Las imágenes y los hechos del obelisco no son nuevos ni escandalosos, sólo son una repetición que pone en crisis una fantasía políticamente correcta que no se quiere abandonar. ¿Leemos la realidad o nos encorsetamos en las interpretaciones que nos imponen? ¿Es posible pensar por fuera de lo que te propone el sistema?
Esto que se escribe viene después de las imágenes del obelisco, con su violencia, con la manipulación mediática (por la exageración o la negación) de esa violencia, por la angurria imaginaria de (valga la redundancia) las imágenes de esa violencia.
También después de lo que se ha dicho y escrito sobre ellas, y de lo que se quiere pintar.
Esto viene a cuenta del montaje de una escena en la que ninguno de los participantes (unos y otros) fueron conscientes del papel que jugaron.
Esos no estaban ahí.
(Aclaración indispensable en estos tiempos: aquí se repudia la agresión a los compañeros periodistas).
Dicho esto, vamos a partir de una base: hoy, el análisis político está encorsetado por el dispositivo de la interpretación.
La interpretación – cualquiera sea ella, hasta la más provocadora – funciona dentro del sistema y no abre la puerta a otro pensar (ni actuar; es más: condena cualquier actuar por fuera, porque no es políticamente correcto).
La lectura de la realidad (aún no se ha hecho justicia al método paranoico-crítico) es otra cosa, es por fuera de esa captura, y eso es lo que aquí se intentará.
Aquí se intentará leer.
La frasecita, que nació alguna vez en algún lugar oportunista o convencido, cunde, se reproduce y todavía no muere: “El amor vence al odio”.
Está muy linda para debatirla en reuniones religiosas, en filosofías baratas con o sin zapatos de goma, en políticas tibias condenadas al fracaso y al placer del bienpensante que sufre placenteramente una derrota.
Una simple pregunta: Si amás, ¿cómo podés no odiar al que oprime, explota, mata a quien amás?
Es un imposible lógico, pero también es imposible en la vida, en lo cotidiano, en lo de los sufrimientos de todos los días.
Es imposible amar sin odiar, y los que odian también aman. Se trata, en todo caso, de amar y/u odiar cosas diferentes. Porque la diferencia existe y no se puede fantasear su negación.
Todos no podemos amar(nos) a todos. Es más: eso sería el fin de la alteridad (motor del deseo), sería la muerte.
Si no renunciás a ese imposible lógico es porque alguien te dijo que estaba bien en este mundo de seguimientos acríticos a jefes y jefas.
Está bien, pongamos que hablamos de Cristo como ser político: Puso la otra mejilla y alrededor de eso se construyó una religión opresiva (¿Qué religión no lo es?), que odió la diferencia y mató en su nombre. Y Cristo terminó crucificado.
Ayer, como respuesta a un post donde decía que había que dejar la estupidez esa del amor vence al odio, alguien me dijo que eso lo decía el Che.
Y no, eso es también parte de la confusión, de la banalización, de la construcción de opositores blanditos que ha hecho el poder (de uno y otro lado de la grieta).
Lo que dijo Guevara fue: “Sólo hay una cosa más grande que el amor a la libertad, el odio a quien te la quita”.
Tratándose de Guevara no era una frase sino una invitación al combate, a odiar a los opresores.
La amorosa conciliación de clases es una fábula que la democracia burguesa reflota cada vez que le conviene. Y hoy ni siquiera le alcanza al lado más progre para salvarse.
Lo del socialdemócrata Alberto y sus amistades forma parte de esa fábula. Sus “amigos” – Horacio, la SRA, la burocracia sindical – se lo van a morfar cuando esté a punto. Y en eso nos van a morfar a todos.
La boludez de que el amor vence al odio es desmovilizadora, y funcional a gobierno y oposición.
El problema es que la oposición saca un ejército de idiotas manipulados a la calle (con lo cual lima al gobierno y construye poder) mientras que el tibio gobierno sigue amando para vencer al odio. Negando que la diferencia no se resuelve con amor sino con lucha, negando que esa negación es su propia muerte.
La derecha es consciente de la lucha de clases; los tibios no lo son (y si lo son, la niegan en un cóctel de inocencia, complicidad y suicidio).
Pero unos y otros te hacen caminar por la banda de Moebius del capitalismo financiero internacional.
Y te hacen bailar su canción.
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