De lo que se trata es de cómo convivir con el pasado, sobre todo cuando es un territorio habitado por más de una víctima. Un viaje hacia esa zona donde ocurrieron las cosas también es una manera de apostar que existe la posibilidad del perdón.

Las cabinas avanzaban en el cielo, pequeñas, una tras otra en línea recta. Era una hora baja: había poca gente en la estación. Los jóvenes empezaron a subir las escaleras hacia la plataforma de embarque, con calma, pero al poco les dio por hacer carreritas, de dos escalones en dos. Se rieron como chicos, como recordando otro tiempo, pero de pronto, cuando ya faltaba muy poco, el más grande de los dos pasó de la carcajada a respiración difícil al tiempo que el cuerpote perdía el equilibro. Se apoyó a un lado. Su amigo —bastante pequeño en comparación, pero no menos fornido— se apresuró a atenderlo. “¿Cuándo llegaste?”, preguntó, preocupado. “Cuidate del soroche, ya no eres chango, hace mucho que no vives aquí”, le dijo. Eso sí se oyó muy nítido, unos guardias hasta voltearon a verlos. Así, juntos y cerca, hacían un par tan asimétrico, tan visualmente desequilibrado, que su unión era emblema de complot o chiste. El grande recuperó el aliento. “No pasa nada, René, estoy bien”, dijo. El más chico insistió: “La altura no es cosa de chiste cuando vienes de visita a la ciudad. ¿Estás seguro que quieres subir? Podemos dejarlo para mañana”. —No —respiró hondo—. Ya estamos aquí. No había nadie a la vista. El teleférico a esa hora estaba casi vacío. Una cabina amarilla pasó lentamente al tiempo que abría sus puertas, como invitándolos. La intercepta-ron. Subieron y tomaron asiento frente a frente. Se mira-ron a los ojos, como terminando de reconocerse: tantos años, qué parecidos, qué distintos. En segundos, el impulso los alejó de la estación. Todo el interior se iluminó de pronto y comenzaron a elevarse. A través del vidrio, la ciudad apareció bajo sus pies. Alejandro sintió el vértigo, pero no pudo evitar arrodillarse encima del asiento de madera para mirarlo todo. Esto es increíble, dijo. —Tranquilo —dijo René—. Está prohibido trepar allí. Vas a hacer que se tambalee. Volvió a sentarse, como un chico que recibe una recriminación, a regañadientes, flexionando las rodillas para que entraran sus piernas enormes. Hizo silencio para capturar los detalles de la urbe debajo: el techo de un edificio de ladrillos mostraba la ropa tendida; las hélices de los extractores de aire giraban diminutas; las tejas rojas de las casitas se alternaban con calaminas plateadas, algunas de las cua-les tenían manchas de óxido, como si una taza gigante de café se hubiera deramado encima. —Esto es maravilloso, más de lo que me habían dicho. Estamos volando… René lo miró sin entusiasmo. —¿Hace cuánto no vienes, Ale? ¿Quince años? —Más. —¿De verdad? ¿Ni una vez en todo este tiempo? Eso que no estás muy lejos. Y ahora vuelves. Todos vuelven a La Paz para subirse a esta cosa. ¿Qué le ven? Alejandro miró el paisaje que se abría para los dos des-de la cabina móvil —la súbita vista aérea—, como dejando que las imágenes contestaran la pregunta. Dejaron atrás los últimos edificios de la urbanización. Un callejón que seguramente allá abajo cerraba la vista de los caminantes se descubría para ellos como el acceso al campo abierto. Ahora sobrevolaban una cancha de fútbol en pleno juego: el balón era un punto blanco movedizo. Por un instante parecía que iban a la misma velocidad que aquel esforzado y diminuto lateral derecho flaco que terminaba su recorrido y lanzaba un centro. Alejandro recordó una película. Vio una mancha móvil sobre el césped y notó que era la sombra de la propia cabina. Pensó que debe ser raro jugar fútbol y ver, en el cielo, esos armazones amarillos, como ovnis. Pasaron la cancha y un bosque de eucaliptos dio lugar al precipicio. Abajo, una autopista —que a Alejandro se le hizo familiar— mostraba sus recodos, sus giros y sinuosidades. Sonrió. —Acabo de recordarla a la Daniela —dijo, mirando aba-jo—. ¿Sabes por qué?, ¿no? René respondió de memoria el estribillo de juventud: —Porque tiene más curvas que la Kantutani. La avenida Kantutani siguió en la vista: era una culebra exótica llena de vehículos amontonados. —¿Qué fue de ella? —¿Daniela? Sigue buena. Una señora de escote respetable. Vive la vida. No se volvió a casar desde que se separó del Grueso. El nombre los puso en alerta. Olvidaron un segundo el paseo. —Se esfumó el Grueso, ¿no? —Nadie supo más de él. Dicen que un tiempo anduvo deambulando por San Francisco y El Prado, barbudo, pero ya sabes, esta ciudad es tan chica que ni siquiera puedes volverte vagabundo en paz: te reconocen, te rescatan. Luego, parece, se fue a sembrar café a los Yungas. Hoy suena muy hípster eso, irte a sembrar café a Caranavi, pero hace diez años sonaba radical: como volverte monje. —Se terminó de volver loco, entonces. —Siempre estuvo loco, Ale. Hablaba de Ganímedes y de los Anunnaki. ¿Te acuerdas? Alejandro hizo silencio. Le llamó la atención la vista lejana de la gran piscina olímpica que se iba agrandando en lo alto del cerro hacía rato. Una construcción imponente que ya en su infancia tenía fama de ser costosa e inservible, tan moderna como inútil. —Sí, me acuerdo. Claro que me acuerdo. El paisaje tenía embelesado a Alejandro. Todas esas avenidas en miniatura, las casitas. Cada detalle le robaba la atención al anterior. —¡Mira! ¡Mira esto! ¿No es increíble? Uno se pone a recordar tantas cosas con esta vista. Es un parque temático para la memoria. MemoDisney Chuquiago. —Ja. Tu nueva afición, ¿no? Señor nostálgico. —¿De qué hablas, amigo? —No te hagas. Me enteré de lo de Chile… Todos se enteraron. Fuiste a buscarlo al Joel. —Viajé por negocios. Sabía que ahora vive en Santiago. Encontré su casa en el mapa. Lo fui a ver, sí. Quería… pedirle disculpas. —Un poco tarde. —Nunca es tarde. —Terminaste agarrándolo a golpes. —Fue absurdo, sí. No salió como yo esperaba. —¿Y cómo esperabas que saliera? En estos casos, uno no sabe si el tipo sigue resentido, si quiere vengarse, si está armado. He escuchado historias horribles. No todos perdonan. Menos lo que le hiciste a ese chango. —Lo que le hicimos. Lo hicimos juntos. —El hombre del cemento eras tú… Mi padre decía de tu padre: salió de Perú huyendo de la crisis y terminó poniendo a las constructoras bolivianas en crisis. —Cemento de secado rápido. Todo un emprendedor mi viejo. Pero no estuve solo en esto. —Fue tu idea. Siempre era tu idea. —Te cagaste de risa, no jodas. Te estás cagando de risa ahora mismo mientras lo recuerdas. —Es que da risa. ¿Cómo se te ocurrió? ¿Lo sacaste de una película? —No. No que yo recuerde. Me sorprendo todavía: poner al boludo con los pies hundidos en cemento en la 21, en San Miguel, el día de los carnavales. René estalló de risa. Las carcajadas retumbaron en la cabina. Alejandro lo acompañó unos segundos, pero luego se puso serio. Miró a René con gesto de calmada reprobación. —Pobre chico. —Oye, no es tan grave, hacíamos huevadas como todos. Éramos inconscientes. Eran otros tiempos, además. —El Grueso hizo la mezcla y moldeó los bloques. Siempre fue bueno para las manualidades. Ustedes fueron juntos allí, ¿te acuerdas? Te paraste al lado para asegurarte de que no se moviera. Y el niño no se movió porque te tenía pánico. El cemento se secó. Esa cosa de mi papá funcionaba. Alejandro posó la vista en la sucesión de cabinas amarillas que venían en sentido contrario. —Nos fuimos y el Joel se quedó allí plantado —dijo René—. Serían las nueve de la mañana. Y así estaba cuando llegó la hora de mojar. Carnaval paceño.—Y lo mojaron. —¡Unos hijos de puta! —¿Te refieres a nosotros? —preguntó Alejandro. —No —dijo René cortante—, a la gente. Una cosa es dejarlo allí con un cubo de cemento en cada pie. Otra es ver a un adolescente que no puede andar y no parar de mojarlo, tirarle globos, traer a un perro para que orine. —Que yo recuerde, fue eso lo que imaginamos, ese era el chiste. —Nunca tanto. Definitivamente no pensamos en que iba a quedarse tantas horas y le iba a dar una pulmonía. Ni tú eras tan sádico. Alejandro fijó la vista en el precipicio. En la ladera de un cerro, volvían a verse construcciones pequeñas, edificios de ladrillos. Un asiento de automóvil apareció solitario, arrancado de su base, expuesto al sol, en una azotea. Le extrañó. Lo hizo sentir como un espía, un ave en busca de excentricidades. —Yo pensé que su familia lo iba a ir a buscar. —Lo que no entiendo es qué haces yendo a ver al tipo a Santiago, donde vive ahora, feliz. Lo último que debe querer es acordarse de bestias como nosotros. —Quería disculparme. Todo iba bien, le dije que había sido un error, que lo sentía, que podía contar conmigo para lo que quisiera. —Pero… —No sé si fue la cerveza. Empezó a hablar huevadas. René viró los ojos hacia arriba y suspiró. ¿Había tenido siempre ese gesto? —Eso te pasa por jugar a arqueólogo. ¿Quién te manda? Y ya lo estás haciendo de nuevo, ¿te das cuenta? ¿Esta es tu idea de un paseo? Qué denso. Vive el presente. Estamos en la cabina del futuro, el país es otro. ¡Ciudad maravilla —Recordar es hermoso, no puede hacernos mal. Mira, ¡mira! Ese es el parquecito a donde íbamos a fumar hierba con el Grueso. Siempre fuimos los tres: tú, yo y él. El petiso, el alto y el ogro. Pensar que subíamos allí porque nadie podía vernos. —Solo Dios.

  1. Era obvio que se les pasó la mano. Tuvieron que llevarse al chico a la clínica del Sur y, si bien dijeron que se iba a recuperar, hubo que descartar un daño cerebral y eso sonó muy serio. Fue una de las pocas veces en que se vio en el colegio al papá de Alejandro, don Barreto, un tipo que a primera vista parecía demasiado joven para ser papá de alguien, alto, bronceado, con aquel peinado que años después haría popular el diablo Etcheverry, una camisa con pecho abierto, jean celeste y saco beige de hombros tiesos; vino caminando al colegio con pasos decididos y la expresión de siempre —fluctuaba de la sonrisa con hoyuelos a la nariz arrugada, la cara de qué hago yo aquí—, el hombre era cualquier cosa excepto alguien con ganas de discutir la velocidad con que su hijo aprendía los símbolos químicos. El papá de Alejandro había llegado a La Paz en 1991, luego de cerrar las operaciones de su constructora en Perú. La versión oficial era que venía huyendo de la crisis, pero otros comentaban que también escapaba de Sendero Luminoso, porque lo querían obligar a pagar cupos. El señor Barreto se encargó él mismo de desmentir esa historia. A él nadie lo hizo correr. He venido a este país de mierda, dijo borracho —como buen peruano, se ponía muy pollo en La Paz—, porque me encargué de varios terrucos, con mis propias manos —el señor Barreto hacía lo posible porque su índice y su pulgar lucieran como una nueve milímetros—, y lo volvería a hacer, pero tampoco soy de piedra, no quiero que me hagan estallar en pedazos delante del anormal de mi hijo, que, como todos los varones de estos tiempos, es una niñita, míralo, si un día ve mi cara sin ojos por la dinamita acabará en el manicomio. ¿Por qué salen así ahora, tan blandos? Tal vez por eso era paranoico, porque todo el mundo sa-bía que cuando un peruano quería ajustar cuentas con otro peruano era capaz de llegar hasta la mismísima Bolivia, no respetaban las fronteras esos cojudos, como cuando uno vino buscando al agregado naval y le metió un balazo en la cabeza en plena 6 de Agosto, y se vio la vereda manchada de sangre en el programa del padre Pérez. Así que todos supieron que el Alejandro se mudó cinco, seis veces, hasta en Ciudad Satélite estuvo, una semana entera, y luego en Cota Cota cuando no había ni casas, y en Següencoma, que no soportaron por el olor del Choquellapu en crecida. La vida nómade era posible en parte por la ausencia de la madre, que hacía años había huido a Miami con un piloto de LanChile. A Alejandro no le incomodaba el sobresalto de las mu-danzas. Al contrario, aprendió en tiempo récord a conocer la ciudad. Ese día, pues, todos lo pudieron ver al señor Barreto, una vez más, como se mira a una leyenda andante. Le dijo al chofer que esperara afuera y caminó a la Dirección. Nadie sabe qué conversaron, o más bien, qué dijo el señor Barreto, el caso es que Alejandro, que había preferido ausentarse después del incidente con Joel, el niño en el cemento, volvió al día siguiente como si nada. Esa misma semana, vinieron obreros con máquinas para hacer una ampliación del local: dos salones nuevos, graderías, una cancha de fútbol sala. Fue así como el Ale se salvó de una expulsión segura. Entendió perfectamente la naturaleza del trueque: su padre había puesto plata, así que el chico no cambió un ápice ni enmendó el rumbo. Solía colocar un montón de plátanos bien maduros en las mochilas de los elegidos y los obligaba a pisar sus propios bultos hasta que saliera puré por los resquicios de los cierres. Se la agarró con el profesor de guitarra, un aimara al que tildaban de opa, que se ponía al frente y cantaba el “zhombrero dhe zhao”. Cuando estaba de espaldas, le escupían flemas de tal forma que estas se quedaran estampadas en el saco, círculos fosforescentes, un asco, para que todos vieran la intervención, que se que-daba allí por horas. El señor Barreto, mientras tanto, empezó a ganar dinero con su cemento mágico que secaba más rápido gracias a un polímero que solo él sabía cómo traer a Bolivia. Así, a su paranoia de perseguido “político” le sumó otra: la del nuevo rico. Volvió a mudarse, esta vez se asesoró bien para encontrar un lugar realmente inaccesible. Llegó así a San Alberto, donde uno puede “tocar el cielo”, según vio en un folleto de la época. Alquiló una mansión que parecía la casa de la Barbie, con techo de dos aguas y una azotea blanca para tomar el sol o para mirar las estrellas. Escondidísima. Ni siquiera era posible ver la urbanización, ninguna avenida pasaba cerca. Solo te enterabas de su existencia si tenías un mapa muy actual a la mano, pero nadie usa mapas en una ciudad tan chica. A Alejandro le encantó la nueva casa: ya conocía el barrio porque allí, muy cerca, vivía el Grueso. El buen Grueso. Cuando se hizo evidente que René, el petiso, no iba a crecer más, apareció en escena el Grueso. Después de un verano lo vimos entrar al cole, bronceado, gigante y con la voz ronca después de haber pasado las vacaciones en Arica. Había dado un estirón. Alejandro lo midió y varias veces René le propuso ir a buscarle pelea, sacarle la mierda. Pero Alejandro Barreto era un chico inteligente: decidió esperar. El Grueso era muy fuerte, pero también muy boludo. ¿Qué se hace con alguien así? Se lo vuelve amigo. Desde entonces, fueron los tres. René se había quedado chico y lo compensó haciendo pesas en el club Bolívar. Iban juntos a todas partes. Mataban el tiempo. Hacían grafitis en las madrugadas. Así, Ale descubrió su talento para el dibujo, que al principio le avergonzaba —demasiado marica para su fama—, pero que luego utilizó no solo para pintar paredes, sino para otros fines divertidos. Diseñaba objetos que el Grueso construía con su asombrosa habilidad para las manualidades. El profesor de ajedrez casi pierde el ojo por un alfil convertido en dardo puesto en un lanzaproyectiles que funcionaba con un gancho de ropa y un elástico común clavado a una tabla. Al ver el ingenio innegable del aparato de madera, el profesor de ajedrez — que tuvo que ponerse tres puntos en el párpado— dijo que no era maldad, que solo eran niños inquietos, que todo se les pasaría en poco tiempo, cuando se fijaran en las chicas. Se equivocó. Era cierto que en general, al igual que el resto, Alejandro —el alto—, René —el petiso— y el Grueso —el ogro— empezaron a ducharse más que antes, y ahora hasta se peinaban y llevaban las camisas limpias. Pero su relación con las muchachas era, digamos, ambigua. Frente a ellas lucían muy domesticados y formales. Sin embargo, se volvió habitual que robaran cosas de otros chicos, cosas importantes, y las tomaran “empeñadas”: si las querían de vuelta, si querían evitar que las quemasen, tenían, por ejemplo, que levantarle la falda y meterle mano a la Tatiana delante de todos. O hacer misiones de espionaje en el baño de las chicas, con la pequeña cámara Le Clic de René. Solo un flacucho con raya al costado que se sentaba adelante —el insufrible Joel— se negó a hacerlo y, bueno, terminó con cemento en los pies el día del carnaval. El Grueso demostró vehemencia y lealtad, y se divertía en las andanzas. Pero también era un tipo raro. René — que nunca le tuvo confianza— decía que estaba un poco chiflado. Alejandro respondía que no era eso, lo que pasaba es que era un chango demasiado influenciable. Tenía razón. Todos recuerdan la clase en que pelotudo del profesor de historia antigua habló de los misterios de Egipto y copió en la pizarra un dibujo encontrado en una de las pirámides —según él—, y preguntó a todos a qué les recordaba la imagen. “Un astronauta”, dijo el Grueso y el profesor le devolvió una sonrisa cómplice. Sí, un astronauta. Los egipcios tuvieron contacto con seres de otros planetas, y lograron también dominar las leyes del espacio y el tiem-po para ver el futuro. Desde ese día, el Grueso no paró; el profesor lo llenó de libritos sobre Ganímedes —“a donde irás un día”— y los Anunnaki, que ayudaron a las civilizaciones preincas a construir sus monumentos y fortalezas, vestigios rotundos de la sabiduría intergaláctica. Cómo olvidar la excursión escolar a Tiahuanaco, donde el Grueso miró por primera vez la Portada del Sol y para empeorar las cosas en su cabeza, que ya estaba mal, el profesor dijo que la única explicación de la existencia de algo así era que se trataba de un portal a otra dimensión usado por los Anunnaki. Y allí estaba el Grueso, pasando de un lado a otro de en la Portada del Sol —aprovechando la distracción de los guardias— y algunos hasta juraron que en el trance desapareció por unos segundos, lo cual alimentó su delirio: en efecto, desaparecí, dijo, pude sentirlo, estuve en un lugar mejor, aunque hayan sido solo segundos yo lo sentí más largo. ¿Tiene eso sentido, profesor? Y el sujeto, un adoctrinador de menores, un mequetrefe, le dijo: sí, tiene todo el sentido del mundo. No faltó mucho para que René y Alejandro se encontraran con la imagen temida: el Grueso en el techo de su casa, en aquel barrio jailón junto al cielo, diciendo que estaba cerca de “hacer contacto”. Ya vienen. La reputa. Cómo culparlo: el cielo que se veía en las azoteas de San Alberto era perfecto. Estar allí significaba tener la bendición de la soledad cósmica. Pronto, Alejandro empezó a hacer algunas fiestas en la casa aprovechando los viajes de su papá. Los invitaba a todos, incluso a los humillados, a veces hasta los obligaba a ir para jugar con ellos. Las chicas llegaban y estrenaban allí esos trajecitos que solo podrían verse en las reuniones de promo de fin de año. Fue en una de esas fiestas cuando todos vieron —y por eso pueden dar fe de su rostro, que de lo contrario se habría borrado de toda memoria— a alguien a quien llamaban la Chapaca, la chiquilla que el señor Barreto había mandado traer a la ciudad para contratarla como empleada. Servía los bocaditos y las cervezas. Aunque lo disimularan, los chicos se la quedaban viendo, sobre todo después de un par de cervezas, sobre todo cuando se agachaba a recoger los ceniceros, porque si te fijas bien, debajo de esa fea chompa percudida tenía tetas más grandes que cualquiera de las seminiñas del curso. Incluso más que la Daniela, sí.
  2. Descendieron, como si la estación los tragara lentamente con su red de poleas. Tocaba ahora cambiar de línea. René se lo indicó, aunque era claro que él tampoco sabía muy bien cómo moverse en el lugar. Un ayudante les mostró el camino a la siguiente plataforma. Esta vez, las cabinas en movimiento eran verdes. Aquí tampoco había muchas personas. El uniformado los escoltó hasta que abordaron. Al verlos adentro, tan asimétricos, pareció indeciso. Parte de sus funciones —lo sabía René— era hacer que los pesos estén equilibrados en ambas bancas para que la cápsula no se tambalee. ¿Pero cómo se hace en este caso? Luego de segundos de duda, el hombre los dejó seguir. Volvieron a elevarse. René miró a su amigo a los ojos. Lo señaló con el índice, como haciéndole una recriminación risueña. —¿Te habló de aquello? ¿no? —¿Quién? —Joel. Por eso le pegaste en Santiago. Alejandro no le respondió. Se distrajo en silencio con el solitario parlante que descubrió al lado de la puerta. Pensó por un segundo en la posibilidad de una emergencia. ¿Quién hablaría? ¿Cuál sería el protocolo? ¿Qué podrían decirles si, por ejemplo, esta cosa estuviera por caerse? ¿“Señores, tengan la amabilidad de hacerse bolita”? —Ya me imaginaba —dijo René con sorna—. Quién te manda… —No era la forma. Yo había ido a reparar una cagada, no dos. —Ese es, pues, el peligro. Una cosa lleva a la otra… Por eso es preferible no abrir esas puertas. Esos momentos mejor dejarlos allí. Las cápsulas que venían en sentido contrario marcaban un ritmo uniforme, continuo, hipnótico. Alejandro había sa-cado la cuenta: nueve segundos de distancia entre cada una. —¿No te da curiosidad, de vez en cuando? —¿Qué? —preguntó René. —La casa. ¿No te da ganas de ir para allá? —¿Para qué iría? Era tu casa, no la mía. Ya ni recuerdo bien dónde es. Creo que ni sería capaz de llegar caminando. Ahora la piscina olímpica, en lo alto del cerro, había quedado delante de los dos. Se veía inmensa como un coliseo. A Alejandro le bastó mirar la fachada y las ventanas para darse cuenta: habían pasado dos décadas y seguía siendo un monumento inútil, un artefacto gigante e inservible coronando las postales de la ciudad. —¿Nunca la viste en sueños, la casa? —¿Vas a seguir con eso, Ale? —Pregunto… —No, ni por asomo. Es más, creo que ya la olvidé. Tú no, por lo visto. —Es complicado. Por años no era algo que me importase en lo más mínimo. Hasta que un día, cuando ya había retornado a Lima, tuve sueños que transcurrían allí. Nada muy feo, no te asustes, pero me dejó con curiosidad. No conservaba fotos, así que conseguí mapas de La Paz. Marqué con rojo el lugar donde tendría que estar el barrio. Navegué esas calles con los dedos. Lo dejé allí. Cuando salió Google Earth, volví a la carga. Ubiqué el perímetro exacto. Fue tremendo ir avanzando por la pantalla, acercándome. Cuando iba a llegar, hasta cerré los ojos. —Qué obsesión de tu parte. ¿Y qué? ¿Qué viste? —Nada. La imagen del satélite no es suficientemente cercana, ni entonces ni ahora. Todo sale borroso. Tengo aquí una captura. ¿Quieres verla? —No, gracias. No comparto tu fijación… ¿Por qué no viniste antes si te daba tanta nostalgia? —Quise hacerlo varias veces, pero después me desanimaba. Incluso compré pasajes que no usé nunca. Luego volví a dejar el tema. Hasta que me enteré del teleférico. Ya era bastante irreal ver que finalmente habían construido algo que cuando éramos chicos era solo una promesa imposible, la fantasía idiota con la que todos los candidatos a alcalde engatusaban a las masas. ¿Te acuerdas? Ya eso era mucho. Pero lo que vi un día, en un periódico boliviano en internet, fue demasiado: supe por internet, fue demasiado: supe por dónde iba a pasar esta línea. Un mapa interactivo mostraba el trazo futuro. Quedé en shock. ¿Quién podría creerlo? El barrio más jailón de la zona sur, alejado de todo y de todos… —Espera. ¿Quieres decir que esta línea…? ¿Por dónde pasa exactamente? —¿De verdad nunca has subido al teleférico, René? —No. —Pero si es una belleza. —Sí, claro. —¿No lo crees? —No, no siento por esta cosa ese “orgullo” idiota. De he-cho, me emputa. Cada tanto alguna amiga que se consiguió su gringo me invita a hacer el tour, pero digo no gracias. No le veo el encanto. Incluso, si te fijas —dijo y respiró hondamente—, apesta; parece muy limpio pero tiene al final final ese aroma inconfundible de un microbús en medio de la Max Paredes. —Bueno, si no has subido entonces estamos iguales. Lo veremos juntos. —¿Qué es lo que vamos a ver juntos? Alejandro señaló al frente, a la fila de cabinas hacia adelante, las que describían el camino futuro. —¿Ya te diste cuenta? René permaneció en silencio, desconcertado, incómodo. Alejandro supo que estaba nervioso porque la cabina comenzó a tambalearse.
  3. El profesor de ajedrez tenía una cicatriz encima del ojo y un tablero-pizarra donde colgaba las versiones bidimensionales de las fichas. Alfiles, peones, torres, caballos, todos parecían aplastados de perfil. Movía las piezas, una y otra vez, decía que había miles de posibilidades pero que todas guardaban una lógica, que en la fotografía fija de un jaque mate podían rastrearse los movimientos anteriores, la prehistoria fatal, el error. Llega un punto en que las cosas son inevitables, decía. A veces se quedaba absorto, en silencio, ido, y Alejandro le tiraba una pepa de ciruela en la cara, lo hacía despertar. El profesor solía decirles que el ajedrez le había ayudado a tomar decisiones en la vida, lo cual no hablaba muy bien del ajedrez, considerando sus zapatos agujereados y el eterno pantalón —desteñido en las nalgas— con el que se aparecía en todas las clases. Pero hubo un detalle que lo hizo memorable. Así como antes había dicho que Ale, René y el Grueso solo eran chicos divirtiéndose, cuando corrieron rumores de que Alejandro había traído el revólver de su papá a la escuela, el profesor de ajedrez vio perfectamente el devenir. En principio, no había por qué preocuparse: el arma llegaba descargada. Alejandro obligaba a jugar con él a sus elegidos. A pesar de que la bala de la suerte era de fogueo, él hacía como que ponía una de verdad en el tambor. A veces, sus contrincantes se meaban de miedo, literalmente El profesor de ajedrez advirtió a la Dirección que, a pesar de la apariencia “inofensiva”, había elementos en el juego, sumados a la personalidad de los chicos, que lo hacían prever múltiples escenarios catastróficos; pero cuando quiso sustentar su predicción hablando de los ataques relámpago en las partidas de Planincec, no le hicieron caso. Poco después, jugando contra Alejandro, un chico se disparó. El Ale había llevado balas de verdad, solo para mostrarlas, para que la farsa fuera “más creíble” y el susto, “más perfecto”. Pero había dejado sin darse cuenta una bala en el tambor. Al chico lo salvó la tembladera de su mano derecha, que le restó firmeza al disparo final y movió el cañón por encima de la sien, haciéndole una herida superficial en el cráneo y dejándole una raya rectísima donde nunca más le crecería el pelo. El humo en su cuero cabelludo dio risa. El chico se cagó en los pantalones. “Pude morir”, fue el comentario automático de Alejandro el cínico, antes de lanzar una carcajada histérica. El profesor de ajedrez supo perfectamente que ese era el inicio del cumplimiento de su profecía terrible. Pero, ya se sabe, no le hicieron caso, solo les confiscaron a los chicos toda clase de objetos potencialmente dañinos. La siguiente clase, el profesor llegó con el pantalón de siempre, más misterioso que de costumbre. Acomodó su tablero. Se quedó más tiempo del habitual moviendo las fichas una y otra vez, siguiendo en cámara rápida el curso de unas jugadas —¿clásicas?— que se sabía de memoria: el rey huía en diagonal de un caballo y una torre enemigas, luego bordeaba la esquina del tablero para retroceder con urgencia. Las fichas planas oscilaban frenéticas por los malabares del profesor, como si fueran naipes. Cuando el maestro se detuvo, dirigió la mirada hacia Alejandro:—En un mundo paralelo, ese muchacho se disparó en la cabeza, quedó paralítico de por vida y usted pasa el resto de sus días arrepintiéndose de haber nacido. Todos esperaban que el Ale reaccionara contra el hombrecito. Pero se quedó sentado. Y la clase siguió con las habituales lecciones de defensas rusas. Así era el profesor, tenía sus momentos extravagantes. Como esa vez en que el Grueso, luego de oírlo atentamente, le preguntó: “¿Permite el ajedrez ver el futuro?”. Todo el mundo se rio de su pregunta, pero el profesor atinó a responder con tono de ultratumba: “El ajedrez consiste en ver el futuro”. En todo caso, ese futuro —o alguno similar— pareció asomarse en el momento en que los tres amigos, fuertes, decididos, adolescentes, tan al borde del cielo, tan dueños del mundo, tan sin nadie que pudiera verlos en esa mansión que parecía la casa de la Barbie, la mansión donde un nuevo rico paranoico guardaba sus armas domésticas, miraron a la chapaca de tetas grandes; sabían que estaba sola, que no tenía a nadie en la ciudad. Los amigos la invitaron a sentarse con ellos. La primera vez no pasó nada. La segunda vez, dejaron que la charla fuera más lejos. Ella se sintió incómoda, pero Alejandro sabía ser convincente. Quería ser enfermera, dijo ella antes de acceder al primer brindis. Bebía bien. Resistía mejor que cualquiera de ellos. René era el más bocón. Por él se filtraron detalles explícitos, además de una imitación bastante fiel de los gemidos que hacía la imilla. Al Ale se le escapó decir — defendiéndose de quién sabe qué acusación— que no había nada forzado, que a la chica le pagaban bien por cada uno de los encuentros. Da cosa hablar de eso, un poco de culpa y un poco de vergüenza, también, porque la verdad es que todos nos masturbamos con esas fotos compradas a cuarenta bolivianos cada una. ¿Sonreía la muchacha? ¿O queríamos ver en el gesto de nada un guiño, una incitación? La historia de lo que siguió se supo luego por el Grueso, que ya empezaba a volverse un poco chiflado, ya hablaba de avistamientos en los tejados de su barrio, de contactos, de paisajes de Ganímedes y del retorno de los Anunnaki a sus tierras. Una de las cosas que se supo fue que, en algún momento, Alejandro decidió prestarle a la chapaca mucho dinero. Le explicó de los intereses, pero la muchacha con las justas sabía escribir. Al poco tiempo, la chapaca le debía al hijo del patrón más dinero del que podría ver en años. Y Alejandro supo cómo cobrárselo. El Grueso dijo después que él pensaba que la chica hacía todo eso voluntariamente; es posible que de verdad lo creyera (nunca fue un tipo demasiado listo). El caso es que, luego de varios encuentros llenos de vigor adolescente, los tres amigos decidieron hacer con ella una versión doméstica de Las locuras de Ginger, una película en VHS que el señor Barreto guardaba en el armario. Allí la historia se detuvo. Semanas más tarde, como si nada, la chapaca se esfumó, no se la vio más sirviendo bocaditos en las fiestas. Alguna vez, el Ale mencionó al vuelo que se volvió a su tierra, pero el Grueso, el buen Grueso, empezó a soltar la lengua con las primeras borracheras grandes, sobre todo en aquella del viaje a Cochabamba, y, a pesar de que René minimizaba sus confesiones de borracho diciendo que el chico estaba mal de la cabeza, al terminar el colegio todos teníamos en la mente una versión nítida de “las locuras de la Chapaca”. Lo que no supimos hasta mucho después fue que una de esas tardes las cosas se jodieron. La cápsula había empezado a oscilar de un lado al otro. Daba vértigo. Trataron de ponerse rígidos, pero una noción física elemental les hizo ver que el movimiento no iba a parar. El parlante empezó a hacer chasquidos. ¿Qué era eso? ¿Alguien trataba de decirles algo? —Fue idea tuya. Eso también fue idea tuya. Armá tu tour solo, no me tienes que meter a mí. —¿Sabes qué más averigüé? Que la propiedad sigue siendo del tipo que se la dio en alquiler a mi padre. Solo ha habido un par de inquilinos en todo este tiempo y al parecer nadie la ha tocado desde entonces. —Es decir… —Lo más probable es que la casa esté intacta, sí. Nos acercamos, René. —Fuiste tú. Tú lo imaginaste. —Fuimos los tres. La gozadera, de hecho, fue de los tres. La chica tenía dieciséis años. —Nosotros, quince. —Era casi analfabeta. —Ya te dije, fueron cosas de changos. Eran otros tiempos. ¿No ves? Hoy hasta matar un conejo te convierte en monstruo. Ni siquiera había feministas entonces. Soy un hombre de bien. Tengo dos hijos, los mantengo. —¿Por qué no quieres asomarte a mirar entonces, hombre de bien? ¿Por qué ni siquiera hablas? —Porque me siento en un juicio. —Bah, no exageres. Soy tu amigo, recuerda. —Ja. Amigo. —Ya estamos cerca, René. Solo mira para abajo. Nos va a hacer bien.
  4. Al Ale le molestó, sobre todo, que en Chile el Joel lo acusara de psicópata y desalmado; que soltara a gritos, como un volcán, su versión de aquella historia que había quedado enterrada. ¿Qué se creía? ¿Que porque vivía en un barrio bonito de Santiago y era un ganador en la vida podía faltarle el respeto? ¿Gritarle a él, a Alejandro Barreto? Lo midió. Seguía siendo, en el fondo, el mismo ser insignificante y llorón de hacía veinte años. ¿Qué saben de la vida quienes nunca en su infancia usaron la fuerza del cuerpo para conocer lo que realmente nos define como especie, poder decidir destruir al otro, humillarlo, someterlo, expandir tu civilización gracias a las aptitudes físicas que la vida te dio, como los antiguos? Exageraron: no fue una paliza. Solo dos puñetes bien puestos, pero bastó para que el miedo de años atrás volviera a instalarse en el chico. También el placer del dominio, sí. Tenía algo de razón, Alejandro. Lo que pasó esa tarde triste en la casa de la Barbie no parece haber sido una agresión o un acto violento, como alguien especuló considerando el prontuario de la pandilla y de su impetuoso líder. Fue algo mucho más idiota. Ridículo. Terrible. Tratando de imitar una de esas piruetas de la película triple equis de Ginger, una tarea que la Chapaca cumplía con docilidad profesional —¿también tristeza?, ¿también alegría?, ¿cómo atrevernos a interpretar su rostro en esas fotos que quisiéramos olvidar?—, el Ale ordenó a la chica colocarse en una escalera de mano situada al borde de un librero, sacando el trasero, como Ginger, pero ella perdió el equilibro de tal forma que se fue de cabeza contra el piso. No reaccionaba. Tal vez se hubiera salvado si atención, pero el Ale no iba a arriesgarse a que lo vieran llegar al hospital con una imilla desnuda. Todo eso se supo con el tiempo. Se fue sabiendo. De lo que nadie se enteró nunca fue de lo que vino después. La idea fue de Alejandro. Hasta lo dibujó en un papel. Si se ponían a excavar en el jardín, iban a llamar la atención de los vecinos. Era un lugar tan apacible que el perímetro de la propiedad ni siquiera estaba protegido por muros o cercas. Además, ¿arruinar el césped? Su padre lo mataría. La casa tenía un tejado, ¿no? Un tejado que no podía ver nadie. Qué mejor lugar para colocar algo incómodo. Alejandro hizo el boceto en papel cuadriculado. El dibujo resultante era hermoso. El Grueso siguió el plan, se encargó él mismo de preparar la mezcla y llevar los ladrillos. Al principio estuvo en shock, se dieron cuenta porque se acercó a la chapaca, tendida en el sofá, le tocó el rostro y preguntó: “¿A qué hora despierta?”. El boludo creía que estaba desmayada. O quería creerlo. Y mientras aplanaba el cemento para el proyecto express, empezó a llorar. “Esto no está bien”, dijo. “No está bien”. “Callate —le respondió Alejandro—. Tú también estás en esto. Tú también estás en esto. Hay fotos”. Y el Grueso siguió dándole forma a su pequeña obra, pero también siguió llorando: “Yo nunca. Yo nunca. Yo pensaba que ella… No está bien”. De todos modos terminó el trabajo tal y como Alejandro lo había concebido. Una chimenea nueva, completamente inservible, encima de la casita de la Barbie. En realidad, un cubo hueco que no iba a ningún ducto y que pronto se taparía. Con el espacio justo para un cuerpo adolescente doblado en dos, hecho bolita. Lo mejor: no se podía ver des-de abajo.—A ellos no les va a gustar —amenazó el Grueso, que no paraba de gimotear y tenía la nariz llena de mocos. Sus amigos se paralizaron un instante. —¿Qué hablas, boludo? —preguntó René. —Están por venir, y no les va gustar. Son nobles. Esta tierra es suya. —¿Quiénes vienen? El Grueso miró al cielo. 7. —Te juro que si se pudiera ver en Google Earth me ahorro el paseo. Pero no se puede. —Eres un enfermo. Siempre has sido. ¡Mierda! —Cálmate, mira cómo estás haciendo mover esta cosa. ¿Qué quieres? ¿Salir de aquí al vacío? Mira. Ya viene. La puedo ver. Mi casa. —Si tanto la quieres, lanzate desde aquí mejor. Morite. —René. —Qué. —¿De qué tienes miedo? ¿De ver la chimenea? ¿De verla allí sin poder hacer nada? ¿De verla y saber que ha estado allí todo este tiempo sin que a nadie le importe? —No quiero ver nada, no voy a ver nada. —Nos acercamos. —No lo haré. —¿O tal vez también tienes miedo de ver otra cosa? —¿Qué cosa? —¿No has pensado en eso? Quizás si miramos abajo… Tal vez… Tal vez ahora mismo está allí un adolescente al que llaman “el Grueso”. Mirando hacia arriba. Buscando hacer contacto. ¿Será eso? ¿Será que venimos del futuro? El parlante volvió a hacer chasquidos ininteligibles. El cielo se nubló. Un relámpago fue el preludio de la lluvia repentina. —¡Suficiente, carajo! Estás jodido. En la siguiente estación me largo y no me vuelves a ver en tu puta vida. Se recogió como pudo, en posición fetal, a un extremo de la cabina. Cerró los ojos. —No seas infantil. Ya casi estamos. En segundos la vamos a ver —se puso de pie y se acercó a él con su cuerpote amenazante—. La casa de la Barbie. Abre los ojos, René. Ábrelos. La cabina se tambaleaba demasiado. René, aterrado, abrió los ojos.

 

Juan Manuel Robles es un periodista y escritor peruano. Entre sus libros, Lima Freak, vidas de insólitas en una ciudad perturbada, Nuevos juguetes de la Guerra Fría y No somos cazafantasmas, donde está incluido este cuento.

 

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