El Pejerrey Empedernido cruzó los Andes y se nos fue a Chile, no solo para tomarse unos vinos allá – que son de los buenos, sobre todo los blancos – sino para preparar y mandarse al buche un curanto al que lo le falta nada, güevón.
Sí, habemos Pejerreyes amantes de las bibliotecas, aunque ustedes, incrédulos, no quieran tenerlo como cierto. Es por eso que hoy puedo contarles que he sido y soy un entusiasta lector acerca de la vida de Flavio Claudio Juliano, más conocido como Juliano “el Apóstata”, el mandamás romano del siglo IV, y ya que estamos salgo de la cocina por un instante, pues qué calor hace con los hornos encendidos, y les recomiendo la novela sobre el tal fulano que escribiera ya hace tiempo el estadounidense Gore Vidal. Todo esto sobre Juliano y demás, así como mi cierta admiración por él, no significan de modo algunos que me haya asaltado un ataque de apostasía o herejía impertérrita cuando propuse el título con el que arranco; de ninguna manera, apenas si para ello me inspiré o surgió, digamos, de un texto que encontré entre los pelpas de mi amigo Ducrot, cuando la otra tarde de jueves con termómetro porteño de tortura caniculosa, me encerré en su cuartucho con ventilador y cervecilla helada, a ver en qué me inspiraba para esto que estoy garabateando ahora y espero en algún momento ciertos de ustedes lean. Miren lo que encontré, ¿acaso no es un arrebol de letras servidas, humeantes o crudas, para el caso da lo mismo, creo, digo, al menos para mí, Pejerrey que disfruta de tártaros y ceviches tanto como de sopas y guisos, por ejemplo; un fulgor del yantar sudaca y andino, sin más precisiones por ahora, a ver si reconocen los versos?: Hermoso como vacuno joven es el canto de las ranas guisadas de entreperdices, la alta manta doñiguana es más preciosa que la pierna de la señora más preciosa, lo más precioso que existe, para embarcarse en un curanto bien servido, el camarón del Huasco es rico, chorreando vino y sentimiento, como el choro de miel que se cosecha entre mujeres, entre cochayuyos de oceánica, entre laureles y vihuelas de Talcahuano por el jugo de limón otoñal de los siglos, o como la olorosa empanada colchagüina, que agranda de caldo la garganta y clama, de horno, floreciendo los rodeos flor de durazno. Y, ¿qué me dicen ustedes de un costillar de chancho con ajo, picantísimo, asado en asador de maqui, en junio, a las riberas del peumo o la patagua o el boldo que resumen la atmósfera dramática del atardecer lluvioso de Quirihueo de Cauquenes, o de la guañaca en caldo de ganso, completamente talquino o licantenino de parentela?, no, la codorniz asada a la parrilla se come, lo mismo que se oye “el Martirio”, en las laderas aconcagüinas, y la lisa frita en el Maule, en el que el pejerrey salta a la paila sagrada de gozo, completamente rico del río, enriquecido en la lancha maulina, mientras las niñas Carreño, como sufriendo, le hacen empeño a lo humano y a lo divino, en la de gran antigüedad familiar vihuela (…). Porque, si es preciso el hartarse con longaniza chillaneja antes de morirse, en día lluvioso, acariciada con vino áspero, de Auquinco o Coihueco, en arpa, guitarra y acordeón bañándose, dando terribles saltos o carcajadas, saboreando el bramante pebre cuchareado y la papa parada, también lo es saborear la prieta tuncana en agosto, cuando los chanchos parecen obispos, y los obispos parecen chanchos o hipopótamos, y bajar la comida con unos traguitos de guindado (…). Y la empanada fritita, picantoncita y la sopaipilla, que en tocino ardiente gimieron, se bendicen entre trago y trago, al pie de los pellines del Bío-Bío, en los que se enrolla el trueno con anchos látigos, pero nunca la iguala a la paloma torcaz, sabroseada en los rastrojos de julio, en la humedad incondicional de tal época, entre fogatas y tortillas (…). Cuando el jamón está maduro en sal, a la soledad fluvial de Valdivia, y está dorado y precioso como un potro percherón o una hermosa teta de monja que parece novia, comienza el poema de la saturación espiritual del humo y así como la olorosa aceituna de Aconcagua, con la cual sólo es posible saborear los patos borrachos con apio y bien cebados y regados con cien botellas, la olorosa aceituna de Aconcagua, se macera en salmuera de las salinas de Iloca, únicamente, la carne sabrosa de los bucaneros y la piratería se ahúma con humo, pero con humo de ulmo en La Frontera y surgen pichangas y guantadas o mate de sables antiguos, y el picante de guatitas a la talquina está rugiendo(…). Párrafos tomados de “Epopeya de las comidas y bebidas de Chile” (1949), del poeta y comunista chileno Pablo de Rokha, siempre recordado. Y ya que estamos, entre tantos comeres que claro quedó son bien chilenos, qué les parece un curanto, en olla, no me la compliquen con el pozo en la tierra. Rejuntemos en una gran cacerola de barro o fierro, si disco o paellera que le dicen, mucho mejor, y sobre llama constante – si de fogón ni les cuento – todo lo que les propongo con las peores de la intenciones: papas, ajos, cebollas, tomates pimentones, albahacas y otras hierbas, hinojos, de a poquitín y teniendo en cuenta sus puntos de calenturas, perdón, de cocciones; aceite de oliva, un chorrillo, y todo oculto entre los vinos blancos más hermosos y prometedores que encuentren, con trozos de bondiola de chancho, rodajas de chorizo colorado y de longaniza; luego ruedas de abadejo, mejillones, langostinos y almejas, chabones del mar como una vez los bautizó mi sobrina Catalina, y dejo fuera mariscos tan chilenos como el picoroco por razones obvias; cubierto el mejunje con hojas de repollos para que lo vapores se conviertan en sabores, hasta que oigan el cri, cri de lista la cocinada…¿Lo oyen?….A comer entonces sin escamotear y, entre nosotros, un Torrontés más que refrescado…¡Salud!
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