Resulta que eso que no sabemos si estaba antes que la primera gallina o vino después es materia prima para infinidad de exquisiteces. Hoy el Pejerrey Empedernido rompe un montón de huevos para mostrarte lo que podés hacer con ellos.

Que no es lengua ni congresal, pero como lo que sigue viene de mayonesas, sambayones, mitos y dioses, para quede claro desde el principio. Y en esa senda hacia mis cocinas, que circulan en el otro mundo de lagunas, ríos y mares, que allí vivimos los Pejerreyes, voy recitando el siguiente soneto injurioso de la burbujeante serie que escribe y publica entre las redes el docto Guillermo Saavedra, poeta y crítico cultural de por ahí por la UBA. El hombre se sumerge en una suerte de barrosa y runflera pero tradición quevediana al fin; pase y lean sobre congresuchos de lenguas sosas: “Un pelotudo hablando en argentino… Prendido a las pelotas de un monarca pletórico al batir “José Luis Borges”, un Tribilín afásico, un San Jorge carente de zabiola pero garca, inauguró un congreso de la lengua. Venciendo al puercoespín Verga Llorosa en obsecuencia regia y escamosa, nuestro frígido cuis no tuvo mengua: cargándose al pasar la concordancia, su boca siempre occisa de una papa, meó con gentilicios todo el mapa de América en fatal extravagancia. Vas a morir, chuleta, sin Congreso: tu ojete conjugado por mil presos”. Ahora sí, relajadito y con escamas para fiestas domingueras, el Pejerrey pasa a lo suyo, todo mucho más modesto. Y esta es la historia para la presente semana. ¡Aplaudan che cuando concluyan la lectura, tirados en la catrera con la tableta, que me gustan más las de chocolates amargos que las de microchips, o donde conos sures sea: Leche, azúcar, huevos enteros y yemas; agua, esencia de vainilla; una buena cacerola, una cuchara de madera y un lugar fresco en la cocina; si no, una heladera. Esos son los ingredientes y herramientas para elaborar un postre clásico de nuestra cocina colonial, la ambrosía. Así explicaba a no sé quién hace un tiempo, y seguía: La ambrosía, antes de ser nuestra, fue conocida como el comer de los dioses, como el comer divino. No era un postre sino que se designaba con la palabra “a – mbrotos”, que viene del griego y significa no mortal, al alimento de los seres que la jugaba de superiores, ma’ sí tomatelás. Para algunos la ambrosía consistió en hongos alucinógenos y para otros en hidromiel, un chupi que todavía por ahí se consigue. También los hubo quienes manducaban todo lo que sea de color ámbar, por eso ciertos santos del siglo VII decían “ninguna mujer debería presumir de llevar ámbar colgado del cuello”, y unos no pocos, los más zarpados, se aficionaban a la antropofagia incestuosa. Y sí, los dioses siempre fueron y serán caprichosos. Pero con huevos, y no sólo de gallina, se puede de hacer todo. Como afirmó Gideon Zeidler, de la Universidad de California, “el cascarón, liviano y fuerte, ha sido motivo de fascinación para muchos científicos. Esas características se implementaron en el diseño y construcción de aeronaves. La manera en que el huevo, crudo o cocido, absorbe colores, sabores y aromas, lo ha hecho un apetecido alimento y un objeto de decoración”. Se trata de una cita afanada a un portal en castellano del citado alto centro de estudios del Far West y no hay por qué extrañarse, pues Miguel Ángel usó huevos en sus frescos de la Capilla Sixtina, porque no lo había a escuchado al cantor pero de costalete le decía al Papa de turno por entonces, andá a cantarle a Gardel y morfate esta cigota. En algún restaurante chino los comí coloreados de negro, los tiñen con salsa de soja; algunos dicen que el plato “huevo de los mil años” sólo debe llevar negra la clara, más la yema de amarillo brillante. Los romanos los devoraban y los subían a pedestales, como decoración y para adorarlos ¡Viva San Huevo!; de ahí proviene el rito del huevo de Pascua. El viejo Apicius ofrecía varias recetas para su utilización culinaria y dicen que formó parte, el huevo, del menú de la última cena. Pero la verdad no era eso lo que quería contarles, sino acerca de las que, a mi modesto entender, son las tres mejores aplicaciones gastronómicas del famosos huevo. Se sostiene por ahí que el mayor desafío para un cocinero consiste en freírlo como dios manda. Recuerdo haber visto una vez por tele a uno de esos, bien mediático y garqueta que la juega de fueguero al aire libre, ¿qué amoroso verdad?, salarlo mientras crepitaba en la sartén. ¡Un badulaque! El chisporroteo parecía una tormenta eléctrica. A mí me gustan con la clara bien hecha, casi crocante, y la yema jugosa, para mojar el pan, ¿vio? A la hora del postre, el rey de reyes, el italiano sambayón. Afirman que es invento de un cocinero real, pero tengo mis dudas. Seguramente se trata de una creación anónima y colectiva, como lo son las mejores experiencias culinarias. Y por último, la siempre eterna mayonesa. La verdad que hay industriales que saben buenas, pero la mejor de todas, sin duda alguna, es una que no puedo recomendarles. Ni Freud ni Lacan, ni los mismísimos brujos comechingones lograrán jamás que renuncie a cierta exclusividad; es la mayonesa con aceite de oliva y un desliz amoroso de ajo que hacía mi abuela. ¡Salud y la seguimos!

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?