El gobierno de los CEOS no quiere ni oír hablar de estéticas, ni de tradiciones populares y armó un espectáculo para mostrarle al mundo cuán for export podemos llegar a ser. Una forma a lo Tinelli de renunciar a la dignidad a plena alegría.

Capaz que sí, que se deba a los costados elitistas o estetizantes que uno tiene. ¿Se justifican el enojo, la tristeza, esa sensación de asquito? Justificado o no, es lo que me suscitaron las andanadas de tinelliano argentinismo globalizado que derramaba el escenario del Colón. “Mal gusto”, es la expresión que me viene a la mente: no encuentro una mejor. “Chucherías”, “espejitos de colores”, “embelecos”, “estafa”. Eso: estafa. ¿A quién, a quiénes? “¿De veras lo están disfrutando?”, me preguntaba, y, suponiendo que sí, que esas damas y esos caballeros lo disfrutaban, “¿cómo pueden?”. Acepto, OK, que se debe a lo que a uno tiene de esteticista –y, quién sabe, elitista, según cómo se mire–: sea por ese motivo o por otro, lo que ahora intento es dar cuenta de qué sería “eso” que, con enojo, tristeza y/o repugnancia, vi desplegarse en el show con que nuestro presidente agasajó a los participantes del G-20, incluidos en el show los protagonistas del G-20 y el llanto presidencial. Y “eso” que ahí vi es una actitud. La que está presente en todo, absolutamente todo, lo que los chicos ricos que nos gobiernan hacen, dicen y piensan. Vaciar lo humano, degradarlo, viciarlo, simplificarlo hasta lo más pedorro, eliminar cualquier posibilidad de que sean convocadas nuestras mejores capacidades. Un mundo de sonrientes zombies lanzados, sin sentimientos ni capacidad de reflexión, a cumplir su destino emprendedor. Un mundo de clones de CEOs y de operadores de CEOs, pretenciosos como los CEOs, como ellos indiferentes, inescrupulosos, fatuos, en perpetuo movimiento hacia ninguna parte, según dispone el programa de la época. No digo, por si hubiera que aclararlo, que así esté ya conformado, letra por letra, este mundo: esa es la dirección.

“Ay, esa mala venta del país onda Mundial 78”, escribió en Facebook Eduardo Blaustein. “Ay, esa mezcla de lenguajes Telefé, farándula, publicidad, teatro Maipo, Julio Márbiz, Argentinísima. Ay, esas sonrisas estiradas hasta la muerte de los bailarines. Ay, con qué se ‘emociona’ el presidente del orto cantor de Queen. Ay, el canto ‘Argentina, Argentina’ en el final. Ay, Cristo, nos decían populistas. Ay, se quejaban de las carteras Vuitton y los festejos del Bicentenario los nobles brutos.” Y, en otro posteo, Mauricio Kartun: “Sabemos que al fin y al cabo esa es la manifestación chatarra que consumimos cada vez que comemos show turístico y bien que a veces lo garpamos. (…) Pero cuando lo transmiten no. Si lo transmiten y lo ves pasa otra cosa. Si ves alternativamente planos del público, ahí ya no, ahí ahora el espectáculo está en el conjunto: el escenario, los palcos y en ese otro lugar imaginario en el que todo eso se cruza y crea sentido. Ahí el espectáculo se baila en tu cabeza. Aguanté hasta que un rapero con dj atrás arengó sobre la unidad argentina y propuso a todos esos titiriteros del capital: ‘juntos podemos lograrlo’. La enfocaron a la Merkel y a un par más. Pensé en el origen precioso de las manifestaciones artísticas populares, de su condición siempre de voz alternativa, de protesta inacallable de la gente de a pie frente al vozarrón de los medios. Me dio una puntada acá.” Ahí, me parece, en las correspondencias entre escenario y butaca, cierra la cosa. No podía ser de otro modo, dadas las características del evento y las de sus organizadores.

“Son mediocrísimos, brutos, ayunos de alma”, comentó Blaustein, y no pude no recordar lo que también por televisión pude ver durante el Bicentenario. Algo está diciendo la diferencia entre uno y otro modo de concebir el espectáculo público celebratorio. En los dos casos se trataba de espectáculo (del colmo de lo que se entiende por “espectacular”), en los dos el tema era, o decía ser, “lo argentino”, en los dos se puso mucha guita, en los dos subyacía una búsqueda de provecho político y los dos expresaron modos en que una gestión gubernamental puede concebir el espectáculo público y la imagen de “lo argentino”: ahora comparen.  Claro que no es una exclusividad del equipo que nos gerencia, aunque esta gente lo expresa mejor que nadie: tiene dimensión planetaria esa manera de concebir la cultura, la identidad, la política y, para resumir, la vida humana. Hablo, para decirlo de una vez, de una pasión desatada contra cualquier forma de dignidad. Dignidad estética, dignidad intelectual, dignidad ética: olvidate. La chapucería y la superficialidad son cómodas y eficaces, dejan de lado pruritos, exigencias, complejidades capaces de resistir la compulsión a circular y esfumarse, esas densidades que en el vocabulario de Prat Gay metaforiza el término “grasa”. El capital necesita fluir, avanzar, no calidad ni tiempo perdido en exquisiteces. No quiere otra cosa que acumular ganancias, y todo lo que dificulta eso hay que arrasarlo. “Calidad significa respeto al pueblo”, decía en Cuba, hace varias décadas, un ministro de Industria apellidado Guevara.

¿“Capital” equivale a “berretada”? No necesariamente, siempre que no haya que elegir entre “calidad” y “ganancias”. Y si, para obtener ganancias, el capital puede saltearse el paso de la calidad, o cualquier otro, está claro lo que va a pasar. Entre lo facilongo y lo complejo, entre la bisutería y lo sustancioso, entre lo premodelado y lo que reclama tiempo y/o atención o esfuerzo, salta a la vista qué entra más aceitadamente y con más rédito en la circulación mercantil, incluyendo no sólo a productos sino también, y especialmente, a eso que algunos llaman “las almas” y otros “las subjetividades”: gustos, costumbres, pensamientos, visiones del mundo.

No es que las realidades culturales más asentadas en el tiempo, el trabajo, la responsabilidad y el deseo no puedan convivir con el capital ni que el capital no sepa extraerles provecho. La saga de El Padrino y Casablanca valen como botones de muestra, o los Monty Phyton, o las ediciones de Losada en las que uno descubrió a Vallejo, a Sartre y a García Lorca. Pasa que algo se rompió, o se fue rompiendo, en el centenario equilibrio entre las fuerzas abstractas del capitalismo y las pulsiones de vida que se les oponen, y acá tengo que, inevitablemente, echar mano a esa fatigada etiqueta, “neoliberalismo”. Desde su inicio como sistema, en el siglo XVII, el capitalismo tuvo que pactar con las herencias culturales, las religiones, los sentimientos nacionales, las identidades, las autonomías estéticas, intelectuales y profesionales y las distintas formas de resistencia que el propio capitalismo iba suscitando. Ahora, en su fase neoliberal, al capital ya casi no le hace falta negociar nada.

Lo dijo mejor, creo que no casualmente, en estos días, Angel Faretta: “La burguesía clásica, incluso hasta su última estribación de los años cincuenta y poco más del siglo pasado, parecían todavía interesarse en el arte y en la religión. Desde luego a las que usaban –o intentaban utilizar– como fachada para sus operaciones de apropiación –personas, geografía, medio ambiente, etc. Pero ‘siquiera’ buscaban emanar un estilo, sostener una clase y, hasta algunas veces, formar élites. Tenían un marco de referencia propio y hasta proponían una representación, mediante estilos en el vestir, tomar vacaciones, en el poner en circulación determinados gestos, ropas alimentos, bebidas; incluso obras de artes… Fue el llamado ‘jet set’. Pero esta ‘nueva burguesía’, o más bien ‘nuevo poder’, conocido también como ‘globalización’, fruto del último impulso de la movilización total, no busca ninguna de esas coberturas. Lo declara sin máscaras, ni siquiera cínicamente –de ser allí todavía habría ethos–: el arte y la religión no les importa absolutamente nada. Se ensucian en ella. Les dice a ambas, gracias por los favores prestados. Adiós. No las necesitamos más. Salvo ¡y a lo sumo! lo neoclásico museístico o la vanguardia nihilista.”

El Mercado como modelo de la sociedad y “lo mercantil” como ética y sensibilidad. Todo no puede ese “nuevo poder”, de todos modos, al menos por ahora, y seguramente no va a poder nunca.  La misma existencia de este espacio, Socompa, es uno entre muchos ejemplos, y ni siquiera la industria cultural está exenta de dar alguna cabida a películas como las de Wes Anderson, discos como los de Caetano Veloso o series como Un gallo para Esculapio y Black Mirror. Sirven para tomar nota de que lo que no se deja reducir fácilmente, lo que opone sus propias razones al imperativo de lucro, suele encontrar maneras de hacerse lugar, y no hay manera de impedir por completo que eso irrumpa. Están ahí, resisten, pero al “espíritu de la época” no lo representan. Pueden denunciarlo, pero, si lo que se quiere es verlo vivo, en acto, más vale buscarlo en las paqueterías del malambo acrobático, las pinturas de Soldi cegadas por los leds y los grititos patrióticos programados por Durán Barba o Marcos Peña. No para enojarse, entristecerse o sentir repugnancia –aunque uno se enoje, se entristezca o se asquee–, ni para darle más importancia de la que tiene, la de estridente botón de muestra de qué clase de vida es la que se nos oferta, y sacar las cuentas de qué se gana y qué se pierde si uno compra el paquete.