Cuando se mete con las modas dizque cool, El Pejerrey empedernido se pone un poco impiadoso y saca a relucir sus conocimientos de historia de la gastronomía. No vayan a decirle que eso de los food trucks que ahora pululan por los barrios chetos son el último grito.

Creen que inventaron los patines con rueditas, la calesita, la bombilla para el mate o las agujetas para el tejer, por mencionar adminículos, esas últimas, que los Pejes y las Pejerreinas jamás utilizamos, pues somos más de capas para el embozo centellante, jubones, corsés y antifaces sin sonrojos, por presumidos y elegantonas, que nos dicen… Aunque a pronunciar verdades no sé si la gilería se cree todo lo que inventa, o en algún respiro del alma saben bien que se trata de poses tilingas, de imposturas o de frufrués de jetas y tujes, algo así como lances maníacos por la moda, casi emperadores y emperatrices en el reino de la huevonada o pelotudez perpetua, y tómese nota aquí que para el caso no es lo mismo invocar a la boludez, porque boludos son los boludos y pelotudos o pelotudas son los solemnes, los que en corpiños o calzoncillos hacen o dicen boludeces como si de prestas máxima o singulares acciones se tratase… Veamos entonces a qué inventos esta semana nos referimos. Le dicen street food o comida callejera (morfar en la lleca con aires de bacán), la que si se ofrece desde un food truck, camión o carrito en el que se preparan o qué se yo, se vocean y se venden sustancias morfables y chupables, es mucho más cool, ¿viste? Forma parte de aquello a lo que han bautizado sin pila ni aguas benditas bajo el nombre profano de foodie, anglo palabreja que por aquí resulta pedorra  y se utiliza para designar al mundo de los golosos, a los de galeras y bastones y a las de miriñaques y abanicos perfumados pero al de los Pejes también, pues somos amantes del comer bonito y si con exageraciones tanto mejor; ¡ah!, en francés nos llaman gourmands… En fin, bellos y bellas de las generaciones bajas caloría y más pendientes de los resúmenes de Visa que de las furias de dios y los perdones del cura o el psicoanalista, que sufrís porque comer bien podría complicarte aquello de lucir delgadeces de la misma forma que ostentás marcas de pilchas, chancletas y afeites, en ese tu mundo del Eros y del goce de cotillón… Repito, en fin, bellos y bellas que les decía, vayan y coman a la moda en la rúa y al pie del mionca, convencidos de que un algo del propio Nueva York se trata, por ejemplo, pero sepan y glosen que no es así, que la parlamos sobre una pieza de museo, más jovata que el caminar pa’ lante; y sí, sí, sepan también que vos blanquito y vos blanquita del cajetillismo estreñido no están haciendo otra cosa que comer como comían los pobres. ¡A ver si se enteran, cascanueces sin tutúes, por más que ahora en las explanadas y riobas finolis los del street food les propongan así como quien dice, lastres y chupis onda dizque gourmet!… Y si quienes leen creen que este Peje piró por sacado o jovato, a prestarle atención a lo que aquí sigue, encontrado en una digibiblioteca italiana, traducido y comentado con todo amor: los orígenes de la comida elaborada, servida y disfrutada en las calles viene de tiempos de los antiguos egipcios, por no referirnos a otros pueblos de más al Este, y lueguito a los del llamado Medio Oriente y del África del Norte, todos aquellos que hoy por hoy siguen con la tradición que deslumbra a los paparruchos del turismo y de los programas de TV o peliculillas de Netflix… Un saber y un hacer, dicen, del puerto de Alejandría luego adoptados en toda Grecia: la de freír pescado y venderlo en callejas y carreras de pasos y andamientos, de miradas y chalaneos en el mercado, y que de allí y más tarde pasaran al mundo romano… Todavía es posible observar en las excavaciones de Herculano y Pompeya los restos bien conservados de los típicos thermopolium, especie de cocinas que daban a las calles – y antecesores de las tabernas -, para la venta de alimentos de todo tipo, principalmente sopas… Es que los pobres habitaban casas sin espacio para cocinar y el comer entre vecinos, fuera de las habitaciones, de los dormideros y no mucho más, era costumbre generaliza. En los poblados y ciudades del Medioevo pululaban los tenderetes, los puestos y los carretones desde los que se voceaba morfi a muy bajos precios. Así nacieron los pâstés en París, una suerte de cucuruchos de masa para amparar rellenos, casi siempre de carnes guisadas y vegetales, y a la venta y oferta por unas pocas monedas. Y vean que por ellos surgió el oficio de pastelero, cocineros que a partir del Renacimiento y luego en tiempos de la Ilustración desplegarían sus oficios para las mesas ricas de toda Europa, las de nobles y las del burgo. El mismo principio humilde del pastel aparecerá en la culinaria callejera de los británicos: ese sobre crujiente de harina, manteca y agua que contiene entrañas guisadas, consumido por los mineros y obreros ingleses en la época de la Revolución Industrial; también el fish and chips, vendido en los callejones y envuelto en papeles de diarios, la costumbre del pescado frito para llevar, la misma de la antigua Alejandría que había viajado hasta el norte de África y a la España mora… ¡Caramba que podría ser larguero con esto de la Historia en espiral, pero tenga mano y talla don Peje, me digo a mí mismo, que la tribuna se va a esgunfiar, y paso entonces a nuestra América, dándole letra a los que el amigo Ducrot, al tanto de la cuestión para esta semana, acaba de chiflarme: comencemos por el Norte, aunque no sea nuestro sino de ellos, los que nos acogotan, pero qué sabrosura y ricor las salchichas polacas con aderezos y aros de cebollas fritas a media noche en los portales de tugurios del South Chicago, en compañía de cervezas heladas y al paso entre fondín de blues y fondín de blues, casi todos con pisos de tierra endurecida por el sonido de las guitarras y las armónicas. Y de las chuletas fritas con papas y ajo – con más cerveza, por supuesto – a la madrugada que despunta en el Maxwell Market, también con sones del gran Muddy. No hace tanto de todo ello, qué son acaso y apenas unos treinta años… Y qué del retozo del gusto con los tacos al pastor por adoquines o asfaltos en la ciudad de México, después del tequila y las botanas en alguna de las cantinas que habitaban por allí cerca del Paseo de la Reforma, y antes del más tequila entre runflas y trasnochadas en la Garibaldi, en aquél salón de bailes en cuya puerta colgaba un cartel que ilustraba sobre tres prohibiciones: escupir en el suelo, mear contra las paredes y calzar armas de fuego a la cintura al ingresar a tan selecto recinto. Y qué de los pozoles al paso y al boleo entre los chiringuitos de Tepito, mercado y barrio de boxeadores bravos… Y de la croquetas con pan en aquella esquina de Marianao, en La Habana, antes del rajar al Monseñor, cerca de la 23, con la ilusión de que ahí se nos apareciesen como fantasmas celestiales el piano y cante de Bola de Nieve… O las chifas de dorapa, enzarzados entre miradas que de ingenuas nada, en los Polvos Celestes de Lima, la ciudad con la flor de la canela… O los pasteles picantones a metros del puerto de Asunción, balbuceando para dentro algún relato acerca de los héroes de Humaitá. O contra el farol que no es en una esquina de la calle Palma, entrándole con valor a un chipá guazú… Y acá la corto don Peje, para qué exagerar, aunque no sin antes mi homenaje sentido y humilde a todos los puestos de choripanes callejeros de la Buenos Aires y otras villas de nuestro ispa afligido; a todas aquellas paradas con tortas fritas que nos regaló Montevideo, al venezolano pobre que el otro día me vendió al pasar una arepa de rechupete, cerca del Abasto, ahí nomás a metros de la mesa improvisada entre taxis del Pepe, el de los sánguches de milanesa, a metrillos de la casa donde vivió Gardel… ¡Ah!, que su jefe , don Peje, usted ya sabe, no lo voy a nombrar, alguna vez concrete aquello de la parrillita sobre la ruta, el camino que no será Real pero sí del Centenario… Y qué los del street food le vayan a cantar papas con tomates a la maravillosa Rita Pavone… ¡Salud!

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