A veces los recuerdos son solo ecos de palabras que hemos escuchado o leído. Sin embargo creemos que son propios, a fuerza de tanto repetirlos. La memoria puede ser una manera de traicionarnos al tiempo que nos mostramos.

“Le gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un cambio de escenario, donde hubiera gente nueva y las cosas fuesen agradables.”

E.H.

Karen tiene muchos recuerdos de África. De África del Este .De Tanzania, para ser más precisos. Precisión, exactamente, es lo que destilan sus recuerdos. Extrema, extremada precisión. Cada vez que vamos a visitar a mamá, hablamos con Karen. Ella siempre está cerca de mamá. Son amigas, o algo así. Aunque es claro que mamá no está en situación de elaborar ni establecer amistades. Creo que a nosotros nos recuerda (o finge recordarnos) después de conversar bastante, de hacer preguntas capciosas a los fines claros de determinar quiénes somos y por qué le hablamos con tanta familiaridad. Pero siempre están juntas. Al rato nomás, más tarde o más temprano, Karen, que está ahí cerca, se larga a contarnos de Tanzania, sin que nadie le pregunte, sin que medie ningún tipo de conector entre su discurso y el nuestro.

-En Tanzania, la llanura es griasamarillenta -dice, abrupta, monocorde-. Hay profundos valles de selvas verdes y declives cubiertos de bambúes.

De nada sirve que intentemos retomar nuestro diálogo. Karen ya no se detendrá. Mamá, en cambio parece complacida. La escucha, inerte, con ojos soñadores.

-Los bosques son tupidos y las colinas, casi chatas -agrega Karen-. Y de fondo, poderoso, omnipresente, el monte.

-¿Qué monte? -pregunta mamá.

Todos sabemos bien qué monte. Ricardo sospecha que mamá le da cuerda a Karen a propósito, para ganar tiempo: para así, entretanto, intentar recordarnos, recordarse. Yo creo que eso le pasa a cada instante, con cualquier cosa, con todo. Que lo mismo le da nosotros, sus propios hijos, que la topografía de Tanzania, repetida hasta el hartazgo por su compañera de asilo. Para ella, todo es nuevo, constantemente. Aunque de repente no sé, no estoy tan seguro. Con mamá, nunca se sabe.

-El Kilimanjaro -dice, indignada Karen.

-Ah, el Kilimanjaro -repite mamá, como vacía.

-El Kilimanjaro es una montaña de nieves eternas. Tiene cinco mil ochocientos noventa y cinco metros de altura -recita Karen, como de memoria-. Es la montaña más alta de África -agrega a último momento.

Se acerca una enfermera, de pelo rubio cercano a la blancura, excesivamente flaca. Le da un puñado de pastillas multicolores a Karen y otro a mamá. Las saca del bolsillo, no percibo que haya una elección singular de cada puñado de pastillas. Tampoco alcanzo a darme cuenta si son remedios o golosinas. La fruición con que mamá y Karen las engullen me hace sospechar lo último.

-Todos sus recuerdos son de África -dice la enfermera, como si eso explicara algo.

-¿Pero ella estuvo ahí alguna vez? -interviene Ricardo, él también escudriña los bolsillos de la mujer y se pregunta lo mismo que yo, estoy seguro.

Por toda respuesta, la enfermera encoge sus hombros, flaquísimos, da la vuelta y continúa con su reparto de pastillas a mansalva.

Ricardo mira la hora. Yo, por contagio, hago lo mismo. Las tres y media. Los domingos los horarios de visita se extienden hasta las siete, pero le prometí a Silvia llevar a los chicos un rato al río. Al río con este viento, a quién se le ocurre. Ricardo, qué ocupaciones tendrá, solo o con su familia, no sé, pero salta a la vista que ya se quiere ir. No dice nada porque lo traje yo, pero no aguanta más, quién aguanta. En media hora vamos, le propongo, acercándome un poco y vocalizando la frase con el mínimo de voz, acompañando con un leve cabeceo. Él, sonriente, hace bailar los cuatro dedos extendidos de su mano derecha, que está apoyada en el respaldo de la silla de mamá. Hago un breve pero preciso gesto de asentimiento.

-Todos sus recuerdos de África son del Kilimanjaro -dice mamá, repentinamente seria, repentinamente es la mamá de siempre, su verdadera voz, su tono, su clásica clase de comentarios.

-¿Qué? -preguntamos, casi al unísono.

-África, Tanzania, el Kilimanjaro. Es un embudo el discurso de esta mujer -dice mamá, mirándonos como la de toda la vida, como si nos conociera.

Los dos lo notamos, la atropellamos con dos preguntas que se superponen pero que pretenden lo mismo: certificar que nos reconoce, que somos nosotros, que es ella. Pero nuestras voces se tapan una a la otra y mamá hace ese gesto tan suyo de agitar las manos histérica, como cuando éramos pibes y le contábamos al mismo tiempo y a los gritos dos versiones contradictorias del mismo hecho delictivo, para que el castigado fuese el otro.

-Si hablan los dos al mismo tiempo no les entiendo nada -frase que habremos escuchado hasta el hartazgo en la infancia, seguida de ese otro gesto tan suyo, cerrar los ojos y negar finalmente con la cabeza, desahuciada.

Pero eso era antes. Acá y ahora acaba de desmenuzarse ese instante fugaz de lucidez. Un parpadeo nomás y su mirada vuelve a estar vacía, las manos quietas, el gesto abstracto, sin rasgos personales, como de cualquiera.

-Kilimanjaro, en masai, es “Ngáje Ngái” -dice Karen, y nos explica en tono docente-: Significa “La casa de Dios”.

-¿Usted estuvo alguna vez ahí, en el África? -le pregunta Ricardo, de repente parece verdaderamente atormentado por resolver esa incógnita.

Es como echarle kerosén al fuego.

-Era un hermoso campamento, sin duda -se larga Karen-. Estaba situado debajo de grandes árboles y al pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas volaban por la mañana.

La mención del agua parece haberle dado sed. Mamá, con una amabilidad desconocida, le sirve agua de una jarra que hay sobre la mesa. Karen se toma todo el contenido del vaso, sin respirar.

-¿Qué es un guaco? -pregunta Ricardo.

Karen le devuelve el vaso a mamá, que devuelve el vaso a la mesa.

-Había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas volaban por la mañana -repite, en el mismo tono docente de antes.

Hay algo en la frase, en la escena, que me resulta vagamente familiar. Entonces entiendo. Mientras Ricardo sigue preguntando consternado qué es un guaco lo entiendo: todos sus recuerdos de África son de “Las nieves del Kilimanjaro”, el cuento de Hemingway. Lo insólito, lo inexplicable es no haberme dado cuenta antes. Intento decírselo a Ricardo, pero no me da la ocasión. Se levanta, hastiado, invitándome a irnos con una mirada contundente. Que lo resuelva él solito, si puede.

Me quedo sentado, me sirvo yo ahora un vaso de agua, le hago entender que espere. Miro un poco alrededor: la sala tendrá no más de cuarenta metros cuadrados, hay seis sillones viejos con sus respectivas mesitas con jarras de agua (el agua parece ser muy necesaria allí), hay otras mesitas más pequeñas con recipientes con flores de plástico, algunas sillas despintadas de madera, una televisión y un equipo de audio que nunca vi encendidos, que nunca había visto. Acá, así vive mamá, me digo, así vive Karen o como carajo se llame en realidad.

Algo la activa: ¿habré hablado en voz alta sin querer?

Dice, ahora con dulzura: -La calle que llevaba al Pantéon y la otra que él siempre recorría en bicicleta, la única asfaltada de todo el barrio, suave para los neumáticos, con las altas casas y el hotel grande y barato donde había muerto Paul Verlaine.

Me corrijo: todos sus recuerdos, absolutamente todos, son de “Las nieves del Kilimanjaro”. Es como una cinta, una grabación. O peor: una proyección. Hay otros viejos, invisibles para mí hasta ahora. Uno mira por la ventana, fijamente, violentamente. Otro duerme, o piensa con los ojos cerrados, en uno de los sillones. Hay dos que están sentados frente a un tablero de ajedrez o de damas: no hay fichas, no se sabe a qué están jugando, no se sabe si están jugando. Todo parece una parodia.

Ahora sí, me levanto. Ricardo, que no había vuelto a sentarse, se pone el saco. Esbozo un saludo para mamá, intento darle un beso. Ella, que sigue escuchando a Karen, que sigue repitiendo el cuento de memoria, se echa hacia atrás, me mira sorprendida, u ofendida. Me pongo también el saco y vamos saliendo. En la puerta, nos topamos con la enfermera flaca de las pastillas. Le digo que cualquier cosa que necesite, que nos avise. Vuelve a encogerse de hombros sin sacar las manos de los bolsillos, parece ser su gesto de cabecera para cualquier situación. Avanza y se pierde entre los viejos.

Ricardo se me adelanta y sale. Yo le pego el último vistazo a la sala. Karen está describiendo “la cima cuadrada del Kilimanjaro, ancha como el mundo entero; gigantesca, alta e increíblemente blanca bajo el sol”. Mamá y un par de viejos más que se suman al improvisado auditorio la escuchan atentos, casi devotamente.

Me acuerdo de repente de una frase: “Mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras”. No logro recordar si es de Borges, de Baudelaire, o del recién citado Verlaine. Mi  tesis fue sobre Verlaine y no me acuerdo. Me río de los nervios.

Afuera hace un viento frío, Ricardo ya está esperándome en el auto. Habla por teléfono, no sé con quién. Arranco. Cuando corta le pregunto si tiene planes para la tarde, que pienso llevar a los chicos al río, que si quieren venir con Hilda y las nenas. Todo eso le digo.

Sonríe, triste o ambiguo.

-Nos estamos separando, Carlos.

A pesar del viento, abre la ventanilla y prende un cigarrillo. Al rato, agrega, como recordando una información valiosa, necesaria:

-No daba para más -y de la nada, se pone a silbar una melodía imprecisa o inexistente, tiene un aire de tango.

Se hace tarde, aprieto el pie contra el acelerador. La ruta está mala, sensiblemente deteriorada. Un par de veces, tengo que pegar un volantazo. Cada tanto, lo miro de refilón. Si en algo nos parecemos, pienso, es en el corte de la nariz y de las cejas, herencia de papá. Y, además, está esta otra cosa que nos dejó mamá a los dos, esta sensación eterna de incompletud, de inconstancia. Porque nosotros también, como ella, detestamos lo cotidiano, lo obvio, lo obligado y vamos buscando (todo el tiempo) lo otro, lo distinto, algo que no sean las dos cosas de siempre: el final o el amanecer de un nuevo día.

 

Diego Rodríguez Reis es poeta y narrador. Entre sus libros, Lo levemente ajeno, Correspondencias secretas y La anchura y la llanura.

 

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