El Pejerrey Empedernido se metió con el boxeo y recordó al Torito de Mataderos en versión de Julio Cortázar, pero no fue por pura pasión literaria sino para proponer unas alitas de pollo – tan de moda en estos tiempos de ajuste – transformadas vía culinaria en unas Knock out wings, picantitas.
En casa de pibe, cuando apenas si sabía nadar en una palangana, mucho antes de que me arrojasen a los ríos, mares y lagunas, siempre por estos rincones del Plata en el planeta Tierra; en casa entonces oía decir no me esgunfies más, y eso porque el tío viejo de bastón y pañuelo siempre al cuello prefería esa palabreja en lugar de su tan otro decir más elaborado sembra che non faccia niente, eppure rompe le scatole. Desde entonces me quedó el temor a excederme en mi quizá incorregible manía de romperle las bolas – ovarios, claro- a los lectores, con toda suerte de caprichos semánticos. Por eso paso a explicarme, o al menos acerca de mi nombre, El Pejerrey Empedernido. Y quiero ser del todo sincero: para la excelente materia prima de que con razón se enorgullecen los bonaerenses, es lástima que, en general, descuiden tanto el arte cisoria y no sepan cortar la carne importante extremo a que don Enrique de Villena, en 1423, halló indispensable consagrar un tratado en veinte capítulos. Tan lamentable deficiencia amengua el disfrute de los mejores trozos, si es que no lo anula por completo, pues está visto que la materia cede a la forma, como lo explicaba Aristóteles. De la pavita se abusa un poco, sutilizando con gracia hasta convertirla en papel o en “plástico”, y ahí sí que se dan gusto en aquello del cortar mecánico nunca confundible con el cortar racional, al que corresponde una idea sobre la unidad alimenticia que es ya cosa de la mente y no del cuchillo, mucho menos de la rueda de acero empujada por electricidad. Ya Sócrates, en el Fedro, recomienda el observar las articulaciones y zonas naturales, y no despedazarlo todo cortando por dondequiera. Además de la buena carne que allá se encuentra, sea siempre loado el pejerrey, que es a la Argentina lo que a España es la merluza o el huachinango a México. Ni siquiera el millonario Guinle pudo transportarlo a sus lagos brasileños, a pesar de sus riquezas y sus techos de oro. Y eso que ha conseguido instalar en Teresópolis criaderos de zorro plateado, cosa increíble en aquellas latitudes, triunfo del hombre y alarde de la técnica en lucha con la naturaleza. Así escribía en 1953 el maestro Alfonso Reyes en el Descanso IX de su libro de obligatoria lectura “Diez descansos de cocina (Fragmento de Memorias de cocina y bodega y Minuta)”; Fondo de Cultura Económica; México; 1998. De ahí lo del Pejerrey; y Empedernido porque ello me pareció más apropiado o menos zas, duro al hígado, a la cocina, y que te cuenten hasta diez, que el Que Resiste, como sonó en un principio, y todo porque que estamos en medio del vendaval de tristeza que azota a los habitantes de nuestro país, claro no a todos, pues están los malditos de siempre, aquellos que llenan sus barrigas y andan orondos por la vida, orgullosos de su hijos tan blanquitos y bien vestidos, que los heredarán casi seguro en la turra manía de pisotear esperanzas ajenas y descascaradas. Y esgunfiando otra vez, miren lo que encontré entre mis papeles, que pasó ya a reescribirlos para ustedes. Quien te iba a decir, pibe. El patrón me llama siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando peleé con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. “Lo fajas en seis rounds, pibe”, pero el negro fumaba como loco. El negro, como se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele, áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro, Flores, creo, algo así. Mira como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajo de una piña que te la debo. Me agarro en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con que bronca me levante. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra a la final. Leo y releo a Julio Cortázar. Y ya que estamos: el placer era egoísta y nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descarado de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. Pero aquella noche la tinta negra dejó de correr ante los ojos, por un rato aunque más no sea, porque me había prometido una velada de box; sí del deporte por el cual me entusiasmo tanto y tantísimo, y sin culpas ni vergüenzas bien pensantes, que de amores y odios, de lealtades y traiciones y de ñapis bien plantadas y con todo, somos los varones y las mujeres de esta especie llamada humanidad. El estadio de la Federación, sobre las calle Castro Barros y a metros de lo maravillosas que fueron las pizzas de Tuñín, cerrado por destrucción de mi Buenos Aires, estaría cerrado ese sábado, y bla que te bla, finta y zapateo, no hubo otro remedio que apuntarse a la tele, bien tarde como siempre, aunque aquella noche sí que valió la pena, púes hasta me provocó el recuerdo de una receta ¡medio yanquirenga caramba!: mi opus de las Buffalo Wings, pero notable para cenas de obligada escasez, provocada por el gran garcaje nacional. Recuerdo: vi una pelea de meta y ponga que sobre ese ring nadie se hace el fifi, y conocí a un mediano que, supe, a veces llegaba hasta medio pesado; nacido en las Vírgenes de Estados Unidos y que se llama Julius, “el Chef” Jackson. Y le decían “el Chef” porque lo es, en esa suerte con lucecitas a colores para el baile y apriete de dos pasiones poderosas, la de la cocina y la de los trompis como esgrima; subía al ring con guantes y cortos, pero por encima con atuendo y tocado de testa de cocinero; sacaba buenas zurdas en gancho y ápercas, como los que le reclaman al Torito de Cortázar. Lo vi pelear, por supuesto, pero aun no tuve, y no sé si vez alguna tendré la posibilidad de constatar la fineza que, leí, tienen su platos, entre ellos las Knockout Wings, alas de pollo embelesadas con una cortina débil de panceta y horneadas con aderezos a base de chipotle, un chile mexicanazo que en Náhuatl se llama chilpoctli o xipoctli, lo cual significa pimiento ahumado; toda una delicia para el retozo y el jolgorio de los mejores comeres entre todos los comeres. ¡Ay recetilla esa!, la embozada apenas por el peso mediano de buen áperca que me arrojó entre los pliegues memoriosos de una propia en tanto variante de las ya dichas y dichosas Buffalo Wings. Aquí va y bien justo porque coditos y alitas se consiguen baratas, todavía y que no se entere el mal nacido: unas cuantas alas de pollo embadurnadas con aceite de oliva, sal, pimienta de Cayena molida, salsa de Tabasco roja y salsa Worcestershire; y al horno hasta su dorado llamativo. Casi todos las acompañan con cerveza helada; mi escritora preferida, que es sabia, con Sauvignon Blanc refrescado. ¡Salud!
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