El Pejerrey Empedernido se fue nadando río arriba hasta Duggan, ahí nomás de San Antonio de Areco, pago de Don Segundo Sombra, para conocer un caso único en el mundo: un bar donde solo hay una sola mesa.

No lo agarré en un buen día para perturbarlo con preguntas, a mi amigo Ducrot, digo, porque el coso parece que la chingó fulero con unas pizzas de apuro en cocinas y herramientas que le son ajenas, tanto que por Duggan, en las cercanías de San Antonio de Areco, las tierras de don Sombra que parece ser se llamóse Segundo Ramírez y fue un viejo malhumorado y en rancho, con pocas pulgas y varios perros, donde, les decía, el humano escribidor recaló de visita y los murmullantes no dejaban de barruntar acerca de sus bramidos de furia por un yantar que ni para consuelo de famélicos mereció existir. Es que Ducrot pierde todo humor cuando sobre los fuegos no brillan sus platillos, pero igual lo guasapié y le dije salú, aquí El Pejerrey Empedernido y quiero me cuente si acaso existe en el mundo entero aunque sea un solo bar, cafetín, taberna o como quiera usted que lo llamen al recinto con bochinche de voces, vasos y botellas, que luzca y ofrezca una sola mesa, sí, una sola, más allá de cuantos parroquianos y bebedoras se acercan hacia sus promesas de jarras y cálices encendidos. Con voz de pocos amores me contestó sí, aquí donde estoy. Y dónde está, añadí, pues para el entonces de ese diálogo aun no conocía su paradero. Y me dijo en Duggan, un pueblo en medio de la pampa bonaerense que fue naciendo con la llegada de colonos irlandeses, cuando en 1894 apareció el Ferrocarril Central Argentino, que ya no existe pues el desmadre oligárquico neoliberal que se empecina contra la felicidad de los argentinos no cesa ni afloja, pese a todo. Y aquí en Duggan, a una cuadra de la iglesia y a dos de donde  termina el asfalto de entrada, en una esquina se abre el almacén de todo un poco, con bar incluido, el de una sola mesa, al que, si se anima y puede, porque mire que arroyo y río por aquí no están a la vista, para su solaz de pez; si se acerca lo llevaré y haré que lo atiendan como usted merece por merced de su nacimiento y condición de pescado revoltoso y de mala espina para con ricos, garcas y demás rufianerías, y ya que estamos que el Altísimo y el Bajísimo nos protejan de la tanta soja que fulmina. Y fui. Y me senté a la mesa, que no hay otra, y me zampé un vino y parla que te parla hasta el descoyunte de la fe; luego empaqué salamines y quesos de por esas tierras para el convite de la noche, me despedí de los contertulios con un hasta pronto y arranqué para la salida con el tarareo lento que dijo calle angosta, calle angosta, la de una vereda sola; yo te canto porque siempre estarás en mi memoria; pero no se trataba de calles ni de veredas, sino de paradores, chupingueros, y de mesas solitarias con toda la gallardía de un caballero andante, cuchillero y hacedor de justicias. Y les cuento entonces que no pude evitar lo que sabía me esperaba, una mesa con asados, ensaladas y vinos refrescados, con ditirambos de poesías, enjundias de palabras en la noche y un corretear del piberío que le rajaban al disciplinante llamado de progenituras en pos de una zambullida más entre naos y gritos de abordaje a sables y puñales imaginarios. Pero fíjense lo que sucedió: cierta dama anfitriona que pidió el anonimato, por favor Pejerrey, pues no quiero que persona alguna sepa de mis cualidades porque sí, irrumpió entre el público allí presente y constante con sus brindis al grito de oigan ustedes esta historia; y nos contó: en el viejo México se preparaban al momento, en ollas de barro o sobre rescoldos aun al rojo, tan sólo para comer o como atributos para ciertos ritos de iniciación. El genovés chupamedias de Castilla y Aragón vio que mujeres del continente apelaban a esos comeres originarios pero para otras funciones, como ornamentos para testas y tetas. Mucho después, a fines del XVIII, un cronista escribiría que los granos de Caragua se hinchan de tal modo en el baño de arena, que adquieren un volumen mucho mayor que los otros, y dan una harina más ligera y más blanca, que disueltas en agua fresca con azúcar, ofrecen esas bebidas que se llaman Ulpo y Chercán; y en 1885, un tal Charles Cretors, en Chicago, inventó la máquina para hacer pochoclo, que  no difería en mucho de la suerte de olla que la dama de incognito en Duggan dispuso sobre una llama intensa para que los presentes disfrutáramos de sus haceres, no me van a negar ustedes que por lo menos llamativos y saltarines, dulces y salados. La verdad, creo, no se pueden quejar: el bar de una mesa sola y nuestra adorable cocinera de comeres aztecas, ma’ qué pop corn ni pindongas; y todo en una misma semana. ¡Salud!

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