Nacido a fines de los ’70, el autor de esta nota recupera de a retazos su memoria de una dictadura que casi no vivió y que pudo reconstruir después. (Foto de portada: Guillermo Loiácono).

Para un nacido a fines de los 70 o en los primeros años 80, el conocimiento de la historia argentina reciente, la del terrorismo de estado, sucedió en los años 90, tiempos de indultos e impunidad absoluta. Y que tuvieron un momento crucial en la confirmación de los vuelos de la muerte por parte de Adolfo Scillingo. Soy nacido en 1979, así que pertenezco a esa camada, que vio el vaivén en el uso del idioma para referirse a la dictadura.

Informe Conadep (Foto: Alejandro Cherep).

Algunos momentos los asocio a episodios personales. Por ejemplo, no tengo memoria de las elecciones del 83, pero el lunes previo nos mudamos del departamento que ocupábamos a una casa a pocas cuadras. Me acuerdo del ir y venir con mi padre ese día. Dos días después fue el gigantesco acto de Alfonsín en la 9 de Julio. No lo tengo en la memoria, sino por la cercanía con aquella mudanza. Tampoco tengo mayores recuerdos de las primeras cadenas nacionales en democracia, y eso que el televisor era una compañía en casa y sólo había canales de aire. Ergo, no tengo registro, por caso, de haber visto la entrega del informe de la Conadep, o la sentencia del juicio a las Juntas, que fue en las horas de otro hecho infantil que conservo: haber terminado preescolar.

Por supuesto, uno a tientas sabía cómo se llamaba el presidente y algo entendía de lo que significaba el cargo, pero no mucho más. Y, debo decir, la infancia se circunscribía tanto a cosas de esa edad, que hasta el mundial de México fue algo de lo que tengo recuerdos muy brumosos.  Pero sí de un anciano que aparecía cada tanto por TV y que era una presencia fuerte aun cuando yo sabía que lo seguían pasando después de haber muerto en un país lejano: Jorge Luis Borges.

Algunas alusiones al apellido Rico el Jueves Santo de 1987 fueron mis primeros contactos con otra realidad, aunque no guardo en la memoria haber visto los discursos de Alfonsín el domingo de Pascua. Sí sé cuándo sentí nombrar por primera vez a Perón: cuando a los pocos meses ocurrió la profanación de su tumba y le cortaron las manos. Por la radio, creo que en el programa de Pinocho, escuché por primera vez la voz del General, sus últimas palabras, aquellas sobre la más maravillosa música. Lo imaginé parado en un banquito en Plaza de Mayo, hablando a la gente.

Semana Santa (Foto: Guillermo Loiácono).

Y entonces llegó el año 88, el más bravo de la era alfonsinista. Hasta que vimos la debacle total del 89, claro. Uno era pibe pero se daba cuenta que el sueldo  paterno no alcanzaba y de la nada aparecían billetes de mayor denominación mientras los precios subían. Ocurrió el caso Juliana. Era una chiquita, casi de mi misma edad. La había adoptado un matrimonio de apellido Treviño. La Justicia intervino para quitarles la tenencia, porque un grupo llamado Abuelas de Plaza de Mayo denunciaba que los verdaderos padres eran otros. Un juez les quitó la tenencia en base a análisis de ADN, una técnica absolutamente novedosa, y se armó un circo enorme, con Neustadt y Grondona a la cabeza. Pasaron dos años hasta que se supo que la nena no era hija de la pareja de desaparecidos que se suponía eran sus padres biológicos. Uno no podía abstraerse de todo aquello, y recuerdo haberle preguntado a mi padre qué pasaba. Me contó, de la forma en que se le puede contar a un chico de ocho o nueve años en ese momento, que mucha gente había sido secuestrada y que en algunos casos tuvieron familia pero no se sabía dónde estaban esos chicos. Recién cuando a los pocos años sucedió el caso de los Reggiardo Tolosa, con un manejo igual de calamitoso por parte de cierta prensa, pude tomar noción.

La Noche de los Lápices.

Por la misma época sucedió algo que también fue impactante. El Canal 9 de Romay pasó La noche de los lápices, que había sido estrenada dos años antes. Hubo presiones, pero el Zar no se achicó y la mandó al aire. Hizo un rating histórico. No la ví esa noche, por desidia. No me llamaba el asunto. Tampoco creo que me hubieran dejado verla. Al día siguiente, en el recreo escolar, alguien comentó el caso de un pibe al que le habían puesto un palo en el culo. Supuse que sería algo sobre el caso de los estudiantes platenses, del que apenas sabía que uno se había salvado y se llamaba Pablo Díaz. En realidad, aludían a Floreal Avellaneda, el chico de 15 años empalado por los militares, cuyo cadáver apareció flotando en la costa uruguaya.

Después llegaron los indultos, aunque es mucho más vívido el recuerdo del alzamiento final de los carapintada, el que derivó en la libertad de los comandantes. Y de Firmenich, a quien la revista Gente fustigaba más que a Videla, según mi recuerdo hojeando algún ejemplar de la época. No estaba errado en mi percepción.

El manto de silencio se extendió en los primeros años de la adolescencia, cuando el furor del uno a uno, apenas alterado por la irrupción del caso Reggiardo Tolosa. En lo poco que uno sabía sobre el tema, aparecía cada tanto que uno de los métodos de exterminio habían sido los vuelos de la muerte. Más preocupado por el fútbol que por la historia, cuando asomaba el tema del Mundial 78, también lo hacía que a mil metros de la cancha de River está la ESMA, y que los marinos tiraban gente al mar. Adolfo Scillingo confirmó lo que era una certeza para todos. Año 95, plena campaña electoral. No por nada, los primeros vuelos de la muerte en ser condenados recién lo fueron a fines de 2017. Cuando el capitán apareció por televisión, fue un cimbronazo. A la par, venía el libro El vuelo, de Horacio Verbitsky. No se hablaba de otra cosa.

De esos días recuerdo una entrevista al marino en Radio Mitre, en el programa de Néstor Ibarra. Lo cruzaron al aire con la madre de un desaparecido. Scillingo le dijo cómo había muerto su hijo. Fue escalofriante escucharlo decir que al muchacho lo subieron dopado a un avión y luego rumbearon hacia el río.

Por cierto que el lenguaje era distinto. Hoy hablamos de crímenes de lesa humanidad. En los 90 se decía que habían sido violaciones a los derechos humanos. Se estilaba hablar de “lucha contra la subversión” y de “excesos.” No se hablaba de dictadura cívico-militar, sino de dictadura militar, o dictadura a secas. O Proceso, si bien uno pensaba que era una forma de legitimar el nombre del gobierno que se dieron los comandantes, un eufemismo para no decir lo que representaba ese régimen. Otra modismo usual, que afortunadamente cayó en desuso, era el de “guerra sucia”. Más cerca en el tiempo, y creo que por vagancia y ganas de ahorrar espacio, no sólo por un tema ideológico, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida se abreviaron como “leyes del perdón”. ¿Perdón de qué?. La primera Radio 10, la original, la de Daniel Hadad, fue la que llevó el lenguaje hasta el límite. Era la AM más escuchada y abiertamente no usaba el término “dictadura”, sino “gobierno militar” y se refería a “los militares que combatieron al terrorismo” cuando el tema era, por ejemplo, Astiz.

Impunidad/ Foto: Guillermo Loiácono

El símbolo del terror que es Astiz recorre también esos años. Era de los pocos nombres que trascendían y no podía ignorarse, en los 90, que el tipo no podía salir del país porque estaba condenado en Francia. Se sabía de las monjas francesas y de Dagmar Hagelin. De alguna trompada que ligó en la calle, de incidentes en la vía pública. Lo mismo con Massera, de quien recuerdo que una vez, tras el indulto, apareció en un restaurante, lo reconocieron y varios comensales se fueron invitando a los demás a hacerlo. El almirante también dio la cara cuando Scillingo apareció en escena. Justamente, ese año, 1995, ocurrió algo que tendría más relevancia en los años siguientes: la formación de H.I.J.O.S., pibes apenas más grandes que yo, y que harían sentir el escrache como protesta. Al tiempo vino el acto por los 20 años del golpe, y ya no había indulto que frenase la lucha por la memoria.

Más tarde, se resquebrajó el sistema que dio cobijo a la impunidad, a la par del derrumbe del país modelado en lo económico por la dictadura. Los jerarcas iban presos por el robo de bebés y los mandos medios eran rigurosamente escrachados, para espanto de cierta prensa, que aplaudía la justicia por mano propia del ingeniero Santos pero se horrorizaba por gente que había sufrido lo indecible y jamás apeló a la venganza.

El país estalló en 2001, cuando llegó a la mayoría de edad la clase 83, nacida con la democracia. La colimba había terminado por el crimen del soldado Carrasco y los nacidos en 1976, el año del golpe, fueron los primeros en evitar el servicio militar. Así que el país de la crisis total afrontó ese período con la entrada a la vida adulta de los hijos de la democracia modelada por la dictadura. Nada menos. Pero ahora, pese a los avatares de la historia reciente, que colocan en el gobierno a una derecha nostálgica del orden de los cuarteles, llegó a su mayoría de edad la generación que vio la anulación de las leyes alfonsinistas de impunidad y de los indultos, presenció el acto kirchnerista de 2004 en la ESMA, la reivindicación del juicio a las Juntas y el Nunca Más, los procesos reactivados, las condenas a monstruos como Etchecolatz y Menéndez, a Videla muerto en una cárcel común. También la desaparición de Jorge Julio López, dolorosa advertencia de que algo vive de la noche más oscura. Y algo inentendible como el ascenso del general Milani.

Así y todo, esa historia ya no se reconstruirá a escondidas y en cuentagotas.

24-3-2004: retirán los cuadros de Videla Y bignone del Colegio Militar. (Foto: María Eugenia Cerutti).