El Pejerrey Empedernido cumple rigurosa cuarentena en compañía de su Pejerreina y aprovecha la ocasión para pasar el tiempo entre la cocina y la bodega. Aquí te habla de los vinos y las cervezas en las que le gusta nadar.

Qué quieren que les diga amadas y amados míos. Por ahí los libros enseñan que los bichos nadadores en mares, lagunas y ríos no escabiamos ni descorchamos, pero qué poco saben los cosos escritores esos acerca de mi familia y de otras vecinas y tan conventilleras entre las olas como la mía: se los aseguro yo, que como Pejerrey Empedernido, no pierdo la oportunidad de estaño o mesa alguna, con copas y vasos, botellas y garrafas; y no les cuento como viene la mano en estos tiempos de cuarentenas. A propósito, bueeé, ustedes saben de mi pasión por las digresiones en el texto, que suelen ser las de la palabras, pese a que una vez cierta prominente pluma editora de este entero, porque Socompa es más que un medio, y ya que estamos mi homenaje al Medio y Medio de los orientales, por allá en el Mercado del Puerto, cuando en la querida Montevideo, ¡si me habré escapado de los sedales pescadores en aquellas aguas!, me zampé también los mejores sánguches triples de mejillones y vasijas del viejo Fun-Fun. Y me perdí. ¡Ahhh, sí! Les contaba: un autorizado socompero tuvo el tupé de decirme, don Peje usted como es fino llama digresión a lo que en verdad es un gran chamuyo, a lo cual le respondí, díganme si no, a que otra cosa que al chamuyo y al chisme profesional nos dedicamos por estos oficios, los humanos y ni les cuento los pescaos’. Pero estamos de cuarentena, y como por ahí escribía hace ya tanto que ni me acuerdo cuándo: se los dice un individuo que siempre es Peje, a veces con lompas y galera, y para quien el vino no es como, sino que es la vida misma. Atención que no lo repito: desde hace ya un tiempo, en esta Argentina que supimos conseguir, y con unos manguitos extra –cuándo llegarán, carajo – de tanto en tanto una cerveza no viene mal, pero a zafar de las quilmes, que habrán sido uno originales de punta filo y la palabra servirá para ilustrar camisetas de fútbol, llenar pantallas y cuanto a usted se lo ocurra con publicidades, pero de birra nada, es tan mala como berreta es el Chandon entre los champanes. Me enojé tanto con esto de los malos beberes de mercado exitosos que me olvidé de algo que les quería anoticiar en medio de las digresiones y los chamuyos de recién: cuando oigo o leo a tanto paspado de ideas decir que el coronavirus va a terminar con el capitalismo, que nos alumbrará un mundo mejor y no sé cuántas pendejadas más, hasta me animo a entrarle a una Quilmes o a un Chandon. Y sigo con lo de las cervezas: no mezclemos las botellas y antes de empinar el codo, en forma moderada, tal cual recomiendan los monaguillos mentirosos, sepamos que, pase lo que pase, gozaremos del perdón divino, pues la espumosa rubia, negra o roja existe y es alabada desde mucho antes que María pariese al hijo del Señor, si hasta dicen que él mismo se clavó un par de choppes cuando supo que era padre y acerca del quilombo en que se acababa de meter por andar que sí que no con la jermu del carpintero. Y para comprobar que no miento, permítanme recordar que “The Food Chronology” (James Trager; Henry Holt & Company, Nueva York, 1995) y otros libros especializados cuentan: en la Palestina que vio corretear al judío llamado Jesús, los sacerdotes del templo permitían apagar la sed con leche, vinagre cortado con agua, jugo de dátiles fermentados, y con “schechar”, una especie de cerveza ligera a base de cereales, que los latinos llamaban “cervisia”, es decir, ni más ni menos, que con unas buenas birretas. El brebaje tiene larga prosapia. Dicen que la humanidad comenzó a elaborarlo hace unos seis mil años, entre los ríos Tigris y Eúfrates; por allí también nacieron la escritura y el amasado de pan. No erramos por mucho si sostenemos que a sumerios y babilónicos les debemos el origen de tan apreciado bebestible, y si no están seguros, cuando se acabe este infierno de la prisión domiciliaria y cuenten con unos manguillos, dense una vuelta por el Louvre, en París: podrán allí visitar a la entrañable Piedra Azul, la que contiene inscripciones ilustrativas de los antiguos hacedores de birra. La nuestra también tiene su pasado: los primeros intentos de elaborarla en casa datan de mediados del siglo XVIII, aunque recién en 1880 es que aparece a la venta la primera botella de rubia, fabricada por el alsaciano Emilio Bieckert. Diez años después, un alemán nacido en Colonia, Otto Peter Bemberg, puso en marcha su propia cervecería, la vieja Quilmes, y ahora que lo recuerdo, cuando este Peje era pibe, un solar poblado luego por aquella empresa, por los pagos del Norte del Conurbano, tanto habitáculo fue para picados de fulbo en las tardes y entreveros nocturnos sin pantalones ni faldas. Pero sigo: para los amantes del vino, la cerveza nunca podrá reemplazar ni ser subsidiaria del sagrado jugo que dan los sarmientos. Sin embargo, de tanto en tanto –jamás con pizza ni empanadas, según mi manual preceptivo, tan caprichoso como cualquiera de los manuales sobre gustos, ¡qué bien cae un bueno trago de cebada y lúpulo convertidos en chupi refrescado! Pero, en fin, sé que a la hora de cenar esta noche con mi Pejerreina, y pienso en una polenta asada, es decir: la cocinan en agua y sal y luego la esparcen sobre una asadera para el horno apenas engrasada, y la matan a besos de pimienta y queso rallado para que gratinen, con un estofadillo de salchichas parrilleras en vino blanco, pimentón y ají picante; a la hora de cenar esta noche les susurraba, saldrá un Merlot de la ostia sin consagrar, y no les cuento de qué etiqueta, de histérico que estoy. Hasta la próxima. ¡Y salud!

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