Hace ya un buen tiempo que la llamada cultura de la cancelación viene arremetiendo contra aquellas obras- desde Lo que el viento se llevó a los dibujos de Bugs Bunny- que ofenden alguna sensibilidad, una actitud que linda con la censura. Hasta ahora la música había quedado indemnes de estos ataques. Pero una escuela neoyorquina ha llevado al banquillo a Claude Debussy.
Quizás esta historia comienza cuando no se hablaba de lo políticamente correcto. En 1895, cuando la ilustradora británica Florence Kate Upton hizo los dibujos para Las aventuras de dos muñecas holandesas y un Golliwogg, un relato infantil que había escrito su madre. Las muñecas holandesas en cuestión, económicas y muy populares en la época, estaban hechas de madera y se vendían desnudas para que los niños les hiciesen su ropa. La tercera muñeca, la llamativa Golliwogg, remitía a una vieja muñeca de trapo con la que Florence había jugado a menudo en su infancia. El libro fue un éxito y el diseño de los muñecos Golliwogg comenzó a ser reproducido por muchos jugueteros. Se trataba de una figura negra, vestida con pantalón rojo, de aspecto amigable, cabello encrespado y algo estática. En la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX, el Golliwogg fue un juguete absolutamente popular.
En Francia, Claude Debussy se inspiró en esta figura para componer su Golliwogg’s Cakewalk, la sexta y última pieza de su suite para piano Children’s Corner (El rincón de los niños, 1908). El compositor le dedicó esta suite, tematizada en torno de una serie de juguetes que cobran vida, a su pequeña hija Emma, a quien el músico cariñosamente llamaba Chou-Chou. La niña por entonces tenía tres años. La portada de la partitura, con un pequeño elefante sosteniendo un gigantesco globo Golliwogg, fue dibujada por el propio Debussy. La dedicatoria de la obra trasluce la devoción que sentía hacia su hija: “A mi pequeña y querida Chou-Chou, con las tiernas disculpas de su padre por lo que vendrá más adelante”.
Debussy tenía cincuenta años y estaba encantado de ser padre. Crio a su hija ayudado por una niñera inglesa, por lo que los juguetes de la sala de juegos de Chou-Chou tomaron sus nombres en inglés. Esto explica que los títulos originales de la suite estén en inglés. Así Jimbo’s Lullaby está inspirada por el elefante de peluche de Chou-Chou, y reproduce los pasos somnolientos del animal antes de dormirse. Luego siguen Serenade for the Doll, The Snow is Dancing y The Little Shepherd, para finalmente desembocar en el famoso Golliwogg’s Cakewalk que da pie a estos párrafos, una pieza enérgica, claramente influenciada por el ragtime y el jazz afroamericano, que debe tocarse según indicaciones de la partitura avec une grande émotion.
Y aquí viene la sorpresa: según informa la prestigiosa revista francesa de música clásica Diapason, una escuela de música de Nueva York -el Kaufman Music Center- ha decidido erradicar la pieza compuesta por Debussy, al igual que otra breve composición de su autoría titulada Le Petit Nègre, por considerar que ambas obras tienen un sentido racista. El comunicado señala, textualmente: “Estas dos piezas ya no son aceptables en nuestro actual panorama cultural y artístico. Queremos hacer de esta escuela un lugar donde todos nuestros estudiantes se sientan apoyados, y estas dos piezas tienen connotaciones racistas y anticuadas. Por fortuna el repertorio pianístico es vasto y hay muchas excelentes alternativas”.
Por si el absurdo no fuese evidente, conviene aclarar que el cakewalk es un baile originado entre los esclavos negros de Norteamérica como un modo de burla hacia el andar altivo de sus amos blancos. Y que tanto en esta pieza como en Le Petit Nègre (1909), más que un gesto racista Debussy manifiesta su admiración por esta música exótica, entretenida y novedosa.
Es verdad que el personaje de Golliwogg, originalmente jovial y amistoso, fue en ocasiones desdibujado y convertido en un arquetipo más siniestro o amenazante. ¿Debería esto llevarnos a cancelar también el maravilloso cortometraje de Marcel L’Herbier del año 1936, con la participación del célebre pianista Alfred Cortot? En este trabajo, realizado sobre la suite de Debussy, a los cinco minutos y medio (5:30), la niña que protagoniza la película se enfrenta a un Golliwogg-in-the-box que, según nos advierte un mensaje precedente, es un terrible nègre al cual será mejor aplaudir, para no alterar su pésimo humor, que finalmente no parece ser tan malo.
Estamos ante la cultura de la cancelación. Esta expresión, que de un tiempo a esta parte se ha hecho más y más popular, alude a la voluntad de negar cualquier expresión que pueda ser sospechada de ofender a una minoría. Aplica tanto a un personaje público que diga algo inadecuado, como a una obra de arte que -como en este caso- pueda ser interpretada de un modo negativo, por más que la interpretación sea absurda, o directamente idiota. ¡Cuidado, alguien dijo idiota!… De inmediato se encienden las alarmas de la corrección política, que pueden conducir fácilmente a poner en marcha los mecanismos de la censura. Porque de eso se trata: de negar toda aquella expresión que desde la mirada de unos cuantos iluminados resulte inconveniente o pueda ser sospechada de ofensiva.
Aunque resulte políticamente incorrecto decirlo, este falso progresismo le está haciendo mucho daño a la libertad de expresión y pensamiento. Y un curioso favor, por el contrario, a la intolerancia. Aunque termine resultando paradójico, cualquier punto de vista que se oponga al criterio hegemónico de la corrección política tiende a ser condenado al escarnio público.
El ejercicio de la fama no garantiza inmunidad. Los Beatles fueron castigados en su momento, luego de que John Lennon dijera que el grupo disfrutaba de una fama mayor a la del propio Jesucristo. Lo cual, por lo demás, era rigurosamente cierto. Grupos católicos radicalizados hicieron quemas públicas de sus fotos y discos. Más recientemente, la escritora J.K. Rowling, creadora de Harry Potter, fue criticada ferozmente por declaraciones suyas que alguien interpretó como transfóbicas: lo que dijo fue que ella no podía ver como mujeres a las personas transgénero femeninas. La comunidad transexual se sintió ofendida y el debate escaló al punto de que varios intelectuales de la talla de Noam Chomsky terminaron firmando una carta abierta alertando contra el peligro del pensamiento único.
En el fondo se trata de una lucha de poderes: quién puede decir contra quién puede mandar a callar. Por supuesto, una persona tiene todo el derecho del mundo a autopercibirse del modo que quiera. La pregunta es por qué motivo esta autopercepción debería poder imponerse por encima de la percepción que sobre esa misma persona tengan los demás. Y viceversa, por supuesto. Sin lugar a dudas somos diferentes. La cuestión es quién tiene el poder para marcar el modo en que dichas diferencias serán interpretadas o impuestas socialmente.
Hay quienes seguramente querrían traer a Michel Foucault a este debate, para que nos dijera, por ejemplo, que no existe ninguna verdad o realidad objetiva sobre la cual una pluralidad de personas pueda ponerse de acuerdo, sino únicamente diferentes discursos, que funcionan como el marco de lo que es posible pensar. Estos discursos, en la práctica, operan a la manera de dispositivos de dominación. Así sucedió con el patriarcado, y así sucede ahora con la nueva ola inquisidora de la corrección política, dispuesta a enviar a la hoguera todo aquello que no encaje dentro de sus parámetros.
Y no se condena solamente el disenso contemporáneo, sino también aquello que surge de una malsana revisión de la historia. El clásico film Lo que el viento se llevó fue retirado de varias plataformas de streaming luego de que alguien señalara que perpetuaba ideas racistas. Lo mismo sucedió con varias producciones de Walt Disney, al parecer para nada inocuas, como Dumbo, Peter Pan, Los Aristogatos, El libro de la selva o La dama y el vagabundo, que han sido bloqueadas para ciertos perfiles por similares motivos. A todas estas películas se les había incluido anteriormente un aviso inicial que destacaba que ellas incluían “representaciones negativas o tratamiento inapropiado de personas o culturas”.
Una popular cadena norteamericana anunció que eliminará de la serie de animación Looney Tunes todas aquellas imágenes en las que aparezcan armas de fuego, borrando así, por ejemplo, las escenas en las cuales el conejo Bugs Bunny es perseguido por el cazador Elmer. Mientras tanto, el ratón Speedy Gonzalez y el entrañable zorrillo Pepe Le Pew también están en el ojo de la tormenta, el primero por perpetuar un estereotipo racista hacia los mexicanos y el segundo por fomentar la cultura del acoso sexual.
¿Tiene un discurso ficcional el poder de determinar actos indeseados en una sociedad? En los Estados Unidos, después de la masacre que sucedió en Aurora en 2012, durante la proyección de la película The Dark Knight Rises, muchas personas se manifestaron a un mismo tiempo como defensoras de la libertad de expresión, pero preocupadas por la influencia negativa que estas ficciones pudieran tener en personas con ciertos desequilibrios mentales o emocionales. Pero entonces resulta que cualquier obra de arte será siempre potencialmente peligrosa. Porque la función del arte es precisamente perturbar las sensibilidades. Y nadie puede garantizar el modo en que ello suceda en cada caso. No existen manuales de lectura para el arte.
Hay quienes opinan, como el escritor Bret Easton Ellis, autor de libros como American Psycho o Less Than Zero, que en el fondo de este asunto el arte es lo que menos importa. “No les interesa la literatura. Ninguno de estos críticos lee libros. La única cultura que tienen es la de la cancelación”. Coincidimos y añadimos de nuestra cuenta que en el marco de esta nueva (in)cultura los sinsentidos se suman. Así es como en aras de la referida revisión histórica hay quienes se ven condenados por cosas que dijeron o escribieron tiempo atrás, como si no existiese el derecho al cambio en las ideas. También computamos en el mismo contexto el mal llamado lenguaje inclusivo, la discriminación inversa y la imposición de cupos por género, raza o cualquier otro criterio posible, en paralelo a mecanismos y discursos que en teoría deberían permitir librarnos de esas mismas categorías que se terminan reafirmando.
El problema con la corrección política, cuando ella es considerada de una manera irreflexiva, es que cualquier cosa que sea dicha o hecha siempre podrá ser potencialmente incorrecta considerada desde alguna perspectiva. Es el imaginario de unos enfrentado al imaginario de otros. Hoy cancelamos dos piezas de Claude Debussy. Mañana habrá que cancelar a Shakespeare, que se empeñó en imaginar a su celoso Otello como un negro moro.
Y ya que estamos también cancelemos a Mozart, que tuvo el tupé de imaginar negro a su Monostatos. Ese que canta, precisamente, lamentando su propia naturaleza: “Un negro es feo. ¿Es que no poseo un corazón? ¿Es que no soy de carne y sangre? ¡Porque soy un ser vivo, quiero, picotear, besar, ser cariñoso! Querida y buena Luna, perdona, una mujer blanca me ha conquistado. ¡Lo blanco es bello! He de besarla. ¡Oh Luna, escóndete! ¡Si te molesta demasiado, oh, entonces cierra los ojos!”.
He allí un buen consejo, finalmente. Si algo nos ofende, siempre está la posibilidad de cerrar los ojos, o mirar hacia otro lado que resulte más agradable. O mejor aún: podemos revisar y ver si eso que nos ha parecido ofensivo realmente lo es. O si acaso no estamos exagerando. Desde ya, el autor de estas líneas se disculpa si, queriendo o no, ha ofendido a alguien con sus ideas y palabras. De haber sucedido así, acaso ese alguien bien lo merezca.
Fuente: Blog de Martín Wullich