La construcción de una nueva agenda democrática que excluya la destrucción del individuo como modo de hacer política y que fortalezca el protagonismo de la gestión pública para arbitrar en las diferencias y equilibrar en las oportunidades es, según el autor de esta nota, un desafío clave de estos tiempos. El éxito del gobierno en esta tarea resultará determinante para saber cuál será la democracia de los años futuros.
El vaciamiento de algunos de los elementos centrales del ideal democrático es, sin duda, una de las más peligrosas consecuencias políticas de la avanzada neoliberal. A lo largo de los últimos cincuenta años, las nociones de justicia, igualdad y libertad, así como la idea del gobierno del pueblo, han quedado reducidas a meras variables económicas. De este modo, la democracia y sus valores, limitadas a concepciones de costo y beneficio, de eficiencia y productividad, habilitaron un territorio fértil en el que crecieron, con diferentes modalidades, expresiones políticas que, en su nombre, garantizaron la creciente desigualdad en todos los rincones del planeta.
Esta caracterización general encontró en torno al 2008 un hito que complejizó aún más el panorama. Si bien la explosión de la burbuja de las hipotecas en los Estados Unidos sacudió la economía mundial, la dinámica de acumulación del capitalismo global no sufrió mayores alteraciones. A contrapelo de ello, el impacto resultó mucho más profundo en la esfera política. El 2008 inauguró un nuevo escenario signado por la creciente volatilidad. Crisis económica y radicalización de la derecha se encuentran íntimamente relacionadas. La salida del colapso financiero orienteada hacia una profundización del patrón de acumulación sin que ello suponga un horizonte que logre contener a las amplias mayorías postergadas en los tiempos neoliberales, tensionó al límite la ya alterada sensibilidad social y política. Aunque compartiendo elementos comunes, el impacto de esta creciente agitación tuvo resultados particulares en diversas latitudes. El crecimiento de diferentes expresiones políticas que lograron consolidarse electoral y organizativamente utilizando discursos de odio es un llamativo rasgo de nuestro tiempo. Este fenómeno global que encarnan líderes como Donald Trump en los Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil y Víctor Orbán en Hungría, y partidos como el Frente Nacional en Francia, el Partido por la Libertad en Austria y VOX en España, por mencionar sólo algunos de ellos, ponen de relieve que la situación se encuentra lejos de constituir un fenómeno aislado.
El 2008 también tuvo un impacto notorio en la política nacional aunque el detonante no estuvo vinculado, al menos directamente, a la crisis mundial. La resolución 125 impulsada por el ejecutivo conducido por Cristina Fernández de Kirchner, que establecía un nuevo régimen de retenciones, fue enfrentada duramente por las patronales agropecuarias que iniciaron un lock out que sostuvieron a lo largo 129 días. La “grieta” que emergió entonces se mantuvo hasta las elecciones de 2015, en parte, pues ésta fue constitutiva de los principales espacios políticos consolidados en el conflicto. Por un lado, el kirchnerismo se forjó acabadamente como fuerza social en la contraposición pueblo-oligarquía, contraposición que le permitió ampliar de modo exponencial sus bases de sustento. Por el otro lado, por entonces el Pro comenzó a gestar su proyecto de expansión nacional. En medio del enfrentamiento, supo capitalizar los descontentos fragmentados en un arco opositor variopinto para darle una dirección clara bajo el liderazgo de Mauricio Macri.
La emergencia y la impresionante expansión de los discursos de odio fue un saldo distintivo del conflicto por la 125. Descubierto su rédito político, entre el 2008 y el 2015 estos discursos fueron constitutivos del modo de hacer política del Pro, primero, y más tarde de Cambiemos. La recurrente apelación contra “corruptos”, “chorros”, “vagos” y “planeros”, logró enlazar con un sentido común cristalizado en amplios sectores de la sociedad, exaltado por el igualmente recurrente fantasma de la “chavización”. El triunfo electoral de Cambiemos en 2015 estuvo relacionado, entre otras cuestiones, a la exitosa utilización del odio. Sin embargo, tras la victoria, la gestión de Macri no buscó salirse de ese esquema. Por el contrario, a lo largo de sus cuatro años de gobierno explotó al máximo la estigmatización y criminalización de trabajadores estatales, beneficiaros de planes sociales, docentes y desocupados, entre otros, edulcorado todo ello por un discurso meritocrático que condenaba a muchos y salvaba a unos pocos.
En esta dirección, el legado de Cambiemos resulta profundamente preocupante. El más obvio es el desastre económico y social, algo que explica su derrota electoral. El otro es haber hipertrofiado una fibra sensible en amplios sectores de la sociedad que se activa fácilmente ante los discursos de odio. Esto último se puso de relieve durante julio en medio de un clima tensionado como consecuencia de la propia pandemia. El fusil estuvo presente en dos imágenes que circularon, primero, en la manifestación del nueve contra el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio. El cartel pegado en el parabrisas trasero de un auto decía “Fase 1: fusilar políticos. Fase 2: fusilar sindicalistas. Fase 3: Argentina despega”. Días más tarde, Fernando Iglesias, miembro de la bancada legislativas del Pro, retuiteó por “error” una fotografía de un fusil en la que se leía “es hora de guardar las cacerolas”.
Así, cuestionados los principios fundantes del ideario democrático e instalados los discursos de odio, el panorama global plantea varios interrogantes para el escenario argentino. En gran medida, su curso dependerá del grado de compromiso que asuman las principales fuerzas políticas ante la inmensa tarea de consolidar la democracia en el país. El Pro, y por tanto Cambiemos, coquetea peligrosamente con posiciones cuyas derivas son insospechadas. Los discursos de odio que emplean varios de sus referentes exaltan algunos fantasmas que se adentran en las sombras más profundas y siniestras de nuestra historia nacional, en tanto expanden un imaginario que habilita el quiebre institucional y la eliminación física del adversario político. Con ello cancelan, también, toda posibilidad de debate y construcción política desde la diferencia, elementos centrales de la vida democrática.
El presidente Alberto Fernández, por su parte, es quien mejor comprende el complejo desafío que enfrenta el país en este singular contexto de la pandemia y de la historia mundial. Condicionado en diversos frentes por el Covid y por el legado del macrismo, Fernández se esfuerza por aportar elementos progresistas al ideal democrático argentino, al tiempo que intenta ensanchar las bases del Frente de Todes. No son pocos los que lo acusan de moderado, incluso de tibio. Sin embargo, después del deterioro de lo público que dejó la administración de Mauricio Macri, el presidente asumió la tarea de regenerar los consensos en torno a la centralidad del Estado en un clima hostil y aislar los discursos de odio y sus efectos. Para ello, promueve la construcción de una nueva agenda democrática que excluya la destrucción del individuo como modo de hacer política y que fortalezca el protagonismo de la gestión pública para arbitrar en las diferencias y equilibrar en las oportunidades. El éxito que alcance en esta tarea resultará determinante para saber cuál será la democracia que forjaremos para los años futuros.
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