Se sabe que a El Pejerrey Empedernido le gustan las novelas del gran Emilio Salgari y que a veces, inspirado por alguna de sus páginas se pone a cocinar. Trillas a la plancha fue lo que lo incitó a preparar una lectura de Sandokán.
Porque son amigos con ellos y entreverados con tantos de mis amores en la terraza de la morada que habito fue el penúltimo brindis del domingo pasado. Y digo penúltimo para que el último nunca llegue y porque espero seguir de copas y más si las esperanzas de días más felices que surgieron de las recientes urnas se cumplen. Veremos, veremos, porque las acechanzas del afuera afilado, con la guita y los fierros que son de ellos, y las del adentro aun más fieras por aquello de los embozos entre las cortinas del palacio y puñaladas en la noche, porque muchísimos de los que dicen ser no son, apenas si parecen, aunque les cuesta un huevo pasado por agua, que ricos con unos gránulos de sal, disimular sus verdaderas naturalezas; somos pocos y nos conocemos mucho. Pero hoy hasta aquí de cualesquiera otros asuntillos que no sean los del yantar y el escabio, se los prometo. Eso sí, este texto como conjuro ante las incertezas se escribe a sí mismo en homenaje a quienes me convirtieron en un Pejerrey Empedernido contra los mandamases desde pequeñuelo, cuando bajo la mesa de la cocina que mis viejos atesoraban con esmero en el fondo del río, aprendí a leer en siestas escabullidas con él, con el maestro Emilio Salgari. Todos sus personajes al mando de Sandokan son mis amigos del alma y por eso que salgan una birras heladas de esas rojonas, siempre anarcoperucarojonas, y cremosas, que desde no hace mucho tiempo circulan por nuestros boliches, aunque me atrevo a algo por lo cual algunos me chiflarán desde la tribuna: que salgan con chorros generosos de whiskey del Irish entre sus espumas. Y qué barbaridad, como decía al cantor, nos vamos poniendo viejos; aunque reflexiono: mejor como decía mi abuela, viejos son los trapos y gracias hacen los monos. El otro día, entre nietos, se me ocurrió deambular por los canales de TV y algunitos de los millones de sitios y juegos que Internet tiene para el piberío, y parece ser que se me escapó un exabrupto, pues desde la habitación de al lado, que no es la de los cosos de al lado, se escuchó un lo que sucede Pejerrey es que sí, es cierto como lo entona la canción, te estás poniendo viejo, dejá de protestar. Y como es probable que la voz tenga razón, ella casi siempre la tiene, metí violín en bolsa y me acomodé entre mis libros, con una idea fija. Busqué y rebusqué hasta que al fin lo hallé. ¡Sandokan, el tigre de la Malasia! Cerré la puerta, colgué las piernas sobre el sillón viejo y zarpé a toda vela. Un genio don Emilio Salgari, el veronés que nació en 1862 y murió en 1911; dicen que apenas salió de su casa pero escribía como si se hubiese pasado la vida en los mares, entre piratas y abordajes. Además, mientras la moda de su época consistía en escribir novelas de aventuras que le cantasen loas a la expansión del imperio británico, el tano creó a Sandokan y a sus leales amigos –entre ellos el portugués Yáñez y el indio Tremal-Naik -, piratas que luchaban contra el colonialismo de Su cachafaz Majestad. Leí y leí, porque después me acordé de mi primer amor y fantasía imposible, La hija del Corsario Negro; y fui por ella. Me agurdaba tan hermosa como siempre en algún lugar de la biblioteca. Pero de tanto leer no se me secaron lo ojos sino el garguero; y no muy lejos del sillón viejo queda la heladera, una pequeñita que me regalaron, sólo para botellas. A la salud de los amigos de Sandokan y míos también, desde hace mucho tiempo. Destapé una de las cervezas que ya describí hace un rato, con el chorro de Jameson, y picotié unos pistachos que habían quedado de cierta pitanza anterior. En una tardecita como aquella no podía ser de otra manera, porque se me acercó hasta Barbarroja, aunque les cuento que conozco a dos de ellos: Jeireddín Barbarroja, quien nació en la isla de Lesbos, en 1475, y se despidió de la vida en Estambul, en 1546; fue un corsario turco que, al frente de sus piratas berberiscos, navegó y saqueó a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo bajo la protección del sultán Suleimán, hasta que se le acabo la suerte en la batalla de Lepanto, la misma que dejó con una mano al único, a Cervantes. Y también juno a El bufón Barbarroja, la pintura de Velázquez: parece ser que el personaje del cuadro fue Cristóbal de Castañeda y Pernía, un fulano que se ganó la vida haciendo payasadas para Felipe IV – el mismo que fue rey de España a mediados del siglo XVII –, hasta que le dieron un boleo allí mismísimo y terminó en Sevilla, morfando aceitunas. En fin, ¿qué quieren que les diga? Se habrán dado cuenta que entre piratas, para mí Sandokan, y entre evocaciones amorosas La hija del Corsario Negro, y para todos ellos es que ya me instalo con mis labores en la cocina. Mientras las birras se enfrían en la heladera, que la muy maldita no sabe de cortos dinares en faltriqueras y hace un tiempo se empecinó en ponerse mañosa, tan grave es todo que sólo se comporta cuando al pasar le encajo una patadilla en sus bajuras, y el whiskey cerca espera, lavo y destripo algunas docenas de trillas, esos primos míos pequeñuelos y de lomos rojillos, también conocidos como los salmonetes de Atlántico; los escurro y seco, y los unto con aceite de oliva, sal y pimienta. Luego sobre una plancha de fierro que si la tocás te funde el dedo, y vuelta y vuelta; y como mis amigos son de muy mucho disfrutar, aparte preparé un picores de chiles rojos, de los puteadores, con perejiles y ajos picados, en aceite de dendé que un corsario perdido me trajo como regalo cuando su último viaje a las costas de la tienda de los milagros, allá arriba, y goteos como besos de jugos que caen del limón sutil. Ya está: entonces todo listo para sentarnos a la mesa y brindar por nuestras esperanzas y el maestro Salgari, y si alguien aún me pregunta por qué con él, con el veronés, solo podré contestar porque sí. ¡Y salud!
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