Como si entre bichos se entendieran, El Pejerrey Empedernido se puso a leer la saga delirante del caracol cubano que se publica en Socompa y, para no ser menos, puso manos a la obra y preparó unos caracoles de esos que nadan en salsa y que cuando los comés es inevitable que te manches la pilcha.

Ahora que en la presente publicación de fama mundial tan buena pluma tiene un misterioso caracol cubano, este pez escribidor quiere contarles un historia que, se los juro y rejuro por el ajo y la cruz, toda todita es verdad verdadera; y ya que estamos, antes de ir a los bifes – qué sabrosura los dizque a la criolla, sobre todo con cebollas rojillas y encayenadas -, una suerte de pretenciosa admonición, pues hasta dónde ni me animo a confesar me tienen loa tantos opinadores encuarentenados, académicos, intelectuales de mal o bien ganada fama, colegas de mi amigo Ducrot, y ni qué decir de los tantos infectólogos, epidemiólogos, estadísticos y quirománticos de la política internacional, la filosofía y otros menesteres, todos egresados en las últimas semanas de las redes sociales y jugándola de analistas y profetas; ¿será que la pavura al bicho turrín los tiene tan mal, o que nada saben acerca de aquello que dice cualquier cacatúa sueña con la pinta de Carlos Gardel? Cumplida que sí entonces mi catarsis de la semana, a lo nuestro. No digan nada, pero al ya mentado Ducrot, durante sus prolongadas andanzas cubanas, bien que a su destino le echaron el oráculo de los caracoles y se hizo de santo propio, entre amigos babalaos de Regla, por allí nomás, surcando la bahía de La Habana, y barrio en el que Celeste, me recordaba cierta noche de confesiones, como maga que no de la galera sino de sartenes, hacía que hasta el cielo del placer en asunción llegasen las mejores croquetas con requesón de la cuales los humanos hayan alguna vez tenido memoria; porque, no se olviden que el fulano de la anécdota, como yo mismito, se rinde a los pies si no de un altar siempre de un plato, y si de una cocina cuánto mejor. Ya que estamos nada mejor que una ilustración textual, digamos: hace unos diez años, la santera Clementina Montalvo, por entonces de 73, explicaba a la periodista Rosa María de Lahaye Guerra en una publicación de por estas redes algorítmicas, pero editada en la mayor de las Antillas. De mi experiencia hablaré en otro momento, pues debo pedir permiso. Le pudiera hablar sobre las comidas de la ceremonia de iniciación (santera), de la huella que la cocina africana ha dejado en la cocina cubana, y de algo que creo interesante por lo que tiene de auténtico (…). Como le decía, en esas comidas se elaboran carnes de los animales que fueron previamente solicitados al que se inicia, que van desde patos y gallinas hasta animales de cuatro patas. Estos se elaboran igual a como ya estamos acostumbrados en nuestras casas, con suficiente sazón…y además, en estas celebraciones es muy frecuente la preparación de lo que el cubano de hoy conoce por caldosa…Que es una sopa guiso y de la cual, en tanto ajiaco, el gran Fernando Ortiz dijo una vez su imagen simboliza bien la formación del pueblo cubana, y la isla de Cuba es la olla puesta al fuego de los trópicos, y sus ingredientes conforman la mezcla de culturas que dan origen al sentido de cubanidad…Pero sigamos con ña Clementina Montalvo: a la caldosa se le echa de todo lo que se pueda y se tenga a mano: viandas, entre papas y calabazas por supuesto, trozos de carne de puerco, ajo, cilantro, y todo lo que de sabor criollo (…). El aguardiente, el ron, no pueden faltar en estas ceremonias. Pero usted sabe que no es sólo para las comidas, sino para todo el proceso. No he visto en todos mis años, una iniciación que no cuente con abundante ron, vino seco y tabaco, pues ellos tienen sus poderes auxiliares, que los santos beban y disfruten; y no pueden faltar los dulces. Si después de esta larga perorata  no les paso una receta me matan; así que ojo al cocido sobre las brasas que cantan, ahí va, recopilada para ustedes aquella vez que tanto nadé en la mar si hasta Palma de Mallorca me acerqué –y disculpen que, porque sí nomás, de aguas y de islas haya mudado al correr de la caligrafía golpeteada sobre este adminículo negro que lleva estampadas dos palabra tan horribles como Enter y Microsoft-, no sin desconfianza, aunque con apetito de tiburón. Entonces, a la mallorquín, caracoles comuncitos nomás, de esos que suelen encontrarse sobre los muros musgosos tras las lluvias, o, más facilito, en las pescaderías pese a que el dicho bichaje sea de tierra; infaltables el tomillo, la mejorana y la hierbabuena, que mi amigo el coso que ya saben las hace crecer en sus macetas; papas, cebollas, tomates y un ají picoso sin exagerar; ciertas costillas de cerdo, panceta salda y le piden al fiambrero un hueso de jamón, que por nuestras comarcas son como los fantasmas, que no existen pero que los hay, los hay; aceite, si de oliva más mejor aullaban los mosquitos en el rioba, pimienta, sal y pimentón. Y vean ustedes que atento estoy esta semana, tanto que les relataré a pie juntillas qué hacer con todo aquello, y atención mis amados todos, ellas y ellos, dudo que semejante ataque de amabilidad croniquera vuelva a acometerme: en una olla al fuego con agua los caracoles ya limpios y curados en harina, hasta que hiervan; entonces lo escurren y a la olla pero con agua limpia, más las hierbas, la sal y el ají, y otra vez al fuego a toda llama durante una hora. En el mientras tanto, un salteado con todo aquello que ya saben, que las cebollas y los tomates, todo picadillo, claro; luego el chancho, la panceta y los huesillos del jamón, la sal, la pimienta y un algo del caldo en el que zapatean los caracoles; cuando el sofrito a punto está, ahí van aquellos los bichos y algo de más al calor, sin exagerar; por último añaden las papas en rodajas que debieron ser hervidas en soledad, apenas entre ellas y sin muchas intimidades, o como prefieran si están de jolgorio…A la mesa entonces, que para eso están el Malbec, o el Merlot, o el que haiga y bien haiga en casa, no nos pondremos tan exquisitos. Ya me voy pero antes no puedo evitar una confesión: jamás logré zamparme semejante guisado a ser devorado a punta de palillo afanador del animalejo en su concha, y pan para el remoje, sin dejar mi camisa o el trapo que fuere en un océano de salpicaduras delatoras; y jamás tampoco pude apartar mis ojos de por dónde mi Pejerreina se enchastra con la sabrosura de la caldosa…Ahora sí, ¡salud y hasta la próxima!

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