Algunos flashazos cruzados de mamás, papás y Madres de la Plaza, en el Día de Nuestras Viejas.

Primera instantánea. Agosto, 1983. A Ezeiza me fueron a buscar mi vieja y mi primo, aquel con que en la infancia jugaba a los soldaditos y tiraba cohetes. Mi viejo yacía con ambas piernas enyesadas, atropellado por un coche. Esa noche, mi primera cita de reencuentros afectivos fue con un amigo trosco del secundario. Reitero: mi viejo, por si faltaba algo, yacía con ambas piernas enyesadas, atropellado por un coche.

Segunda: primera(s) ida(s) a la Plaza o a la manifestación antidictadura o pro DDHH que fuera. Esperar que desde el fondo de la manifestación apareciera sonriente Norma Matsuyama, amiga, compañeraza y gran amor del secundario. Asesinada y desaparecida por la dictadura. Los carteles de las Madres y las Madres mismas. Las fotos en blanco y negro de las Madres de los reporteros de ARGRA. A Norma la balearon embarazada. Me pregunto cómo sería Norma hoy con hijos. En su momento, viajando en tren, le escribí un poema espantoso.

Tercera. 1984. La primera vez que fui al local de entonces de las Madres, supongo que por la revista El Porteño. Uno era más chico y las Madres más jóvenes. Te decían sos como nuestros hijos, tenés la edad que tiene/ tenía mi hijo. Daba como una cosita, una vergüenza, una sensación de usurpación de lugar. Te hacían sentir un hijo de ellas. Ya no. Estamos grandes y ellas viejitas.

Cuarta: la frase terrible para toda la eternidad que podamos vivir. A mis viejos –casualmente, mirá vos- durante la dictadura se le murieron los mejores amigos. Uno de ellos, un profesor de Exactas rajado en la Noche de los Bastones Largos, murió en dictadura diciendo “No quiero morir en un país fascista”. Mi viejo murió a comienzos del menemismo, muy prematuramente arruinado.

Quinta. Fue mi viejo, de muy chiquito, el que habiendo sido gorila de izquierda durante el primer peronismo me enseñó las marcas de las esquirlas en la Plaza por los bombardeos del 55. Creo percibir, a la distancia, o estoy más bien seguro, que lo hizo con mucho respeto.

Sexta. Fue mi vieja docente –maldigo no tener un recuerdo más exacto- la que más me conmovió en relación a Malvinas, con su relato de lo que sucedió con los chicos del colegio nacional Vicente López tras la derrota. Yo no soy muy malvinero, una estúpida cuestión de piel. Pero ese día mi vieja me conmovió y me hizo entender mejor la emoción Malvinas cuando me habló de la desazón que debieron afrontar los chicos del colegio, los que habían juntado solidariamente lo que fuera para los soldados (¿soldaditos?). Un relato intensísimo y terrible sobre la ingenuidad, la perversión, la perplejidad, la bronca, la sorpresa, el dolor, la decepción.

Séptima: fue mi vieja, como buena docente que era, la que sentenció para siempre que era una pelotudez más bien soretona que durante las dictaduras de Onganía-Lanusse nos enseñaran la Constitución y que éramos una república democrática, federal y democrática. Hoy suena a Cambiemos.

Octava: fueron ambos los que me legaron el placer de leer (no estoy a su altura) y más mi vieja el placer de escribir, aunque ese vino medio solo, o solitario. Pero mi vieja me festejaba. Nadie se atreva a tocar a mi vieja.

Octava bis: sin embargo mi vieja tenía su lado complicadito, difícil, o qué os creéis. La expresión sin embargo sobra pero ya nos entendemos. Sin embargo aplicado a la condición humana es universal.

Novena: mi primer laburo fijo en Argentina fue en la revista El Porteño. Mucha, pero mucha bola a los Derechos Humanos. Hebe había sido portada, las Madres fueron columnistas de El Porteño cuando… casi que en ninguna parte, man. Siguieron siendo señal de ¡Danger!… hasta el mismísimo día de hoy. Yo volví creo que en los mismos días en que le metieron un bombazo a la redacción por la portada dedicada al robo de bebés. Hebe (Hebe, no las Madres) era una incomodidad y con frecuencia lo sigue siendo y nunca se sabe/ puede cómo hablar de esa incomodidad.

Décima. 1995 o 1996, o por ahí: cuando leía y leía y leía diarios de la dictadura para escribir Decíamos ayer. La prensa argentina bajo el Proceso, buscaba alguna cosa de vida cotidiana, algo que explicara qué onda con la gente, por aquellos días, algo que me lo explicara a mí. Apenas si encontraba de eso –algo de lo humano- en el fútbol y en la sección Espectáculos de Clarín. Solo encontraba tristeza, grisura, bajón. Entonces se me vino la revelación: qué solos se quedaron mis viejos durante la dictadura teniendo a los tres hijos rajados. Por eso siglos después dediqué mi novela El Pichi a los que se quedaron solos. Mis viejos, sin ir más lejos.

Décima primera instantánea. Mi viejo se murió el 3 de enero de 1990 tras un cáncer largo y horrible. No estuve a la altura, creo. Mi viejo se las ingenió –hecho percha como estaba- para transmitirme esa culpa. Lamento enoooooormemente que no haya conocido a mis hijas hermosas.

  1. La vieja, los primeros dos, quizá tres años después de regresados, se la pasaba lamentando que los hijos no le contáramos más sobre nuestros días fuera del país. Todo aquello que ella se había perdido sobre el crecimiento de sus hijos (Todo lo que usted quería saber sobre el sexo, pero mal). No sé qué sentía yo ante ese reclamo o lamento: ¿irritación? ¿Falta de motivación? ¿Ya es tarde? ¿Sensación de alpedismo? Hubo incomprensión o impaciencia de mi parte, seguro. Como todo hijo lamento mucho, muchísimo no haberle contado más, no haber hablado más con ella, no haberla bancado mejor, aunque haya hecho bastante, vaya a saber.

Espacio para publicidad. Chicos, chicas: es un clásico que se vende en todas las pelis. Antes de que sea demasiado tarde, si pueden, hablen más con sus viejos.

  1. Mientras se bancó física y psíquicamente mi vieja se mantuvo activa y solidaria. Daba clases de alfabetización en la única villita de Olivos, se hizo amigos ahí. Una Madre de la Plaza, Línea Fundadora, Perla Wasserman, era amiga de mis viejos desde sus años mozos, posiblemente desde los años en que hacían colectas para los republicanos durante la Guerra Civil Española. Perlita, era insoportablemente charlatana, mi viejo no se la bancaba. Era a la vez muy dulce y sonriente Perla, cara cachetuda, roja, bien polacona. Pero efectivamente se hablaba todo. Mis viejos se hicieron amigos, en dictadura, por cuestiones colaterales, de Santiago y Matilde Mellibovsky. Padres de Graciela, desaparecida, fundadores del CELS, ambos fallecidos. Mi vieja no sé de qué otros modos se acercó a las Madres Fundadoras, en democracia. Se hizo amiga de La Gallega, otra charleta, que vivía en Tigre. Me entero ahora, o recuerdo, gugliando, que La Gallega, tan charleta, tosca, cálida, divertida, medio como híper ansiosa en mi recuerdo ya vago, se llamaba Dionisia López Amado y que murió en 2008 y que una calle de Tigre lleva su nombre.

14, con pausa. Mi hermano Coco solía cargar a mi vieja porque -según él- ella, con tres hijos que se habían rajado y sobrevivido, tenía culpa de no ser Madre de la Plaza.

  1. Mi vieja no pudo ser una buena abuela y murió con ese maldito peso. Una cagada de aquellas.
  2. Sin las Madres y sin minas como mi vieja (o tipos como mi viejo) este país sería más mierdoso e indigno.
  3. Qué cagada que mis viejos no pudieron ser más felices, ¡aunque tuvieron sus grandes momentos!

Epílogo. Chicos, chicas: es un clásico. Antes de que sea demasiado tarde, si pueden, hablen más con sus viejos. Muéstrenlén -¡déanlén!- todo el amor de que sean capaces.

 

PD, repasando lo escrito: Perla Wasserman. “22 familiares perdidos en el Holocausto”, encuentro en Google. Y su hija Susana, acá.