Hay una parte importante de la sociedad que no se siente incómoda con la desigualdad social y que en estos años ha desplegado muestras de clasismo y discriminación hasta llegar al voto calificado. La llegada al poder del Frente de Todos abre una expectativa de recuperar la fe en la política y promover otro tipo de vínculos.
Como esos partidos con muchos goles de ambos lados, con emociones y estados de ánimo cambiantes, así está Sudamérica. La inusual combinación de novedades contradictorias con sensaciones de déjá vu se la está haciendo difícil al progresismo cuyo principal desconcierto pasa por tratar de comprender las razones detrás del comportamiento electoral de sectores importantes y muchas veces mayoritarios de la población; y aún más importante, cómo ganar la delantera para dejar de correr desde atrás frente a las continuas movidas de la derecha conservadora, un poder que ha cambiado el pelo pero no las mañas, se ha hecho más sólido y su funcionamiento está cada vez más aceitado a la hora de coordinar movimientos y estrategias.
Planteada así la situación regional, a nivel local el desafío más grande para el próximo gobierno del FdT pasará por cómo habrá de pararse y cómo podrá gestionar sus políticas socioeconómicas frente a un contexto tan complejo e incluso hostil.
Argentina del Centro
En función del resultado de las últimas elecciones, el mapa del país quedó claramente dividido en 3 franjas. La del medio, la Argentina del Centro, es la de la Pampa húmeda, conformada por Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza. Si sumamos la Capital Federal, hay una clara representación de los sectores de mayores ingresos, a muchos de los cuales no les ha ido bien con las políticas del macrismo pero han encontrado allí su zona de confort.
Muchos votantes de Cambiemos reconocen que la gestión de su gobierno ha sido desastrosa y decepcionante y algunos, como Grobocopatel, admiten que con el kirchnerismo estaban mejor. “Ahora estamos peor pero más contentos”, declaró.
Si no fueron logros de gestión, si por el contrario empeoraron indicadores tan sensibles como la pobreza y la desocupación ¿cómo consiguió Cambiemos alegrar a sus (muchos) votantes?, un sentimiento cuya explicación sobrepasa en mucho a su prehistórico antitiperonismo/antipopulismo. Y dando un paso más: ¿de qué manera en las últimas décadas se ha formateado el pensamiento y la sensibilidad de amplios sectores de la sociedad de modo de tolerar y hasta justificar la desigualdad?, un fenómeno que por otra parte trasciende nuestras fronteras.
Pasión por la desigualdad
“A pesar de lo que afirman sus principios, nuestras sociedades “eligen” la desigualdad”. Así comienza el libro de Francois Dubet, ¿Por qué preferimos la desigualdad? Aunque digamos lo contrario.
Procesos definitivamente desigualitarios en diferentes partes del mundo fueron llevados adelante no sin apoyo popular. Desigualdades en todos los ámbitos: en la educación, en la salud, en la vivienda, en la seguridad social. Una desigualdad incluso geográfica: entre los barrios de una misma ciudad, entre ciudades de una misma provincia y entre regiones de un mismo país.
Dubet no desconoce el hecho de que los ricos sean cada vez más ricos y que las rentas rindan más que el trabajo obedece a los mecanismos económicos y financieros que caracterizan al neoliberalismo y que han puesto a los gobiernos contra las cuerdas y a merced de sus intereses. Nada de esto ignora Dubet, pero no acepta excusas y advierte sobre el riesgo intelectual de pensar en un regreso a “aquellos buenos tiempos” del Estado de Bienestar. Prefiere sostener y remarcar que la intensificación de las desigualdades observada a partir de los 80 procede de una crisis o debilitamiento de las solidaridades. “La pasión por la igualdad no es tan fuerte como se supone…se elige no reducir las desigualdades”.
Neoliberalismo y clase media: nada como ir juntos a la par
Aclaración necesaria: dado que la clase media es un conglomerado particularmente heterogéneo, el análisis y los comentarios a continuación aplican sólo a un sector de la clase media, a ese sector, que el lector bien sabe y conoce.
Hay toda una serie de ideas y creencias que a ese sector de la sociedad le sirve como marco de referencia y para la construcción de un sentido común que le permite sostener, con dosis tolerables de culpa, que la desigualdad se justifica y es aceptable.
A lo largo de estos últimos 4 años Macri, sus funcionarios y sus representantes periodísticos en los medios no escatimaron comentarios y adjetivos ofensivos y denigratorios dirigidos a los movimientos sociales, a los pobres e inmigrantes, generando así las condiciones y el permiso que necesitaba un vasto sector de la clase media para salir del closet de la corrección política y dar rienda suelta a sus más bajos instintos con un repertorio reaccionario que no dejó afuera siquiera al voto calificado.
La estigmatización y culpabilización de los segmentos de la población más desfavorecidos y excluidos del sistema en particular opera así como un modo de y una excusa para liberarse del deber de solidarizarse con quienes más lo necesitan y con quienes compartimos el mundo.
Cansados de la democracia
Los sectores más pudientes necesitan menos de la democracia que el resto de la sociedad. A la hora de votar pueden resignar parte de sus aspiraciones económicas a favor de otros principios o “valores”. Es un voto que se fundamenta en otros parámetros, diferentes a los que estábamos acostumbrados, lo que en una primera lectura lo torna incomprensible (para la mayoría de la población, quedó bien claro, la variable económica sigue siendo la más importante a la hora de votar).
La antipolítica (“son todos lo mismo”, en su versión coloquial) representa el cansancio y el fastidio con la impotencia de la política, y en definitiva con la democracia y sus instituciones. Cansados de los esfuerzos que demanda, por inútiles, para recomponer el balance de fuerzas y acabar con las injusticias, una porción significativa de la sociedad busca por otros caminos. De lo cual los gobiernos populares también son responsables y deben hacerse cargo.
Que no decaiga
Hay razones que permiten ser (moderadamente) optimistas. Apenas 6 meses necesitó el peronismo y sus aliados para derrotar a Cambiemos. Lo logró en primera vuelta, con casi el 50% de los votos y a contramano del rumbo de la mayor parte de la región. Para ello fue necesario, o mejor dicho imprescindible, diseñar una propuesta electoral interesante e inteligente. Una decisión que carga varios méritos, entre ellos el de haber aprendido de varios y costosos errores del pasado. Hay en esta experiencia una oportunidad para aprender también de las virtudes.
La mayoría de la sociedad demostró tener reflejos rápidos, un descreimiento del relato ficcional del oficialismo y un escepticismo frente a la abrumadora manipulación mediática.
La democracia argentina tiene una solidez que debiera ser motivo de orgullo y que es consecuencia de la lucha de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, de la militancia política y sindical, de amplios sectores del campo popular y de la sociedad en general. Y no precisamente de muchos de los que hoy se consideran Defensores de la República y que en los peores momentos de las dictaduras se llamaron a silencio, escondiéndose debajo de la cama o recostándose incluso del lado oscuro del mostrador.
No dejar de recordar además, que tomando el periodo que va desde el 2003 en que asumió Néstor Kirchner al 2023 en que Alberto Fernández termine su (¿primer?) mandato, serán 20 años dieciséis de los cuales habrán sido conducidos por gobiernos populares. La proporción se invierte, girando a la derecha, si se analizan los primeros 20 años (1983-2003) después de recuperada la Democracia.
Volver mejores, o sea
Deliberadamente como estrategia electoral y tal vez para hacerse de algo de su carisma, varias veces durante la campaña Alberto eligió recordar a Alfonsín, incluso habló y gesticuló como Alfonsín. Esperemos que gobierne de otra manera.
Este y otros, especialmente el segundo plano de Cristina, fueron intentos claros de ahuyentar los temores al kirchnerismo de un sector del electorado al que era necesario seducir si se pretendía ganar las elecciones. Funcionó.
Sin embargo, hay en la consigna y en la promesa de Volver mejores algunos riesgos o problemas en puerta. No es muy complicado proyectar que el FdT gobernará con un láser en la frente de un segmento de la sociedad y especialmente de buena parte del poder mediático que seguirá cada uno de sus pasos en particular en lo relacionado a la corrupción, un blanco fácil que suele dejar el peronismo. Un punto sobre el que no hay margen para volver a mirar para otro lado. Por otra parte, Alberto también será mirado de reojo por aquellos que lo votaron y aguardan con expectativa conocer en la práctica en qué consiste eso de volver mejores. Unos temen un tinte demasiado conservador, otros demasiado parecido a la etapa kirchnerista.
La tarea no es sencilla: el nuevo gobierno deberá dejar atrás ciertas hábitos y costumbres, ciertas prácticas históricas del peronismo que reclaman una urgente superación porque no constituyen su esencia (y hasta la comprometen) y porque abandonarlas no la amenazan. Esencia que deberá ser adaptada no sólo al contexto internacional sino especialmente y con urgencia a las nuevas demandas y preocupaciones sociales. Mutaciones sociales y culturales que deberán ser interpretadas correctamente porque es ahí y no en los medios donde se va a jugar la suerte y la continuidad de su proyecto. Hacer jugar la ideología menos en las palabras y más en políticas concretas.
La mayoría de la sociedad espera que el poder político sea capaz de congeniar honestidad, profesionalismo y capacidad de gestión, son 3 de 3 requisitos que sin concesiones deberán cumplir todos aquellos que sean nombrados para ocupar los cargos más importantes. Tampoco hay aquí margen para repetir improvisaciones y criterios dudosos de selección.
Es un desafío enorme y casi imposible para el próximo gobierno porque estamos siendo testigos de una combinación desgraciada: en tiempos en que el poder político ha perdido prestigio, potencia y capacidad para mediar en la relación entre el pueblo y los grupos de poder, la sociedad es ahora mucho más exigente con sus dirigentes que en otras épocas. Es lo que hay.
Antes de seguir, no quisiera dejar sin decir que también es necesario que una vez en el gobierno, el FdT sea más exigente con los ciudadanos, menos complaciente, menos paternalista. Pero primero es lo primero, está claro.
A pesar de todo, el peronismo y el campo popular en su conjunto han demostrado mantener intacto su instinto de supervivencia y su capacidad de sorprender, un capital que no se ha devaluado con el paso del tiempo.
El pueblo se equivoca pero repara: en pocos años votó un cambio drástico del rumbo, hasta cierto punto un retorno a las fuentes. Alberto Fernández y el FdT han conseguido generar expectativas, que considerando de dónde venimos no es poca cosa.
Hay de dónde agarrarse. Sin embargo, debe quedar en claro que no hay margen para malversar esta nueva oportunidad de construir una sociedad más justa, menos desigual y en la que sean fácilmente reconocibles las mejores virtudes de la democracia.
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