Te dicen que van a cuidar los precios y te los aumentan. A esta altura, más que mentirosos son torturadores que te dejan sufriendo como aquel hijo de Zeus al que le ponían los manjares a pocos centímetros pero nunca llegaba a alcanzarlos. En fin, rebelde con causa, El Pejerrey empedernido se juega y te propone que te gastes hasta la última monedita para preparar un carpaccio de atún rojo, plato de dioses si los hay.
Abro las noticias del miércoles por la noche. Dicen que Mauricio dispuso cuidar los precios de algunos poquitillos morfis, en este desolado campo del castigo cotidiano que nos somete, con la complicidad de la burguesía carroñera de la Argentina, sobre todo aquella que conforma la mafia concentrada de formadores de precios, en un país de empresas en quiebra pero con empresarios ricos, de fortunas en el exterior, incluso muchas que son de aquellos que la juegan de quejosos; el (des) gobierno de Macri, retomo, y consentido por la oposición que nada hizo para rajarlo a patadas en culo pero en el marco de las acefalías y otras instituciones que prevé la Constitución, y tolerada por una gran arco social, mayoritario en cuanto a lo tolerante, más allá de los cacareos, ese gobierno escribía, anunció una sarta de imposturas para simular que combate la inflación, la carestía de la vida. Pero los empresarios ya subieron por adelantado sus precios, y otra el precio de la leche, la mala leche, por las nubes. Por eso, volvé Tántalo, sabremos disculparte. Sucede que como Pejerrey Empedernido que uno es, nada y nada, bucea y encuentra, esta vez en el mar de la letrilla digital, y afana. El castigo de Tántalo alude a la cena que determinó su confinamiento definitivo en el asilo de las almas que Plutón gobierna bajo la tierra. La cena se realizó un día en que Tántalo convidó a sus amigos los dioses a un gran banquete en su palacio. Todos los inmortales del Olimpo, comparecieron. No imaginaban las malas intenciones de Tántalo rey de Frigia, a pesar de las innumerables faltas por este cometidas. Una vez había revelado a sus amigos mortales conversaciones que eran del exclusivo interés de los dioses. En otra ocasión robó néctar y ambrosía (bebida y comida de los dioses) para deleitar a sus concubinas. Y en cuanto al perro de Júpiter, que le había pedido prestado a Mercurio, Tántalo no se molestaba en devolverlo. Parecía que ese acomodado e irreverente señor de la Tierra quería jugar con los dioses. Apetitosas y humeantes, las fuentes de vituallas atravesaban el salón en todas direcciones. Criados engalanados colocaban en los platos de los divinos comensales enormes porciones de carne rosada. No se daban cuenta de que involuntariamente, se hacían cómplices de un doble crimen. Se percibía sin embargo, una atmósfera sospechosa. La mirada de Tántalo revelaba intenciones malvadas. Los inmortales contemplaban sus platos sin moverse. Sólo Ceres, sin darse cuenta de nada, se sirvió de su porción con gesto delicado. Pero al probar el alimento se dio cuenta de que era carne humana: la de un omóplato. Los dioses se levantaron indignados. Era la última broma del rey de Frigia. Broma trágica además: el cuerpo servido en el banquete pertenecía al propio hijo del anfitrión. Era un crimen digno de la furia implacable de las Erinias…Y seguí nadando, no sé si despierto o entre sueñeras, y me acordé de otras de por ahí vienen que dicen ser palabras escritas hace unos años, y quiero presentárselas a ustedes, para conjurar macris y antropofagias, claro que entre ellos, los macris, todos son horrendos y nefandos; no así el sendero de los comeres entre nosotros, en los que se encuentran jardines de hermosura, como aquellos del amor de humedades y estremecimientos, con cuyas entonaciones gracias al Bajísimo sublimamos, porque si no, para que nos vamos imaginar. Sigo entonces: todo empezó el día que su novela, “El icono de Dangling”. Por suerte, sabía sobre sus apetitos: degustadora de la cocina del mar y de los vinos blancos poderosos, la autora, mi escritora preferida, antropóloga y lingüista ella; pero busquen ustedes el nombre en Google porque se cabrea cada vez que la menciono por estos lares de la escritura. Y claro, comprendí que el menú no podía ser otro. Carpaccio de atún rojo, para el cual desembolse hasta el último de los dinares, sazonado con tomillo fresco, sal, pimienta y jugo de mandarinas; y un postre a base de chirimoyas o guayabas, ni les diré acerca de lo que debí deambular por la ciudad para conseguirlas. Y el convite tuvo que ser. Mientras disfrutaba de los preparativos, el vino se refrescaba en la heladera, un Sauvignon Blanc de esos que huelen entre a queso de cabra y meo de gato. Fue entonces cuando, una vez más, recordé “El icono de Dangling”, que por ahí dice “piense en la metáfora de la llama y el diamante. ¿Qué es lo que nosotros, usted, yo…tenemos en común? ¿Qué es lo que nos viene desde el principio de los tiempos? No sólo un corazón, y dos riñones y diez dedos como quizás usted se apresuraría a contestar. También compartimos algo más, y es la capacidad del lenguaje. Única. Exquisita. Sola. Un diamante. Si todo está dicho en la sintaxis, y las significaciones ulteriores, disparatadas, anodinas, no tuvieran ninguna relevancia, por qué detenerse en la causa, en la averiguación de un asesinato. De este dilema del lenguaje, dilema al fin moral, habla “El icono de Dangling”, y habla para un tiempo que naturalizó hasta el tedio el valor instrumental del lenguaje, sólo objeto de comunicación, de intercambio. Un encuentro de lingüistas, neurólogos, bioquímicos; enredos de confabulación académica, un crimen y su investigación. Resonancias dostoievskianas, vagamente policiales”. El carpaccio de atún rojo maceraba en su justo punto. El postre finalmente resultó de guayabas, en almíbar sobre queso agrio, con un poco de pimienta. Les aseguro que fue un éxito. Toda una conjura. De las que necesitamos para seguir viviendo para y comiéndonos de amor, aunque no dejemos de pensar en que Tántalo cocine y se coma a cierto turro local. ¡Salud!
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