No sabemos muy bien que le ha pasado a El Pejerrey Empedernido esta semana, porque se le dio por escribir sobre platos y bebidas envenenadas. Para compensar, también se mandó una receta de chupín de pescado que está para rechupinarse los dedillos. Neologísticamente, claro.
No es que uno se ponga muy sensible o en extremo desconfiado, ni hablemos acerca de un ataque de paranoia, pero sucede que los Pejerreyes, y sobre todo cuando somos Empedernidos, en general hemos transitado tantas alternancias y embrollos en la vida política, por supuesto que hasta ahora y casi siempre al final del camino con nefandas resoluciones para el lado de los muchos y de los justos, pues entre fracasos propios y embustes tamaño olla para morfi de campaña, cuando no malditas traiciones, al fin y al cabo acontece que terminamos pagando nosotros la cuenta del banquete que siempre se dan los pocos, los conocidos de siempre. Será por eso que en alerta conviene estar cuando tantos conciliábulos entre los de uno y otro bando que ante la tribuna se muestran el cuchillo pero a solas ni tanto, en reunión para acá y sus emisarios para allá, por no hablar de los canutos calladitos, casi igualito que aquél sí, que sí, que sí, que sí, que a La Parrala le gusta el vino; que no, que no, que no, que no, ni el aguardiente ni el marrasquino. Ustedes que sufren y siguen de cerca los vericuetillos de la humana vida política de los argentinos, con la esperanza firme de que el turro se ahogue en aguas cenagosas, sabrán a lo que me refiero; seamos desconfiados entonces ya que nadie está a salvo de sentir la escora del tenedor pinchudo clavado por la espalda, en un ¡ay de mí! qué descuido. ¿Y qué puede hacer El Pejerrey Empedernido cocinero cuando un ataque de desconfianza y alertismo lo acomete? Por lo pronto llamar a Ducrot, y mangarle una idea. Digamos que mi amigo muy generoso no estuvo pero me sopló al oído: si de mesas, comeres y beberes se trata, la historia enseña que estos no siempre son amorosos, pues también sirvieron como embozos encubridores de malas artes arteras, más entre manteles pero cuantas veces confundidos esos paños bordados en embaucadoras sábanas. Y entonces miren lo que encontré tirando mis líneas entre redes y profundidades del mundo algorítmico: cuentan las leyendas que con los Borgia, Leonardo Da Vinci desplegó todas sus genialidades, entre ellas la gastronómica; y perfeccionó platos envenenados que asesinasen sin dejar huellas. En tiempos de los Borgia, el Papa Alejandro VI, de la familia y hombre de terrenales pecados, como correspondía antaño y corresponde hoy, se hartó a tal punto del santurrón cardenal Milleto que solicitó a la cocina del genio de los genios un plato muy especial, una especie de chupín de pescado en salsa de eneldo que pasó por la prueba del gato de Lucrecia, para morir el felino y dar fe entonces de las certezas del cocinero. A los postres, el cardenal perdió su vida pero dijeron por ahí que más por una espina atravesada en su garganta de tanta gula que por el efecto de la estrepitosa cantarella o acquetta di Perugia, la sustancia mortal de moda entre los señores milaneses y vaticanos. Sobre los venenos decía entonces Paracelso: nada existe que no sea venenoso, el veneno está en todo lo que nos rodea; lo único necesario para que sea mortal es descubrir la dosis adecuada. Y así cómo no recordar el envenenamiento del emperador Claudio, hacia el año 54 de la llamada era cristiana y con uno de sus platos preferidos, a base champiñones y trufas. Suetonio afirma que Agripina, la emperatriz y cuarta esposa de Claudio, esbozó un plan para matarlo, justamente con hongos, pero de los chau, fuiste. Y hay más sobre la vieja Roma y en particular sobre la misma parentela imperial: Británico, hijo de Claudio y Mesalina, también fue envenenado con las artes de Locusta, la famosa esclava envenenadora de Roma. Éste sucumbió a los catorce años y durante una cena ofrecida por Nerón: el veneno acechaba oculto en una copa de vino, de ahí que quizá surja nuestro habitual choque de copas para el brindis, pues ya desde los tiempos griegos, el alzar y hacer tintinear los vidrios, por entonces barros o metales, significaba que los pobres tipos que laburaban como detectores de malas artes en platos y vasos ya habían certificado que el escabio para la ocasión estaba limpito de toda impureza capaz de llevarlo a uno a la tumba. Pero ya está bueno, dejemos las agoreras preocupaciones sobre traiciones y pócimas de veneno, y pensemos en pescaditos y vinos inofensivos, santos para salud del alma y del cuerpo, como para andar de platillo y copas entre fuegos y fogones, porque al calor de las buenas llamas suelen brillar los mejores enamoramientos. Recomiendo entonces a ese primo que es atúnido por cierto y que por nuestras pescaderías lo bautizaron atún del Atlántico o más directamente de Mar del Plata; cortado en ruedas, rodajas o postas, elijan la palabreja de sus preferencias, más su cabezota y de ser posible otras más, para el fondo de cocción que parece caldo espeso, que se cuece con agua, vino blanco, laureles, hinojos, tomillos y romeros, cebollas y ajos. Con él entonces a la sartén amplia el primo tras pasarlo por sofrito de cebollines y puerros; y que resulte en salsa de cierta textura, con pimientas, sales gruesas y algún picor a gusto, para saborearlo sin prisa, con botellón refrescado para mí gusto hoy con legendario Semillón. Y a comer y brindar sin miedos que Leonardo está de vacaciones, los Sforza ya se tranquilizaron y los enemigos de Claudio y Británico se fueron a dormir la siesta. ¡Salud!
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