En el debate que se ha entablado entre salud y economía, confluyen dos miradas sobre el país. Una en la que las luchas populares han ido armando un relato y otra que destaca el esfuerzo individual y busca minimizar el papel del Estado.

Aunque sabemos que la cuarentena ha agravado la crisis heredada del macrismo y que sus efectos sociales se harán sentir angustiosamente sobre los más postergados, en ladisputa que los argentinos tengamos sobre si “salud o economía” se cifran otras querellas cuyos fundamentos se nutren en la forma en que se interpretan e internalizan algunos hechos y procesos del pasado.

Queremos pensarlo a partir de un contraste entre dos relatos

Hay una corriente de pensamiento “popular” que ha construido una historia propia y una identidad a partir de un largo inventario de luchas heroicas, muchas de las cuales terminan en derrota. Para construir sus mojones, la historia argentina -y la lucha de clases- le ha ofrecido en forma periódica sucesivas matanzas y masacres masivas que los derrotados de la historia han sabido enarbolar como bandera. Desde los afroargentinos y las montoneras en el siglo XIX, hasta un siglo XX que comienza con su 1904, recrudece en la Semana Trágica, promedia en los bombardeos del 55 y culmina con la producción industrial de muerte organizada por la dictadura. El siglo que vivimos arranca signado por la crisis, pero también por los muertos en las calles en las terribles jornadas de diciembre de 2001.

No es necrofilia, es simplemente una forma de contar la historia y de construir memoria a través de escenas de violencia más o menos institucionalizada (y en general, los asesinos en esta retahíla son miembros de las fuerzas estatales en distintos formatos que cambian según la época) mediante la cual las agrupaciones políticas populares han trazado su propia periodización de luchas y tragedias.

Es un relato que se piensa a sí mismo como un relato colectivo y que tiene más derrotas que victorias para contar, y que a falta de otra moneda, ha elegido las cantidades de muertos como valor convertible. Quinientos, treinta mil, treinta y nueve, dos.

Por otro lado, existe una Argentina cuya periodización institucional tiene un solo leit motiv: “populismo”. Prescindiendo de toda argumentación profunda, para ellos la historia reciente (y no tanto, ya que le adjudican 70 o más años) es una narración que cuenta cómo el Estado argentino ha extraído impuestos a los que trabajan y producen, para dárselos a los que no lo hacen (aquí entran tanto los pobres que son asistidos como los empleados públicos) condenando al país al atraso. No hay más nada.

Es un relato construido desde las historias personales y no hay colectivo alguno, sino la suma de emprendedores más o menos exitosos. En ese relato lo colectivo irrumpe como amenaza, coacción o restricción del potencial individual.

En esta coyuntura desatada por el coronavirus, estas dos miradas sobre la historia propia-personal y la del país se encuentran cara a cara.

En la evaluación que se haga de las tragedias argentinas del pasado, se cifra la posición respecto de cuarentena sí o no. No se trata solamente de empatizar con los muertos de esos sucesos y convertirlos “en bandera”, sino de al menos registrarlos como parte de nuestra historia colectiva.

No es casual entonces que quienes han construido el relato de su vida como una historia de progreso limitada por las exacciones del estado, lean esta coyuntura en esa clave y aboguen por la liberación de la cuarentena, apelando a una ética de la responsabilidad que en algunos casos tiene tintes eutanásicos. Es una actitud que se basa en la incomprensión o desconocimiento de esas otras grandes tragedias, encarnada por gente a la que le cuesta verse como parte de un colectivo social. Para ellos, el 30.000 ¡pero también el 8.000! no significan nada. Y con eso hay que convivir.

Del otro lado nos encontramos quienes más allá de las dificultades y el desastre económico y social que se está generando, no podemos concebir la idea de agregar una nueva cifra enorme a aquellas que hilvanan el tejido de nuestra historia trágica. En todo caso, recaerá en la capacidad de quienes tienen a su cargo la ejecución de las políticas públicas de asistencia, minimizar el daño social. Quienes la lleven adelante no deben desesperarse para que la sociedad argentina logre mensurar la tragedia que nos estamos ahorrando y asumir que su premio será no estar inscriptos en la terrible lista de quienes supusieron que la vida de muchos era un valor sacrificable en aras de un objetivo que se pretendió superior.