Llegó desde Nápoles y entró por La Boca del Riachuelo, entre tanos panaderos que se las ingeniaron para darle cuerpo de masa y espíritu de oréganos frescos a esa variad que es única y se la conoce como pizza a la argentina, a la porteña, por su nacimiento entre las nieblas del puerto. El Pejerrey Empedernido viene pizzero este sábado.
El mandamás entre los vivos y los muertos es Jufu, más conocido entre el runflaje como Keops. No se le mueve un pelo ni se pone colorado cuando convoca al gran Dedi, pero esta vez no puede salir de su asombro. El susodicho le vuela la testa de un sablazo al ganso más orondo de la corte, alza los brazos al cielo, exclama palabras irreproducibles, no porque sean blasfemas o reverendas puteados, pues ustedes ya sabrán lo que me gustan los malos decires, y el ganso decapitado se pavonea como lo que es, un ganso, ante la mirada del trompa y sus amigos, pero con la cabeza en su lugar, como si nada de nada ni nada, ni por asomo, esté aconteciendo. Seguro lo leyeron en algunos de aquellos tomos de “Lo sé todo”, recuerdo y título sólo apto para mayores de cincuenta – ¡y qué, por qué debería someterme a la tanta demagógica juvenilla! –: los Pejerreyes, y más aún cuando somos Empedernidos tenemos mil y una vidas, como fueron las noches de Sherezade, y por eso fui testigo de lo que por antojo acabo de escribir en presente, una tarde tórrida no me acuerdo con exactitud aunque seguro que entre los años 2589 y 2566 antes del tan famoso Cristo, cuando camuflado entre el barro visité a primos lejanos que vivían en el Nilo, durante el régimen del Imperio Antiguo. Desde aquella época me quedó una maseta con estrellas egipcias azules que mi escritora preferida bien cuida en la terraza de su casa porteña. Y con ella fui hace unos días, claro pocos inconvenientes tiene ella para deambular por las calles porque es humana, y no una pescada, como yo aunque pescado, hasta la barriada de Monserrat para encerrarnos en un bar que se llama Mágico, donde cenamos y disfrutamos de los pases ilusionistas de Marcelo Insúa – no digan nada pero si ese no es discípulo del gran Dedi le paga en el palo de las esperanzas y salvaciones. Me negué a que me conviertiera en tiburón o galán de cine, pues bastante me costó reconocerme como quien soy, un Pejerrey Empedernido, para que me vengan ahora con eso de las deconstrucciones o transformaciones. Sí le pedí que, como al ganso de Keops pero si reacomodamientos, más con despedidas tristes y finales, serruche mates sin piedad de los muchos turros que nos gobiernan y han hecho que si morfamos hoy, mañana no sepamos como huir de nuestros acreedores. Sí, sí, está todo bien, octubre, las elecciones y blá que blá, pero con menos rosquilla y embozos charlatanescos de candidatos para lo que sea y más disposición a ejercitar el noble derecho a la rebelión, al día siguiente del encuentro mágico, y a unas cuadras de distancia, ya en cuore de San Telmo, hubiésemos podido disfrutar de la pizza que disfrutamos sin la necesidad de tirarle la manga a la turreja del FMI. Ya saben que los de mi especie somos enamoradizos, tozudos y arbitrarios, que nos gusta más el todo o la nada que el más o menos, por ejemplo, y que por eso sin pedir disculpas digo, la mejor pizza de la Santa María de los Buenos Ayres y de comarcas cercanas, para empardarla hay que viajar hasta Nápoles, esa mejor pizza se come en Pirilo, un cuartucho digamos, para el morfi de parado sobre la calle Defensa, a meeeetroossss de Independencia. Y recuerden que si nos paramos sobre la historia de ese lastrar de ensueño, que es el lastrar pizzero, amatorio y orgiástico, veremos que entre sus más viejos ancestros se encuentra la torta casi ácima de la China llamada “prinz” o cosa parecida –medio que se puede estar hasta la gorra con aquello de que los chinos inventaron todo -, pero que sin duda alguna nació en Italia: dicen los pocos que por fines del XVIII cuando un cocinero del Norte no tenía nada para ofrecerle a la tal princesa Margarita, cuasi teutona ella, y sobre un hogaza de pan desparramó salsa de tomate y queso, y al horno; pero otros, sabios, recuerdan que esas son imágenes más de estampita que de memoria histórica, y que la tan agraciada pizza surgió de la tradición campesina del Sur, del alimento pobre de los labriegos pobres, sobre todo de la campiña napolitana, y con fecha incierta. Y finalmente llegó a nuestras tierras; entró por La Boca del Riachuelo, entre tanos panaderos que se las ingeniaron para darle cuerpo de masa y espíritu de oréganos frescos a esa variad que es única y se la conoce como pizza a la argentina, a la porteña, por su nacimiento entre las nieblas del puerto, casi un tango con servilletas de lino y bordadas entre filos de seducción, con sonidos de tango negro y cantos que fueron lamentos por tanta lejanía. Y me despido con el siguiente contrapunto: Media masa. A la piedra, fina y a veces crocante. Y al molde. Esas son las tres variedades de la pizzería argentina, la resistente, la que no claudicó. En 1996, el académico de la Universidad de Nápoles, Carlo Mangoni, compiló el primer tratado de pizzología del que se tenga memoria y considera que la pizza es napolitana, la mozzarella es definitivamente apropiada, el tomate es obligatorio. Gotas de queso chedar o roquefort, hilachas de pollos menesterosos y rodajas de piña o palmitos, o cualquiera de esas añadiduras ridículas, todo eso sí que no, eso es una verdadera porquería. Santa María de los Buenos Ayres es el último reducto resistente de la fainá proveniente de Génova, de la zocca como la titularon los franceses del Mediterráneo, y guarda un misterio único que hasta fue película: moscato, pizza y fainá. ¡Ah, me olvidaba! Con mi escritora preferida, en Pirilo cumplimos con toda la liturgia, si hasta le añadimos la fugazzeta con relleno de mozzarella. Pero sí, yo moscato, ella el blanco. ¡Salud!
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