Casi 40 años de democracia no han sido suficientes para erradicar el núcleo del golpe. Los dirigentes siguen enmarañados en discusiones sin sentido con personajes y sectores que fueron cómplices de .la dictadura y que se beneficiaron con sus políticas.

Pensar la dictadura, su impacto, sus marcas, implica analizarla desde el presente. Si algo logró el régimen del 24 de marzo, mediante el terror concentracionario, fue quebrar las relaciones de representación, no necesariamente a nivel parlamentario; también en otros ámbitos, como el sindical y el estudiantil. La política, no solamente limitada a los partidos, pero principalmente circunscripta a ellos, se modificó después de la experiencia del 76 al 83. Antes de esa hora límite, la política no se agotaba en el manejo de cajas. Hoy, la caja es todo. Que la política argentina se haya reducido al manejo de cajas, que las decisiones sean cuestiones de entradas y salidas de plata y de balances, es uno de los mayores triunfos del 76. Porque implica haber liquidado la capacidad de transformación y entronizar al posibilismo. Tipos que en el sector privado no cobrarían lo que facturan en el Estado y que aplican esa lógica que los lleva a vivir de la política son los exponentes de esa victoria terrible. A la masa crítica la exterminaron. La que sobrevivió, quedó impregnada por el miedo y la desconfianza. Otros, les jugaron unos boletos a diversos proyectos desde el 83, algunos se quemaron con leche. Y están los que directamente se convirtieron en profesionales del asunto.

Se nota, desde el palo progre, en el hecho de que discursivamente sus exponentes, en muchos casos, se prestan a debates paupérrimos con personajes de la berreta derecha argentina y no salen bien parados. Porque muchas veces su lógica no difiere demasiado de la de los conservadores, en los márgenes del capitalismo dependiente de este país.

Salvo alguna contadísima excepción, no se ve a nadie pararle el carro a los tecnócratas y sus voceros respecto de cuestiones elementales y básicas que deberían estudiarse desde la escuela secundaria para comprender el 76: que se estaba en pleno proceso de reconversión del capital en la Argentina y buena parte de América Latina; que los grupos concentrados decidieron en 1975 terminar con cualquier sesgo industrializador; que asumieron de manera explícita la decisión de llevar adelante un modelo de país imposible de realizar bajo el estado de derecho; que aprovecharon el fenomenal excedente de dólares de la crisis del petróleo para el fabuloso negocio de la timba financiera, cuyo muerto a pagar por toda la sociedad argentina resultó la deuda externa; que la guerrilla estaba totalmente desarticulada desde una fecha bisagra como fue la víspera de Nochebuena del 75 en Monte Chingolo.

Pero resulta que van y se enredan en debates de baja estofa en lugares como “Intratables” y similares sobre la teoría de los dos demonios y aceptan darle entidad a negacionistas que están a la derecha de todo. El resto del año gustan de cruzarse en TN con Fernando Iglesias o ir a lo de Canosa, así que el panorama no es mucho mejor. En un debate serio es imposible algún atisbo de absolución para la derecha argentina por su proyecto del 76 esbozado en el 75. Pero dejan la discusión abierta y encima, en muchos casos, agotan todo en los militares, como si los grupos empresarios no hubieran tenido nada que ver, como si no estuviera allí, por ejemplo, la repugnante solicitada de la Sociedad Rural festejando el primer aniversario de la dictadura, el mismo día de la desaparición de Walsh.

Esa lógica que reduce la dictadura a uniformes de sastrería militar es la que después del 83 limitó cualquier cosa a los políticos. Ninguna cámara empresaria tendría algo de responsabilidad en el destino del país, todo pasa por lo que decida el presidente de turno y la rosca del Congreso. Son todos corruptos y coimeros, pero resulta que para que alguien cobre un 15 por ciento de más hace falta una contraparte que acepte eso o que lo ofrezca. Parece que la venalidad es de un solo lado del mostrador y nunca el sector privado se dedicó al lobby y a presionar.

Ese estado de cosas es una herencia del 76: la lógica de los políticos corruptos culpables de todo, los empleados públicos que cobran sin trabajar, el sector privado al que no dejan desarrollarse, entre otros mitos doñarosescos que hicieron al sentido común. Y los que deberían ser la contraparte de ese relato no lo desarticulan. Todos, en el sistema político, se mueven en base a la caja, hasta los del lado más simpático de la oferta electoral. La clase dominante argentina renunció a ser clase dirigente (después discutimos la calidad del proyecto previo a esa renuncia) y la defección se multiplicó a todo nivel. Ahí la tienen a la “burguesía nacional”, por dar un ejemplo.

Charlie Feiling, de las mentes más lucidas entre los escritores de la post-dictadura, se preguntaba en tono irónico, con la marca del ADN british: “¿Por qué, si no tuvimos apogeo, tenemos decadencia?”. Cuando los medios hablan de la “clase dirigente”, la pregunta debería ser qué dirige esa clase (ya sea política, empresaria o sindical) y hacia dónde. La respuesta no puede mostrar otra cosa que una descomunal cortedad de miras, el ombliguismo, el arribismo, la vocación de salvarse para la cosecha sin otro objetivo que ese. Pero te hablan de modificar la realidad.

Por supuesto, no pasan de lo discursivo. Todo muy bonito, muy florido. El ideal de jugarse por mejores condiciones de vida para la sociedad, para que no haya más un chico muerto de hambre, para no tener la mitad del país pobre y sin trabajo formal, para terminar con la dependencia del bloque agro-exportador, todo eso, excede la lógica de tipos apoltronados en secretarías de nombre kilométrico. Cuando llega el 24 de marzo cantan que “no nos han vencido”. Hubo una derrota colosal (340 campos de concentración, 30 mil desaparecidos, transferencia de recursos a los sectores concentrados de la economía, país empobrecido, aventura de Malvinas); lo que en mayor o menor medida se trató de hacer es reparar el daño, pero no salimos de los márgenes de la discusión tal cual la plantearon los vencedores del 76, que entre otras cosas colonizaron a buena parte de la clase media con su discurso.

Pasaron cuarenta y cinco años: no se termina de mensurar la magnitud de la derrota, la direccionalidad del Proceso, sus objetivos, qué se propuso y logró con creces, entre otras cosas, con un grado de discusión que empieza y termina dentro del propio esquema de la dictadura (guerrilleros-que-nos-querían-convertir-en-una-segunda-Cuba y cosas así), y con políticos que entienden la actividad como un trabajo de oficina y nada más que eso.

Por supuesto, la piedra basal de la dictadura pasó por la abolición del principio de presunción de inocencia. Todavía hay gente que habla de detenidos-desparecidos como “guerrilleros” y da por sentado el “en algo andarían”, que coloca a la acción militar al nivel de la infalibilidad. No se terminó de desmontar todavía esa construcción argumental, que omite conceptos básicos como juez natural, derecho a defensa, condiciones legales de detención, etcétera. Se permite aun como si nada que haya quienes en los medios justifiquen eso. Sir ir más lejos, no se machaca lo suficiente con un dato clave del informe de la Conadep: la mitad de los 8961 desaparecidos que se registraron eran obreros y estudiantes, y casi un 60 por ciento de las víctimas tenía entre 21 y 30 años.

O sea: todavía no pasamos el nivel por el cual un centro clandestino de detención es algo aberrante, pasado casi medio siglo de los hechos, ya a la altura del análisis historiográfico, menos vamos a poder debatir en serio las cuestiones de fondo (el salto sin red al rentismo financiero y la destrucción del sector industrial) que terminan quedando a nivel de la academia o de determinados microclimas.

Ciertamente no es lo mismo conmemorar el 24 de marzo ahora que en los primeros años de la democracia. Pero ya antes de 2001 imperaba la lógica del renunciamiento político para transformar la realidad en las grandes líneas, allí donde se avanzan dos pasos y se retroceden tres.

La lucha por Memoria, Verdad y Justicia es un logro extraordinario de los organismos de derechos humanos y el acompañamiento del Estado en determinados momentos, por más que ese mismo Estado, ni siquiera en tiempos más proclives a apoyar esa lucha, nunca terminó de desclasificar todos los archivos de la represión, algo que siempre habría que tener presente. La gran deuda la tiene la clase política, que no es que no termina; directamente no empezó a salir del letargo del esquema al que, en muchos casos y de manera gustosa por parte de unos cuantos políticos, la redujo la lógica procesista.

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