Lo borgeano no son los tigres ni los laberintos sino una forma de recorrer el idioma. Para Borges, la argentinidad, el tiempo que le tocó vivir, la lengua en la que escribió son al mismo tiempo un destino y un lugar a abandonar. En convivir con esa contradicción y convertirla en un estilo reside su marca más personal y perdurable.

Una de las cosas que llama la atención cuando se recorre la obra de Borges es que permanece en cierto sentido impertérrita si es que hablamos de idioma personal. Se lo lee y, salvo los libros expurgados (El tamaño de mi esperanza, El Idioma de los argentinos e Inquisiciones y hasta cierto punto) la lengua borgeana no ha envejecido,  como sí ha sucedido con otros autores nacionales –pienso en Arlt y, sobre todo, en Cortázar- que ponen como un abismo de tiempo entre el momento de su escritura y el encuentro con el lector. Para poder acceder a ellos tenemos que hacer el esfuerzo de ser sus contemporáneos por un rato. La literatura de Arlt pertenece a los años 30, la de Cortázar a los 50 y 60. Con Borges no, se lo puede leer sin que importen demasiado los contextos ni las cronologías, aunque indagar en ellas amplía los horizontes de lectura. Pero no es una operación imprescindible, ni a la hora de la comprensión ni a la del placer. El momento y las circunstancias de la escritura no son un obstáculo. No me imagino leer a Borges con notas al pie.

Y eso sucede porque Borges es por sí mismo un estado de la lengua, una zona idiomática, para seguir al más verdaderamente borgeano de los escritores argentinos, Juan José Saer, quien también parece haber instalado un estado de lengua no perecedero. En Borges hay una especie de estilo en el que se ha entrado a saco, sobre todo en ciertas formas del periodismo y que consiste en una serie de recursos, que pasan principalmente por el uso del adjetivo. Así lo explica Cortázar: “Lo primero que me sorprendió leyendo los cuentos de Borges fue una impresión de sequedad. Yo me preguntaba: ¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción. Y efectivamente, me di cuenta de que Borges, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería, lo iba a hacer.O, en todo caso,  iba a poner un adjetivo, el único.”

A lo que apunta Borges es a lo certero, un texto –un cuento, un ensayo- debe ser un artificio perfectamente controlado. Tal vez sea eso –una ética tímida del escritor- lo que ha hecho que mucha gente lo considerara como un autor algo insensible, pese a la maravillosa y muy conmovedora descripción del Aleph, una especie de milagro al borde del lenguaje y que empieza siendo planteado como un desafío: “Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.” Borges se resiste a la sentimentalidad, cree que es una debilidad de la palabra, que no debe caer en esta trampa de la conmoción fácil. Me parece que hay en esto una especie de reivindicación de lo viril, pero ahondarlo implicaría salirse un poco del asunto.

Es a  partir de estas exigencias que se ha impuesto parte del idioma de Borges ha llegado a otras zonas culturales: el uso del verbo fatigar (que usaba con frecuencia Viñas, un antiborgeano admirador de su enemigo), el oxímoron, cierto desajuste entre sustantivo y adjetivo (la supersticiosa ética). Se puede encontrar eso de Borges en el periodismo, en cierta búsqueda de elegancia en el decir, en la idea de que siempre, en algún momento, se va a terminar por citar a Borges. Eso es lo borgeano, lo que lo homenajea a la vez que lo clausura. Voy a caer yo mismo en citar a Borges: “la gloria es la peor de las incomprensiones”, dice en el Pierre Menard. Junto con estos usos viajan la proliferación de tigres, espejos y laberintos, más una más reciente fama de profeta (casi a lo Julio Verne) por haber supuestamente anticipado a Internet con el Aleph.

Hay otra zona en el idioma de Borges que es cuando marca territorio y usa las palabras en un sentido no sólo inesperado sino hasta cierto punto incomprensible fuera de su sistema: como por ejemplo en la unánime noche de “Las ruinas circulares”. Ese uso le pertenece por completo, si hablamos de la unánime noche nos limitamos a citar a Borges y no podemos trasladar ese adjetivo a otros sustantivos sin caer en el ridículo, como si intentamos por ejemplo, con un unánime atardecer. Otro tanto sucede con sueñera. Sólo va con barro, como en la “Fundación mítica de Buenos Aires”.  En el caso de unánime Borges resuelve por el lado de la etimología, restituye a la palabra un significado original perdido para siempre en el uso posterior. Sueñera es un argentinismo muy olvidado, incluso en el momento en que Borges escribe su poema. Sin dudas hay una eufonía muy marcada en ambos casos, pero tengo para mí que ese Borges, el buscador de palabras imprevistas no es el más interesante. Corta algo que resulta central en su obra: la literatura como proyecto, vasto y encerrado en su propio devenir que suele ser ajeno al mundo circundante.

Enrique Pezzoni decía que más que cuentos los textos borgeanos eran argumentos. Basta ver el comienzo, por ejemplo de “Tema del traidor y el héroe”. “Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así. La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, La república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico… Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.”  Lo mismo podría decirse del final de Emma Zunz. La renuncia al ideal de exactitud genera dos efectos. Por un lado desindividualiza la historia, no queda asociada a un personaje y a una circunstancia determinada. No recordamos a los personajes de Borges, sino a sus tramas. Por el otro abre el relato a lo interminable, es como una especie de máquina que puede producir la misma historia en diferentes circunstancias. Que son lo que menos importa. También es alejarse de esa bestia negra de Borges, el presente inmediato. Cuando dice que se puede conocer el destino de un país con sólo conocer la literatura que se escribe, de manera paradójica, elimina los  vímculos entre literatura y contexto. Si puede decirse así, la literatura es de la materia de la que se hacen  los sueños, improbable y privada.

No se cuenta en esos argumentos un destino individual reconocible, no hay lo que se conoce habitualmente como personaje  como para demostrar de este modo aquello que “en un momento un hombre es todos los hombres”. Son, aunque la palabra pueda tener algunas resonancias no del todo deseadas, estructuras, plataformas, puntos de partida para textos que se seguirán escribiendo por un tiempo indeterminado. Por eso, Borges, a diferencia de muchos otros autores, fue un corrector obsesivo de sus textos y usó Discusión, cuyo sumario fue variando (suprimiendo y agregando ensayos), edición tras edición. Es algo así como el borrador paralelo de los borradores en forma de cuento.

Eso le permite varias cosas. Por un lado centrarse en la literatura como un ejercicio que se justifica por sí mismo. No hay denuncia, no hay indagación psicológica, no hay retratos de realidades reconocibles. Nada de eso que decía Stendhal de que la novela es un espejo colocado a la vera del camino. La literatura no tiene misión alguna y eso es lo que la convierte en un ejercicio tan valioso. Creo en la sinceridad de Borges cuando ante un reportaje descubría que su interlocutor desconocía a Stevenson y lo lamentaba. La literatura es un fin pero también un valor.

No pareciera que la calificación de fantástico sea algo que le cuadre exactamente a los cuentos de Borges. Lo fantástico presupone un real del cual es una deformación y un trastrueque, un cambio de reglas que produce un nuevo real. Aceptadas las reglas del fantástico se abre un nuevo mundo donde ciertas cosas pueden ser posibles, por ejemplo que haya vampiros humanos. Borges va por otro lado, que tiene que ver con la literatura como fin en sí mismo, sin que esto termine por ser un ejercicio solipsista, algo de lo que se lo acusó muchas veces, como sucede con Sabato en Sobre héroes y tumbas donde el protagonista se topa con Borges y critica su obra por estar alejada del mundo. Obviamente es una simplificación, pero bastante extendida.

Borges entiende la literatura como proyecto, como lo entiende casi con todo, como con la patria, por ejemplo, que se define en El idioma de los argentinos como una vocación, idea que repetirá en 1966 en ese poema tan citado y que dice que “nadie es la patria, todos los somos”. Si de algo abomina Borges es de llegar al punto final, aquel que cierra las indeterminadas posibilidades de encontrar el momento en que las palabras se repitan, como en Pierre Menard, como en”La biblioteca de Babel”. Por eso los borradores, por eso esos finales como el de “Funes el memorioso”:  “Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar”. Un final que no es final. Funes podría seguir recordando para siempre si no fuera su mortal enfermedad. Es casi el final de un artículo periodístico, de una necrológica un tanto despreocupada.

Abominar de lo externo a los textos llevó a Borges a construir una obra llena de remisiones internas, que no deja a veces de correr el riesgo de la autoexplicación. Ese proyecto literario es a la vez una política –de hecho arma una máquina de narrar. Como demuestra “Nombre falso” de Ricardo Piglia que habla de Arlt con un  recurso borgeano. No se podría haber hecho la inversa.

Ese proyecto precisa de una lengua que no está previamente codificada en ninguna parte. En El idioma de los argentinos se habla de dos fuentes descartadas, la lengua del sainete y el casticismo. Ninguna lo define, ambas por falsedad, en  un caso por vulgar en el otro por afectada. Lo que Borges va encontrando es un tono y no un idioma, una manera de decir y no una toma de posición. Del modo más genial, sus textos encarnan algo que ya sabemos: no existe tal cosa como el idioma de los argentinos, si es que es algo deseable. Borges propone en todo caso un camino que es la abolición de la misma idea de encontrar un idioma. El escritor argentino escribe a la vera del mundo y esa es su potencialidad,  es decir un sitio en ese mundo es negar esa condición  y, por lo tanto, dejar de ser argentino. Podría decirse que en esa paradoja transcurre la lengua de Borges que, como bien señalaba Cortázar en el párrafo citado, opera por sustracción, por resistencia a la época o, para decirlo mejor, a la definición que se da una época de sí misma, y también al sitio donde transcurre esa época. La época y la nacionalidad tienen algo de totalitario y de empobrecedor para Borges, al mismo tiempo que son un destino. En esa contradicción transcurren su obra y su idioma.

 

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