A Aldo Rico no le alcanzó con sublevarse en Semana Santa y decidió ir por más. Monte Caseros, en la provincia de Corrientes, fue el escenario donde se dirimió la interna militar en el segundo alzamiento que sufrió la democracia. Una crónica de días que mezclaron la zozobra y el ridículo.

La historia registra que la democracia (re)nacida en 1983 afrontó cuatro alzamientos militares. El primero, en la Semana Santa de 1987, le sacó a Raúl Alfonsín la ley de Obediencia Debida. El presidente radical debió afrontar otros dos motines, al comienzo y al final de 1988, y Carlos Menem reprimió como no había podido su antecesor cuando los carapintadas salieron a la calle en 1990.

El segundo alzamiento, el de enero de 1988, el que pasó a la historia por su epicentro en la localidad correntina de Monte Caseros, fue un coletazo directo de la crisis militar desatada en la Pascua del 87. El duelo de Aldo Rico con el jefe del ejército, Dante Caridi hacía retroceder el reloj de la historia poco menos que a la crisis de azules y colorados de 1962 y 1963 o, para hablar con propiedad, a los mandos medios que se revelaron a Alejandro Agustín Lanusse en Azul y Olavarría en 1971. Como fuese, era un hecho anacrónico. La continuación de Santa Semana,  pero esta vez limitada a la interna castrense.

Los carapintadas no sólo habían logrado la extorsión de la Obediencia Debida, si bien Alfonsín tenía el proyecto en gateras. Habían conseguido la eyección de Héctor Ríos Ereñú de la comandancia del Ejército. No pudieron imponer al general que les gustaba, Fausto González, pero lo ubicaron como número dos del nuevo comandante, el general Caridi. Si Semana Santa fue un motín para conseguir impunidad por los crímenes del terrorismo de Estado y el objetivo se había alcanzado, ¿por qué la nueva aventura de Rico? Lo que salió a escena ese verano de 1988 fue, justamente, la interna militar. Por eso, a diferencia del alzamiento inicial, sí hubo predisposición para reprimir.

Anatomía de un alzamiento

Conviene recapitular un episodio rocambolesco que se inició con una foto escalofriante y terminó con fanáticos ultramontanos ocupando el Aeroparque porteño, a más de mil kilómetros del epicentro, donde Rico dejó dos frases para la historia. Caridi, que nunca consideró que le debiera su puesto a Rico (de hecho,  el coronel apostaba a otro general), comenzó a operar para aislar al futuro intendente de San Miguel apenas le tomaron juramento en el Edificio Libertador. Se esmeró en una pronta aprobación de la Obediencia Debida y en presentar como un mérito de su gestión la nueva ley, la que consagraba la impunidad del cuerpo de oficiales hasta el límite del robo de bebés. De hecho, al gobierno alfonsinista le convenía esa pantalla, preso de las tensiones que generó la rebelión de Rico.

Al tiempo que Caridi ponderaba la nueva ley, avanzaba un paso más allá. Si el gobierno que había juzgado a las Juntas retrocedía en el juzgamiento de los oficiales y avalaba la teoría de los dos demonios, la próxima exigencia de los militares se caía de maduro: el reconocimiento de la lucha antisubversiva como un timbre de honor de los militares y revisar las condenas a los comandantes. Así, Caridi no sólo avanzaba más de lo que nadie hubiera imaginado dentro de las Fuerzas Armadas desde 1983 sino que además conseguía crear su propia línea interna y vaciar de contenido al espacio de Rico.

 

El Día del Ejército, el 29 de mayo de 1987, apenas un mes después de instalado en la comandancia, y mientras aun seguía el traumático debate de la Obediencia Debida, Caridi consideró que fue “imprescindible” la acción militar en los 70 y pidió “las medidas políticas que hagan posible una definición positiva de sus consecuencias”.  Luego diría que “la institución está firmemente arraigada al orden constitucional”. El discurso de Rico,  pero sin la brutalidad del teniente coronel.

En julio del 87, a instancias de Caridi, el ministro de Defensa Horacio Jaunarena desplazó al general González, el hombre de los carapintadas, del segundo lugar del escalafón. Lo reemplazó un general caridista. El jefe del Ejército se garantizaba el control de la Junta de Calificaciones, o sea, los ascensos. En otras palabras: tenía la potestad de mandar a retiro a la camarilla de Rico. A fines de septiembre, fueron desplazados de sus puestos los hombres de Rico con mando de tropa. Entre otros, cayó el coronel Darío Fernández Maguer, a cargo del regimiento de La Tablada, y al que habían penalizado con 20 días de arresto por negarse a reprimir el foco insurrecto de Campo de Mayo en Semana Santa. Parte de los acuerdos surgidos de la crisis militar implicaban no perseguir a los oficiales envueltos en la aventura carapintada. Caridi no estaba respetando eso. Entonces, Rico decidió jugar a fondo para poder garantizar la subsistencia del carapintadismo.

Foto: Rafael Calviño

 

Tras rendirse el Domingo de Resurrección, Rico consiguió que su caso quedara dentro del fuero militar. Así lo decidió la Corte Suprema, que además encuadró la causa como motín. El 30 de diciembre, el fiscal militar atenuó la prisión de Rico, que declaraba no haber querido alterar el orden constitucional cuando se alzó en abril. Así, el veterano de Malvinas accedió al arresto domiciliario y cambió Campo de Mayo por una quinta en el country Los Fresnos, en Bella Vista. Antes de subirse al coche que lo llevaría allí, Rico fue informado que para conseguir esa gracia debía acogerse al retiro. Se negó y partió en un auto sin revelar que su destino era Los Fresnos.

Allí se produjo la imagen inicial de Monte Caseros, la que entronca Semana Santa con el nuevo alzamiento. Rafael Calviño, fotógrafo de Noticias Argentinas, siguió en auto a Rico cuando salió de Campo de Mayo. No era el único: había otros autos, que oficiaban de escolta del coronel. Al llegar al Camino del Buen Ayre, un Fiat 125 se cruzó al Renault 12 en el que viajaba el fotógrafo. El conductor es un teniente: se llama Alejandro Maguire. Desenfunda un arma y apunta al Renault 12. Calviño también apunta con su arma, que es una cámara de fotos, ciertamente menos lesiva que lo que empuña Maguire. Calviño gatilla; el otro, no. La imagen revelada es la del teniente mirando fijo a la cámara, arma en mano. Un año más tarde, Calviño estrechará la mano de Juan Carlos de Borbón en Madrid, al recibir el Premio Rey de España.

Sin ti no me podré hallar

En ese punto, el 30 de diciembre, con Rico yéndose a Los Fresnos, Caridi también decidió jugar a fondo. Tenía al coronel entre ceja y ceja. Habló con Jaunarena y logró que la víspera de Año Nuevo se le restituyera a Rico el grado militar, ya que había sido dado de baja, para que pudiese ser juzgado en el fuero castrense. Desde Los Fresnos, el coronel rebelde anunció que no aceptaría cambios en su situación procesal. El jefe del Ejército reunió a su estado mayor y consiguió el apoyo de los oficiales con mando de tropa, sobre todo los blindados de Magdalena, a cargo de Isidro Cáceres. Caridi optaba en forma abierta por la represión militar para terminar con el líder carapintada.

Mientras tanto, Rico y sus hombres, entre los que estaban algunos conspicuos oficiales de Semana Santa, como los coroneles Enrique Venturino (su mano derecha en Campo de Mayo nueve meses antes) y Luis Polo (responsable de la sublevación en Córdoba cuando el mayor Barreiro se negó a declarar, la chispa que inició todo), delineaban la respuesta: alzamientos de distintas unidades militares para neutralizar a Caridi y poder negociar. En las dos primeras semanas de enero la cuestión pasó por las condiciones de detención del coronel: Rico se había visto beneficiado por la prisión domiciliaria; Caridi presionaba por una prisión preventiva rigurosa, esto es, que volviese a la Escuela General Lemos de Campo de Mayo. El 15 de enero, dos oficiales de un juzgado de instrucción militar se apersonaron en Los Fresnos para notificar a Rico que debía volver a la prisión militar. Llegaron tarde: la noche del 14 se había ido. Iba a quemar las naves con la única salida que le quedaba, la sublevación armada. No habían sido en vano esas dos semanas en Los Fresnos. Allí se dedicó a operar apoyos y lo consiguió en un punto del país que inscribiría su nombre en la saga carapintada.

El 16 de enero de 1988, Rico reapareció en el Regimiento de infantería 4 de Monte Caseros, en Corrientes. Los oficiales a cargo le entregaron la unidad y allí anunció que continuaba el Operativo Dignidad, el que había lanzado con la toma de Campo de Mayo en Semana Santa. Salvo que ahora no buscaba una respuesta del poder político a los juicios por violaciones de derechos humanos, sino dirimir la interna con el general que había llegado a la comandancia del arma gracias a ese levantamiento. Aunque se encargó de afirmar que volvía a las andadas porque Alfonsín no cumplía con su palabra respecto de terminar con los juicios y porque seguía la campaña de desprestigio de las Fuerzas Armadas. Unidades de San Luis, San Juan y Tucumán se plegaron a la proclama. No alcanzaba. Rico esperaba que se levantara la Brigada de Infantería Aerotransportada de Córdoba, adonde fue Polo; más La Tablada y un tercer regimiento, que no se alzó sino once meses más tarde: Villa Martelli. Ninguna de esas tres unidades se movió y la balanza se empezó a inclinar a favor de Caridi.

Los tanques de Magdalena fueron dispuestos en El Palomar como reserva por si el foco carapintada se tornaba visible en la provincia de Buenos Aires. A Caridi le costó reclutar tropas para avanzar sobre Monte Caseros. Las otras unidades militares de Corrientes no eran proclives a reprimir a sus camaradas. Finalmente, convergieron tropas del II Cuerpo, apoyadas por la Brigada de Infantería de Río Gallegos. El responsable militar de recuperar el regimiento de Monte Caseros y terminar con el riquismo fue el general Juan Ramón Mabragaña, comandante del II Cuerpo. El mismo cuerpo que, al mando del general Alais, no llegó a Campo de Mayo para reprimir el alzamiento pascual.

La noche del 16 de enero, Alfonsín consideró que la situación se le podía ir de las manos y que, de una interna en el Ejército, podía pasarse a un conato de golpe de Estado. Resolvió movilizar a la Armada y a la Fuerza Aérea, y suspendió su inminente viaje a Suecia. Mientras tanto, las tropas leales recuperaban las unidades alzadas en las otras tres provincias. El regimiento sanjuanino fue recuperado por un futuro jefe del Ejército: Martín Balza.

 

De asturianos, gallegos y jactancias

El 17 de enero, domingo, las tropas de Mabragaña llegaron a Monte Caseros. La relación de fuerzas era netamente favorable al comandante del II Cuerpo. Rico se mostró en medio de la ruta, con remera verde oliva manga corta y boina, una imagen que contrastaba con la del oficial de campera del otoño de 1987. Dio la cara en una improvisadísima rueda de prensa. Allí lanzo una frase premonitoria, por el sentido opuesto de lo que terminó pasando, ante la consulta de un corresponsal español: “Yo no me rindo, soy descendiente de asturianos y gallegos, dos razas que no se rinden”. También dejó otra frase con destino de celebridad cuando le consultaron si estaba seguro de salir a pelear ante tropas que, a diferencia de lo ocurrido en Campo de Mayo, sí estaban dispuestas a reprimir. En medio de la llanura correntina, un oscurísimo oficial del Ejército Argentino desafío al mismísimo René Descartes y a siglos de estudios sobre el cartesianismo: “Yo no dudo. La duda es la jactancia de los intelectuales”.

Todo comenzó a cambiar la madrugada del 18, cuando Rico accedió a reunirse con un oficial neutral, el coronel Camilo Colotti, que se acercó a título personal a la unidad tomada y lo instó a deponer su actitud. El jefe del alzamiento le dijo que sólo buscaba desplazar a la cúpula del Ejército porque no había respetado lo pactado en Semana Santa, que se conformaba con la cabeza de Caridi y que no buscaba un golpe de Estado. Al mediodía, Rico volvió a hablar con Colotti y el temerario comando que había estado en Malvinas, que en menos de un año había liderado dos motines contra la democracia, que no dudaba y no se entregaba en honor a sus ancestros, le comunicó a su camarada la intención firme y resuelta de rendirse en forma incondicional. Por si faltara aclararlo: no es que Rico le pidió a Colotti que exigiera la rendición de Mabragaña, sino que él izaba la bandera blanca antes de que sonara un solo disparo.

¿Qué había pasado? Fue determinante que no se movilizaran en su favor unidades de la provincia de Buenos Aires, se habían cortado las comunicaciones con sus seguidores, generando aislamiento, y, de forma indudable, la correlación de fuerzas era favorable a Caridi. Marcelo Saín, que además de ser un experto en temas de seguridad,  estudió en profundidad el fenómeno carapintada, considera que hubo otros tres factores. Por un lado, ya no pesaba el tema de los juicios como elemento aglutinador tras la sanción de la Obediencia Debida. En segundo lugar, los meses previos de ofensiva de Caridi habían apartado a Rico del núcleo de oficiales que lo apoyaron en Semana Santa, y la iniciativa estaba, pues, en manos del jefe del Ejército. Finalmente, la pésima estrategia de Rico, que nunca pensó en la posibilidad de un enfrentamiento armado y que sopesó que podría tener una correlación de fuerzas tal que le permitiera negociar. En suma, no había apoyos ni posibilidad de imponerse. Sólo quedaba la rendición. En el medio, los únicos heridos fueron tres oficiales leales a bordo de un camión de las tropas de Mabragaña, que fueron alcanzados por la explosión de una mina colocada por los rebeldes en la Ruta 25.

Caridi ganaba la pulseada, pero la crisis quedaba irresuelta, porque el problema de la disciplina militar se mantenía latente. Así quedaría a los ojos de todos cuando a fin de año se sublevó Mohamed Alí Seineldín en Villa Martelli, una de las unidades que Rico quería ver amotinada en el verano correntino. El núcleo de poder dentro del carapintadismo iba a pasar de Rico al coronel de ascendencia musulmana que se había convertido en un nacionalista católico fanático, y recién con los sucesos de Villa Martelli lograrían la remoción de Caridi. Rico fue a dar con sus huesos a Magdalena y se acabaron las carreras militares de los oficiales que se sumaron a la sublevación. También fue pasado a retiro el coronel Colotti por haber intermediado sin autorización de un mando superior. Ya con la mente en la política como continuación de las armas, Rico fue dado de baja. Hubo unos 400 oficiales implicados, una cifra mayor que en Semana Santa, si bien el impacto institucional fue ciertamente más limitado.

Los aviadores más locos del mundo

Con todo, si Monte Caseros queda más lejos de Buenos Aires que Campo de Mayo, la capital iba a sentir el accionar de militares insurrectos a menos de diez kilómetros de la Casa Rosada. Ocurrió el 18 de enero, un día después del fin de la asonada cuando, en solidaridad con la aventura mesopotámica de Rico, civiles del más rancio nacionalismo, junto a miembros de la Fuerza Aérea, ocuparon el Aeroparque Jorge Newbery por espacio de tres horas.

Tomaron la decisión de entrar en acción cuando la Fuerza Aérea manifestó su apoyo a la Constitución y anunció que enviaría tropas a Corrientes desde el Aeroparque. Alfonsín solía referirse a la solidaridad de muchos países con aquellos que habían perdido la democracia como “solidaridad post-mortem”, porque manifestaban su apoyo después de caído el orden constitucional. El comodoro retirado Luis Fernando Estrella aplicó ese tipo de solidaridad a Rico cuando el conato correntino ya era historia. Al momento de la llegada de las tropas leales de Ernesto Crespo, jefe de la Fuerza Aérea, rindieron homenaje a la tradición riquista de Monte Caseros y, justamente, se rindieron sin presentar batalla. Fueron a juicio y hubo condenas para ocho aviadores y cinco civiles. En sede judicial quedó establecido que Estrella y sus acólitos planeaban ocupar el Edificio Cóndor, sede de la Fuerza Aérea, y asesinar al brigadier Teodoro Waldner, jefe del Estado Mayor Conjunto, el primus inter pares designado por Alfonsín por encima de los jefes de las tres armas. El episodio era algo así como el levantamiento del brigadier Cappellini en diciembre de 1975, que sublevó a la Base de Morón con un discurso de catolicismo preconciliar como el de Estrella, que recibiría la gracia del indulto de parte de Carlos Menem.

Muchos años más tarde, Estrella sería condenado por hechos anteriores al copamiento del Aeroparque. “El párroco francés Longueville y su vicario Murias fueron secuestrados en la noche del 18 de julio de 1976 en la parroquia El Salvador, de Chamical. Sus cuerpos fusilados, con los ojos vendados, aparecieron en un descampado al sur de la ciudad. Murias tenía signos de torturas. Hoy el sitio se denomina Los Mártires y un oratorio honra sus memorias”, escribió Diego Martínez en Página/12 del 25 de abril de 2008 para informar sobre los arrestos en relación a la causa de los asesinatos de Carlos de Dios Murias y Rogelio Gabriel Longueville, dos curas tercermundistas de La Rioja, cuyos crímenes prologaron el del obispo Enrique Angelelli. Los detenidos eran el ex alférez Miguel Pessetta y quien era el segundo jefe de la Base Aérea de Chamical en 1976: Luis Fernando Estrella. La nota añade que “el comodoro retirado es el mismo que el 18 de enero de 1988 comandó la banda que copó el aeroparque Jorge Newbery durante tres horas en un golpe fallido contra el presidente Raúl Alfonsín, a quien consideraba marxista”.

En 2012, Estrella fue condenado a perpetua por los crímenes de los sacerdotes. Junto a él, en el banquillo, escuchando la misma sentencia, estaba Luciano Benjamín Menéndez. Dos años después, el comodoro fanático y el señor de La Perla recibieron idéntica condena por la muerte de Angelelli. Muy atrás quedaban los días de alzamientos para garantizar impunidad.