La tripa gorda tiene mala prensa, no como nuestros famosos chinchulines. Por eso este sábado El Pejerrey Empedernido, metido a justiciero, quiere cambiar las cosas. Fijate, leé atentamente y por ahí te le animás.
Se lo pudo haber gritado una noche cualquiera, entre madreselvas mazorqueras, la Zi Pancracia al Antonio, que llegaba con esa comezón que algunos le atribuyen a mi primo el bagre cuando la parlan de debute para contarte que andan con ragú; y sí, ese es un guisado de carnes, aunque por aquí los memoriosos, y como el Pejerrey Empedernido lo soy, entonces recuerdo, sí de aquello se trataba: ¡Ay, me estoy cagando de hambre…! Cómo para no putear mis amigas, mis amigos o lo que fueren todos, lectores, porque hay hambre o se morfa cada vez peor, y para muestra bastan un Felipe o una flautita: más allá de los números y las inflaciones que por ahí la cantan políticos, gobernantes, sindicalistas y medios, todos en un truco de jugarretas, a favor en contra; los propios empresarios de esos que se quedan con la guita del laburante reconocieron este jueves, el día que enfundo aletas y nadaduras para sentarme a escribir, que el precio del pan subió un treinta por ciento desde noviembre al 11 de ahora mes de febrero del tiempo Fernández, sin que en el diome hubiesen saltado para arriba los costos de producción, pues trigo, harinas, transportes, tarifas y ni te la cuento los salarios, todo viene más congelado que el culo del Titanic…Parece, y estoy convencido, porque la intuición del Peje criado entre arroyos y mares no falla, de que los políticos, periodistas de uno y otro charco, censistas, encuestadores, estadísticos, y hasta apoltronados sindicalistas que se dedican a medir como vivimos los pobres giles, muy pocas veces en sus cómodas vidurrias se dedican a hacer las compras de aquello indispensable para parar la olla nuestra de cada día. Pero vayamos a los nuestro, o, sin tantas pretensiones, al menos a lo mío, que hoy viene de ciertos orígenes que, aunque tantas veces invocados, nunca está de más un vuelvo a repetir: la parrillada, esa que nos apasiona en tanto glotones de los yantares nuestros (y de los otros también, pero no lo digan), es cosa de negros che, como ya lo escribiera en El Matadero el galerudo Esteban Echeverría, entre otras cosas uno de los fundadores de la literatura argentina, durante aquél cuadro en el cual las negras pobres van por allí los días de faena para recoger la sangre y las entrañas, las inmundicias, desde el suelo encharcado, pues las vacas fueron cuarteadas a cuchillo, con destinos de mesas ricas. O por qué se creen que los intestinos de la bestia se llaman África chinchulines, por cierto palabra mucho más musical y menos capciosa que aquella que los orientales de la Banda utilizan para bautizar a la tripa gorda, la que, por los mesones de Montevideo, una de las ciudades amadas por mi amigo Ducrot, son ordenadas por los mosaicos a los parrilleros, como…sí…choto. Volvamos al principio, a aquél anochecer en el que la Zi Pancracia y el Antonio se zamparon unos chinchu no sé si a la parrilla, al espetón o guisados en olla de fierro; si afirmase una u otra posibilidad apenas si estaría especulando sin más fundamentas que mi arbitrariedad y pasión. Y dicho sea de paso, la misma (pasión) que me estremeció el otro día, cuando, disfrazado de humano, para despistar a los amantes dentarios del pescado, de caminata andando por ciertas calles de Flores, ¡zas…! de enderrepente un humillo de parrillas ocultas fue envolviendo el aire, hasta llegar al cielo. Surgía de una obra en construcción o reparaciones, no viene al caso, y recordarme hizo lo que me contara mi amigo una noche (ya lo mencioné y si quiere dos citas nominadas que labure): aquellos tiempos en que el obreraje morfaba asado al pie del laburo, y el día aquél que, por esos convites voy y vengo, el gomía siendo pibe conoció a uno de aquellos asadores de overol y zorra que le daba al fuego a la vera del ferrocarril Mitre, el mismo que le recomendó lecturas anarcobolcheperucas. Eran los primeros días de la Resistencia, pero ese será tema para alguna semana venidera, que esta vez solo me resta decirles que, en homenaje a la Zi Pancracia y al Antonio, es que les alquilo por uno días, digamos, la reciente receta; y lo que son las sincronías en la Historia de la cocina, casi la misma que con tripas de cordero, los sicilianos del pueblo llaman Stigghiola; ahí va: concurran de mi parte a vuestro carnicero de confianza – ¡más nunca a un supermercado, que los zurzan! – y pidan o encarguen tripa gorda; no le digan choto para evitar ofensas, y cuando se hagan con ella, a proceder más o menos de la siguiente manera, aunque antes y ya verán por qué, era un gaucho que tuvo su par de guantes, era un gaucho que tuvo su par de guantes y se creía el mozo más elegante, y se creía el mozo más elegante. Iba el domingo a la plaza del pueblo y parecía un pueblero nomás, entrelazaba adelante las manos porque los guantes no lucen atrás. Ustedes con la manos sobre la mesa, y sin entrelazar, para hacer de cuenta que la tripa gorda es un guante y la dan vuelta, que quede la grasa para afuera, así luego cruje sobre las brasas, se achicharrona si les gusta la palabreja; cierran un extremo con un palillo y la rellenan luego con un mejunje de ajos y perejiles picados, queso rallado y unas gotas de coñac, si es que lo hay, o de vino blanco, y palillo al final con vuelta en rosca o así estiradilla, que también luce guapa. A la parrilla hasta el bronceado del a punto, y a la tabla y cuchilla después, para que los comensales se dispongan al picoteo sin exagerar, porque ya les dirán las voces sanas e higienistas, derechosas digamos, eso no come, eso no hace. ¡Pues sí qué se hace, sí que se come, con pan crujiente y generosidades del vino que prefieran…! ¿Tinto…por qué no? ¡Y salud!
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