Un posteo que se las trajo, la eterna polémica de la carne, las conversaciones de sordos y El Pejerrey Empedernido que te enseña a hacer berenjenas con brócoli, para acompañr carne asada, claro.

O una suerte de homenaje pero al revés, a la cocina de la carne; sea del corral o de la caza, si de ésta última mejor. Nunca vi una pintura rupestre de alguien preparando una ensalada. Los humanos hemos estado cazando durante los últimos dos millones de años. Al menos permitámonos reflexionar con respeto sobre una actividad que nos constituye como especie, escribió en el feisbu y armó quilombo el bioantropólogo Bruno Carpinetti (la palabreja es de mi invención, porque los títulos del quía son muy variados y extensos). Y se armó quilombo, escribo, ya que la literalidad obtusa por un lado y el guiso de no saber al rato quién escribe sobre qué, por el otro, todo entreverado además con ciertas sesudas intervenciones, dan por resultado un entrechocar de ideas que parece un caer de latas en el almacén de la esquina, cuando quien la despacha estira la gola para prestarle mejor atención a quien deambula sus ojos por las milanesas de rojo pálido, o cuando cualquiera de los tantos posibles, ni cortos ni perezosas, facilitan la tarea a tanta curiosidad con la mejor de las intenciones: así fue como a raíz del textillo de don Carpinetti retumbaron pullas verbales acerca de retozos sin distinciones entre deseantes plurimorfos y fundamentalistas varios, sobre todo de la tribu que dice preocuparse por la salud de los animales sin tomar nota de lo que ellos, los animalejos grandes, pequeños, nadadores voladores o de infantería, a lo largo de la historia y como platos de comida, tanto hicieron para que nuestro bocho sea el de los humanos y no como el de otros mamíferos que no la parlan. Pues bien, aquí comienza la función: mi amigo Ducrot me chifló para contarme que uno de sus libritos sobre estos devenires, “Los sabores de la historia”, de fines de los ’90, cuenta que cerca de donde hoy se levanta la capital de los chinos, en unas cuevas del año del jopo despeinado, se encontraron restos de algunos de los primeros fogones de los que se tenga memoria, entre los cuales descansaban fósiles de varones y de hembras, y cráneos perforados de otras especies animales menores que habían sido pasadas por fuego y devoradas. Los que saben de endeveras, no los cronistas como mi viejo compañero de andanzas, dedujeron que el banquete había consistido en sesos asados y que, en los fogones, nos hicimos humanos, como consecuencia del lenguaje y un punto de encuentro de centralidad incuestionable, el acto de cocinar que es convivio y desde el cual crecimos como sujetos de expresión y comunicación; y al cobijo del fuego, contra los fríos y facilitador de la ingesta cárnica, la que no expandió el cerebro y con ello todo nuestro complejo ser. ¿La cachan pedorros del veganismo, ni más ni menos pedorros que los terraplanistas y los salames mal picados qué creen que los dioses y los santones, para el caso lo mismo, gozan de la razón cuando recomiendan que no se vacune al piberío? Sigamos con lo nuestro: además de empedernidos, los Pejerreyes somos más seguidores que perro e’ sulky, y por eso le pedí al tal benemérito Carpinetti que me ilustre sobre este respecto. Y lean lo que me envió, aunque aquí sólo citaré una partecita de uno de sus textos, porque no puedo ser tan larguero y aun me falta lo de la ensalada del título. En el artículo “Cadáveres exquisitos (sobre caza y carnivoría)”, publicado hace un tiempito por la revista Mestiza, de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, cuenta: Independientemente de lo ajeno que el fenómeno resulta para las actuales poblaciones urbanas, la caza es el modo de subsistencia más antiguo y difundido de la especie humana, y el éxito de esta adaptación en sus dimensiones sociales, técnicas y psicológicas, ha dominado el curso de la evolución del hombre desde hace varios cientos de miles de años. Nuestro intelecto, emociones, intereses e incluso las bases de nuestra vida social, son todos productos evolutivos de las adaptaciones a la caza (…). El género Homo ha existido aproximadamente durante los últimos 2.000.000 años, aunque la agricultura ha hecho su aparición hace apenas una decena de miles de años. El modo de vida agricultor, ha dominado apenas un porcentaje minúsculo de la historia de la humanidad, y no existen evidencias de cambios biológicos importantes durante este período de tiempo. Posteriormente, las revoluciones industrial y científica han liberado a la humanidad de las restricciones en las que esta se desarrollo durante más del noventa y nueve por ciento de su historia, pero la biología de nuestra especie fue creada durante ese prolongadísimo período de tiempo en el que fuimos cazadores. Sostener la unidad de la especie humana es afirmar la importancia del modo de vida cazador. La singular biología, cultura y psicología que nos separan del resto de los primates superiores como gorilas, chimpancés y orangutanes, se la debemos a nuestro pasado cazador (…). Aunque la producción ganadera, y el consumo de carne se han incrementado de manera dramática en los últimos cien años, la gran mayoría de la población de los países industrializados y la población urbana mundial ha sido paulatinamente separada del proceso de transformación de un animal vivo en carne destinada al consumo. Tal como ya hace tiempo señalara Norbert Elías en “El Proceso de la Civilización”, existe en occidente una asociación entre lo “civilizado” y el sentimiento de rechazo que produce el matar animales para alimentarse. De esta manera, actualmente en el arte gastronómico y el marketing de la industria alimentaria, cualquier aspecto que nos recuerde que el plato que vamos a servirnos tiene algo que ver con la muerte de un animal es deliberadamente evitado. Sin embargo, comer carne es lo que a lo largo de la evolución nos ha permitido convertirnos en lo que hoy somos como especie (…). Y remata, para que se chupen esa mandarina: Según el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en el miedo a la muerte reside la dimensión arcaica del capitalismo. La superación de la muerte – la negación de la finitud material de un sistema que necesita de la constante expansión- está en el centro de la economía capitalista y de su filosofía. En la sociedad capitalista contemporánea, la muerte y todo lo que nos recuerde a ella, es expulsada y negada; se la rechaza y se la esconde. Mataderos, cementerios, hospitales y geriátricos son espacios marginales y crípticos en una sociedad que entroniza el culto de la eterna juventud y oculta los cuerpos sin vida o agonizantes (…). Para transformar fundamentalmente el capitalismo hay que transformar el miedo existencial que lo alimenta (…). Quizás haya llegado el momento de preguntarnos al igual que Freud en el cierre de su ensayo “De Guerra y Muerte”, si no sería mejor dar a la muerte, en la realidad y en nuestros pensamientos, el lugar que le corresponde y dejar volver a la superficie nuestra actitud inconsciente ante ella, que hasta ahora hemos reprimido tan cuidadosamente (…). Y ahora sí, me receta, dedicada a las mujeres que, mientras hago gala y martingala de mi derecho a la conjetura, bailan con sus hombres los cazadores antes o después del fogón y el banquete, según nos cuentan las artes rupestres de la cueva de Cogull, en la vieja España. La llamé ensalada pero mejor escrito debería quedar como cierta suerte de antipasto con vegetales, delicado compañero de platos para cárnicas asaduras, y para lo cual vayan a la verdulería de las mejores calidades y con precios más convenientes, pues en los barrios con paciencia y fervor se encuentran, pese a las ruinas que nos deja el turraje que se va el día 10 del último mes del calendario que termina. Hacerse allí entonces de berenjenas de esas como ellas mismas deben ser, brillosas; y de brócolis bien de verdes colores, oscuros e intensos, nada de amarilleos. Primero los segundos: cortarle tallo y hojas y al agua con sal que hierve por unos minutos, no tantos, los suficientes para lo que se dice blanquearlos, es decir que el verde se torne luminoso y al pincharlos con tenedor surjan casi crujientes. Y segundo las primeras: lavarlas y destallarlas, si la palabra existe pero me entienden; cortarlas en pequeños encantos con la lujuria de las justas guillotinas, salarlas con gránulos gordos y besarlas con aceite que falta no hace sea de oliva, y al horno hasta que el pincho que fuere entre en sus carnes sin mayores resistencias. Que se enfríen, y para ansiosos que se entibien; después mezclar con galanura los dédalos de las berenjenas con “los arbolitos” del brócoli, como dicen mis nietos, y en una misma fuente todo, que llegan las sazones: aceite de oliva, ahora sí; pimienta, pimentón, ají molido, tomillo seco, laureles y securas también de orégano, perejil y ajo, con un dientecillo de éste ultimo en el entrevero, por eso del perfume y la presencia. Que nuestra ensalada repose una siesta tranquila, cosa de ir acomodándose sabores, picores y temperaturas hacia el fresco que no frío; tener las carnes asadas en su punto de jugos y encantos y un tinto aireándose orondo, pan del bueno y amores de mis amores a hincar el diente, siempre y cada uno de los días que nos quedan, para que cuando la señora muerte nos visite, para mí ojala ojalá sea de tacones y satenes, estar prontos de servilletas y copas de rechifle. ¡Salud!

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