Hay en estos días una cruzada de alocadas teorías conspirativas que sugirieron destinos estrambóticos para el “artesano (hippie) desaparecido”, el financiamiento kurdo-colombiano, el separatismo mapuche y hasta una “opereta” desestabilizadora. Pero es más preocupante el entusiasmo con el que una parte de la sociedad se hizo eco de estas descalificaciones.
Si pregunto dónde está Santiago Maldonado, es porque poco importa su condición de “hippie”, “zurdo” o “marihuanero”. No es necesario ser kirchnerista, cosa que no soy ni he sido, para hacerlo. Ni siquiera ser de izquierda. No es necesario salir del canon liberal, aquel que el discurso oficialista ha asumido como propio y del que se presenta como único guardián, para afirmar que esos epítetos son utilizados para poner en suspenso los supuestamente sacrosantos derechos de Santiago Maldonado en tanto ciudadano. Como él no se ajusta al reaccionario estereotipo que los medios y Cambiemos difunden, y una porción considerable de la opinión pública sostiene, las garantías constitucionales quedan anuladas y la desaparición se vuelve algo aceptable. Tal vez si este “hippie” hubiese alquilado un galpón en algún barrio chic para hacer un arte vacío y pretencioso, o si se hubiese perdido en un viaje místico por el extranjero a lo Peña Braun, entonces sí se le habría conferido el privilegio del habeas corpus. En lugar de chistes estúpidos y justificaciones injustificables, nuestros periodistas bien pensantes pondrían esa cara de solemnidad que acompaña a las noticias “graves”. Los veríamos quizás aplaudiendo en patota en algún problema periodístico preguntando por Santiago Maldonado, o incluso cambiando las fotos de sus perfiles en las redes sociales por la cara del “hippie bueno”.
Pero no, Santiago (como le dirían Macri, Vidal o Rodríguez Larreta si quisieran captar su voto) era un hippie malo que se juntó con indios igualmente malos, por lo que su desaparición está implícita o explícitamente “bien”. Y esto lo pueden decir las mismas personas que en conversaciones de café aseveran con el índice levantado que “la ley se aplica a todos” al justificar la represión de alguna protesta. Su barómetro invierte lo que Adam Smith postulaba en su Teoría de los Sentimientos Morales: los derechos y las libertades les preocupan más en los Estados Unidos de Donald Trump o en la Venezuela de Nicolás Maduro que en la Argentina de Mauricio Macri. Y el uso indiscriminado de términos como “guerra”, “guerrilla” y “terrorista” para justificar el accionar represivo del Estado es particularmente poco feliz: a riesgo de caer en la reductio ad hitlerum, fue con la demonización de determinados grupos religiosos, políticos y étnicos que regímenes como el nazismo desplegaron el aparato represivo que les permitió controlar a sus respectivas sociedades. No es necesario remontarse a los campos de exterminio, sino simplemente prestar atención a cómo el Tercer Reich creó una categoría de “asociales” que fue llenando de indeseables. Importada de Francia por un movimiento ultranacionalista y francófobo, como señaló irónicamente Viktor Klemperer en LTI, los asociales cubrieron progresivamente a los comunistas, los liberales, los gitanos, las prostitutas, los homosexuales, los discapacitados y los judíos. En última instancia, ni los protestantes ni los católicos estaban verdaderamente a salvo. Como aquella aplanadora de la que se jactaba Ibérico Saint Jean, que empezaba erradicando a los “subversivos” para terminar eliminando a los “tímidos”, el terror tiende a radicalizarse en manos del Estado. Y, como han mostrado varios historiadores sociales, en ambos casos la sociedad distó de ser una simple víctima de gobiernos autoritarios, sino que hubo apoyó tácita o abiertamente una política represiva que, dicho sea de paso, es reivindicada aún hoy.
Desde ya, la comparación resulta exagerada y hasta puede ser pueril. Pero el tratamiento público que la desaparición de Santiago Maldonado ha tenido y tuvo no es una cuestión banal. Ni deberían considerarse las desprolijidades y desconcertantes declaraciones de los funcionarios como producto de su “impericia” y su afición por las performances grotescas. Por el contrario, el gobierno es responsable tanto de la desaparición y la irregular investigación como de las relativizaciones, cuestionamientos y hasta ocurrencias “jocosas” de sus miembros y partidarios, orientadas a hacer lo ocurrido algo asimilable. Y esto no es casual: con la escasa elegancia que lo caracteriza, el macrismo ha promovido un pensamiento único y, siguiendo al peor kirchnerismo, ha decidido denunciar a todo aquel que lo critique y cuestione como “golpista”. En esa cruzada, las teorías conspirativas más alocadas han sido utilizadas, sugiriendo los destinos más estrambóticos para el “artesano (hippie) desaparecido”, financiamiento kurdo-colombiano, separatismo mapuche y hasta una “opereta” desestabilizadora. Más preocupante aún es el entusiasmo con el que una parte de la sociedad se hizo eco de esta letanía de descalificaciones. Es como si, al tiempo que se niega su desaparición, se insinúa que la tenía bien merecida. El reemplazo de su nombre por controles remotos, cafés y otros objetos prosaicos sugiere que también él puede ser cosificado, consumido y desechado. ¿Impresiona este ecléctico paladar a la hora de canibalizar los cuerpos, o es el reflejo esperable de las parcialidades e hipocresías que cruzan a una sociedad atravesada por una cultura política intolerante y sectaria? ¿Sorprende que los mismos que canonizaron con la voz en cuello a “un fiscal intachable” juzguen in absentia y sin evidencia a un “hippie zurdo y porrero” al tiempo que aluden a un Jorge Julio López o a un Luciano Arruga por los que nunca se interesaron, o es sintomático de una cultura política que no duda en arrojar cuerpos a quien ve como un enemigo irreductible? Así, la serpiente parece morderse la cola: los “campeones de la democracia” de la twitósfera creen estar haciendo patria al arrancar carteles y denunciar que es todo una “maniobra contra el gobierno”, sin ver que el reclamo por la aparición con vida de Santiago Maldonado contiene una defensa de los derechos humanos garantizados por esa constitución que el gobierno y sus sicofantes dicen proteger. Al parecer, también entre los liberales el liberalismo es cuento.