes son los desplazamientos forzados, el robo de tierras, la expansión de la frontera agropecuaria, los alambrados arbitrarios que impiden el ancestral sustento de la recolección y la caza, la discriminación, la falta de asistencia médica y alimentaria, la sobreexplotación y la destrucción de las generaciones más jóvenes como consecuencia de la invasión del alcohol y las drogas. Todo en el marco del abandono del Estado – tanto el nacional como los provinciales -, que sólo toman algunas medidas paliativas cuando el escándalo desnuda su inacción solapada o pone en evidencia su complicidad con un poder dispuesto a hacer desaparecer de la tierra a “esos indios” que son un obstáculo para el saqueo.
Lo que sigue es una suerte de collage de postales de abandono, violencia y muerte, armado por el cronista durante tres coberturas periodísticas realizadas en la provincia de Formosa, desde 2014 a 2018.
Diciembre de 2014. “Me estoy acordando para decirle a usted que nosotros no podíamos seguir con nuestra cultura en nuestra tierra, para cazar para melear, porque nosotros quedamos en cerco con los alambrados. Todo cerrado. Y eso es lo que yo no entiendo. Con razón el gobierno primero dando pedacitos de tierra chiquitos a nosotros, para después trayendo todos los empresarios a nuestras tierras. Entonces nosotros no podíamos pescar más, no podíamos cazar más, porque toda la vuelta alrededor de nosotros estaba alambrado”, dice Francisco López a la sombra del alero de su casita en la Comunidad wichí de Tres Pozos, en el árido centro de la provincia.
A los 85 años, López sigue siendo un hombre macizo, con el cuerpo moldeado por los oficios de hachero y carpintero, que todavía ejerce cuando no cumple sus funciones de pastor evangelista de la comunidad. Cuando era chico vivía en El Pajarito, a orillas del Bermejo, una tierra ancestral del pueblo wichí, de la cual fue desplazado por desmontes y alambrados.
Recuerda que cuando en 1983 se recuperó la democracia, el gobierno provincial ofreció darles títulos sobre parte de sus tierras ancestrales, que entonces creyeron que les estaba reconociendo un derecho, pero que después llegaron las empresas y descubrieron la verdad. “Y así llegando el año 1983, que ya tiempos de democracia, entonces el gobierno está empezando a cuidar la gente, pensamos. Entonces empezando a hacer lugar a la gente. Pero a cada comunidad le da pocas, poquitas hectáreas. Entonces primero nosotros dijimos al gobierno que ha entregado tierras que no es suficiente, que no corresponde con la ley nacional, que tiene que entregar totalmente el territorio. Pero no nos dieron más. Entonces después que la gente tiene esa propiedad chiquita que dio, entonces el gobierno vendió nuestro territorio a los empresarios, para ganadería, agricultura, y entonces por eso nuestro territorio tienen totalmente las empresas que han alambrado nuestra tierra”, cuenta mientras el sol de diciembre raja la tierra baldía donde se han refugiado.
Mayo de 2017. “La gente blanca sabe que tenemos nuestro estatuto, nuestra ley, pero no nos reconocen la autoridad. En lugar de responder a los pedidos de derechos, nos responden armando causas para callarnos. Tengo dos pilas así de causas”, dice Francisco Torres y hace un gesto que permite imaginarlas. Es un wichí de unos cincuenta años, de rasgos duros y hablar pausado. Durante su relato nunca levantará la voz. Tampoco será interrumpido por ninguno de los diez hombres que lo acompañan, sentados en una ronda de sillas desvencijadas.
Francisco Torres es uno de los 16 procesados por la Justicia formoseña por la presunta toma de la subcomisaría cercana a la Comunidad wichí de Potrillo a fines de julio de 2014, cuando más de un centenar de wichí de las más de diez comunidades englobadas en Potrillo fueron a reclamar por el paradero de los cuatro hermanos Tejada, detenidos por un conflicto de alambrados con un criollo.
“A nadie le interesaron nuestros derechos. Este criollo vecino había alambrado parte de la tierra comunitaria y ellos fueron a quejarse porque no les dejaba ir al monte a mariscar (cazar). El criollo no les dijo nada, pero les puso denuncias y una mañana temprano llegaron como cien policías y se los llevaron a los hermanos, de mala manera, y no sabíamos a dónde los habían llevado. Por eso fuimos a la comisaría a preguntar, pero no nos decían nada. Así empezó todo”, dice Torres. Sus acompañantes asienten en silencio, casi todos ellos están procesados por la misma causa.
Mayo de 2017. En la cocina de la casa del cura Francisco Nazar, en las afueras de la capital formoseña, los ravioles han desaparecido de los platos y el vino mengua en los vasos mientras se alarga la sobremesa. “En Formosa casi nadie se anima a protestar porque es muchísima la gente que trabaja en el Estado. Algunas veces los docentes, otras los judiciales, por cosas puntuales, pero nada más. Los únicos que se animan son los indígenas y es por causas justas: la vivienda, la salud, el trabajo. Es una protesta buena pero, al mismo tiempo, es una protesta que produce un racismo exacerbado”, dice.
Noviembre de 2018. Silverio Moreno se acerca rengueando y estrecha la mano con fuerza, como siempre, como la primera vez que el cronista lo entrevistó en 2014. No rengueaba hace cuatro años, en uno de los momentos más duros de la resistencia al desalojo de la Comunidad wichí Pampa del 20. Hace dos años lo atropelló una camioneta. Para la Justicia formoseña fue un simple accidente. Que el conductor del vehículo fuera el abogado Ramón Juárez – precisamente el que inició la causa para desalojar a los wichí de sus tierras – no le llamó la atención al juez; tampoco le pareció relevante que se diera a la fuga después de llevárselo puesto. Por eso Moreno ya no camina como antes, pero estrecha la mano con la misma firmeza con que defiende sus derechos sobre la tierra.
La denuncia contra el abogado Juárez sigue dormida en los tribunales de Las Lomitas. Es una más entre las 17 que le hicieron los wichí de Pampa del 20 y que nunca prosperaron. En cambio, Moreno debe enfrentar, casi sin auxilio jurídico, las ocho causas que le iniciaron por usurpación, resistencia a la autoridad y otros supuestos delitos que no recuerda. Cuenta que hace apenas unos días vino una camioneta de la policía y que le hicieron tocar el pianito ahí mismo, en la Comunidad, delante de todos. Dice también que no supo si podía negarse.
“No nos dejan ver la causa. Teníamos abogado, pero ahora no tenemos porque se tuvo que ir a Formosa por problemas de la familia. La medida de no innovar se venció, pero a nosotros no nos cambió nada en lo real. Ellos se siguen arreglando con el gobierno, con la Justicia y la policía”, dice Moreno.
En el momento de la despedida vuelve a estrechar la mano con firmeza y, prolongando el apretón, dice, mientras mira a los ojos:
-No importa que nos hagan. Cuando vuelva otra vez nos va a encontrar acá.
La frase le recuerda al cronista otra, dicha cuatro años atrás por Bernardino Martínez, otro de los referentes de la Comunidad:
-No nos vamos a ir. Cadáver nos van a sacar de acá.
La lluvia arrecia sobre las tierras ancestrales de Campo del 20.
Noviembre de 2018. “El tema es que la otra sociedad trajo estas cosas que antes los indígenas no las conocíamos y nuestros hijos ya se meten, consumen, pero no son ellos los que venden. Alguien trae a la zona y les vende y ellos quedan adictos. Ellos no venden, compran nomás, son víctimas, pero no tienen trabajo y empiezan a andar por la calle robando cosas para comprar droga, y a veces caen presos por esas cosas, y a veces también se mueren…”, dice Abel Saravia. Es un wichí bajo y regordete, pastor ungido de la Iglesia Evangélica Unida de Formosa y maestro especial bilingüe de la escuela de la Comunidad La Pantalla, un asentamiento indígena de ranchos y casas muy precarias que se levanta en uno de los bordes de Las Lomitas.
Abel Saravia no lo dirá -no quiere hablar de eso – pero hace poco perdió a uno de sus hijos, muerto por sobredosis. Dirá, sí, que los chicos de La Pantalla consumen drogas “y a veces también se mueren”, y lo dirá con los ojos clavados en la tierra húmeda del patio de su casa.
Más tarde, en Lote 27, otro asentamiento de las afueras de Las Lomitas, una anciana wichí llevará la voz cantante cuando la Comunidad reciba al cronista en una escuela precaria. “La droga hace perder costumbres de otros tiempos. Las chicas antes tejían y hoy no; los chicos antes aprendían a hacer las artesanías y hoy no. Con la droga perdieron todo eso. No quieren y salen a robar para comprar droga. No es nuestra vida esa vida”, dirá en su lengua traducida por una joven wichí.
La cercanía de la ciudad – en realidad, vivir en sus bordes – abre apenas perspectivas de un trabajo ultraprecarizado para los wichí de La Pantalla y Lote 27, pero como contrapartida los adultos ven impotentes la destrucción paulatina pero inexorable de los más jóvenes. Para Saravia, una posible salida es volver a las tierras ancestrales, esas que hoy están casi todas alambradas por los criollos.
“Queremos llevar a los chicos ahí, para alejarlos de todo esto”, dice.
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