El aislamiento está haciendo estragos, a tal punto que a uno de los fotoperiodistas ocurrió aporrear el pobre teclado de su compu para perpetrar este escrito sobre el aislamiento, el cine y algunos recuerdos personales.

Este encierro al que estamos sometidos me trae algunos recuerdos de cosas vividas y otras que vi reflejadas a través del cine y que de alguna manera dejaron su huella en mi memoria. En el año ´84 se estrenó en Buenos Aires una película española dirigida por Jaime Chavarri titulada “Las bicicletas son para el verano”, que originalmente fue escrita para teatro por Fernando Fernán-Gómez. La similitud que encuentro con esta buena película es la incertidumbre a la que se ven expuestos sus protagonistas, que no es ni mas ni menos lo que se vive en cualquier guerra o conflicto en el que la población civil queda atrapada. Al comienzo está la casi seguridad, en realidad no es más que una expresión de deseo, que “la cosa” no va a durar mucho, no puede durar mucho, pero ocurre todo lo contrario y termina ese verano del ´36 en el que la guerra comenzó y viene el otoño, el invierno y así hasta que finalmente en abril del ´39, tres años más tarde, podemos decir que el conflicto termina (y lo que comienza es el infierno franquista). Lo que la película nos muestra es cómo se va alterando lo cotidiano de una familia por la guerra. Hay una escena que creo que resume todos sus pesares; en ella se narra como el racionamiento, que cada día se endurecía un poco más, hace que los integrantes de la familia “roben” algunas lentejas mientras estaban en la olla cocinándose. En el final de la película hay una frase que resume el estado de ánimo en que se encuentran después de la guerra: Sabe Dios cuando habrá otro verano. La guerra duró tres años y la “victoria” cuarenta.

Curiosamente nuestra cuarentena comenzó al final del verano y continúa en este otoño que acaba de comenzar. Es una simple coincidencia y si bien no tenemos idea de cómo seguirá todo esto, el hecho que en China ya llevan varios días sin nuevos contagiados es bastante esperanzador.

En la parte de mis recuerdos tengo en mi haber algunas situaciones de aislamiento, pero eso si, en condiciones mucho menos estresantes que una guerra o una pandemia, y muy importante es agregar que fueron elegidas por mí. Ocurre que en junio del ´77 cuando se produce mi primera experiencia de este tipo, yo me encontraba vagando por Tahití, más precisamente en su capital, Papeete y me había decidido a regresar vía velero donde vivía en ese momento que era Canadá. El puerto de Papeete era EL lugar donde estar, ya que es el centro de conexión más importante para barcos que navegan entre el continente americano y Asia, y la movida de barcos que van y vienen se desarrolla ahí. En una de esas caminatas aparece ante mis ojos el Essaouira, una goleta relativamente grande y que buscaba tripulantes para llevarlo de regreso a San Diego, vía Hawaii. Para cuando zarpamos unos días después, en un espacio reducido nos encontrábamos Clement, canadiense-francés que oficiaba de capitán; Alwyn, australiano y segundo al mando en caso de emergencia; Grant de Nueva Zelanda y yo que éramos los “che pibe”. Más allá de los cargos que básicamente eran para situaciones extremas como una tormenta, todos hacíamos las mismas tareas, cocinar y las tres horas de timón cada nueve que eran obligatorias. Ahí, en esa inmensidad oceánica, lo primero que descubrí era lo poco que valía mi vida y la de mis compañeros si no incorporábamos la idea que todos dependíamos de todos, que la solidaridad debía ser ejercida a rajatabla, sobretodo con las raciones de comida, que durante un chubasco de vientos muy fuertes y que nos hacia escorar peligrosamente era muy válido gritarnos mientras recogíamos las velas a como diera lugar porque era eso lo que nos garantizaba continuar a flote. Así transcurría día tras día la travesía, con algunas angustias ocasionales por no ver otra cosa que agua, cielo y tres caras que por momentos se me hacían insoportables. Por problemas en el mástil mayor y cuando ya estábamos cerca de la línea ecuatorial hubo que regresar a nuestro punto de partida. Para cuando amarramos en Papeete habíamos pasado aproximadamente unos dos meses y medio de convivencia y tratamos de olvidar las discusiones que tuvimos durante el viaje y así concluyó la historia.

Casi un año y medio mas tarde me vería nuevamente en una situación similar. Apenas reinstalado en Montréal luego de aquella experiencia en el Essaouira, conocí a Jorge que tenía un velero Dufour de 30 pies en Wilmington, Carolina del Norte y quería llevarlo a las Islas Vírgenes para antes del fin de ese año de 1977. De manera que en los primeros días de ese diciembre zarpamos rumbo al Caribe Jorge, propietario y capitán del Fortuna II, su hijo Gabriel, Jean-Marie y yo, nuevamente cuatro personas aisladas en un pequeño velero de 30 pies. En esta ocasión la convivencia fue bastante normal y el viaje mas corto que el anterior. Una gran tormenta que sufrimos entre el 24 y 25 nos dejó muy maltrechos al extremo que el 31 de diciembre nos encontró pidiendo auxilio por radio. Todo terminó de manera abrupta en la madrugada del primero de enero de 1978 cuando fuimos rescatados por un petrolero noruego, M/T Wangli que nos dejó en Bahamas. El recuerdo que tengo de esos días que van del 25 al atardecer cuando la tormenta empezó a amainar hasta la madrugada del primero de enero en que apareció el petrolero salvador, son de momentos muy angustiantes por la incertidumbre de no saber si los víveres alcanzarían, si algún barco vería nuestra señal de que estábamos a la deriva, la posibilidad muy cierta de otra tormenta o si alguna radio recibiría nuestro pedido de SOS como finalmente ocurrió. Tengo el recuerdo también de momentos donde me ponía en bromista y trataba por todos los medios de hacer reír al resto y acto seguido era yo el que caía en una depresión que me llevaba a aislarme en la proa del barco, también recuerdo que pensaba y lo repetía en voz alta, que mientras estuviésemos a flote ese era el lugar mas seguro. También tengo presente que pensaba mucho en nuestras debilidades y también en las fortalezas que teníamos como grupo en esa situación límite.  Evidentemente por algo me están acosando estos recuerdos, acá no hay peligro de una terrible tormenta, tampoco está la posibilidad de un bombardeo, pero la sensación de no poder dejar la casa cómo en la obra de Luis Buñel “El angel exterminador” genera bastante incertidumbre, que se me antoja como uno de los principales ingredientes de la angustia. Seguramente esto pasará y tendrá consecuencias que aún no se pueden estimar, mientras tanto tenemos que tratar de sobrellevarlo de la mejor manera posible y cuidando tanto la salud física como la mental.

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