La historia del periodismo y los medios tiene algo de fáustica, de Frankenstein desencadenado. En buena parte del mundo el “periodismo” se degrada y sigue siendo a la vez negocio redituable y creador de agendas. En Argentina las cosas son parecidamente graves. Sobre todo desde que lo que los medios reclaman para sí mismos se parece demasiado al derecho de co-gobernar.
Por fuera de los dictados constitucionales y demás reglas de etiqueta que tienen relación con la libertad de expresión, ¿qué mandato institucional le da a los periodistas y los medios el poder y el derecho para hacer todo lo que hacen, como si sus voces estuvieran investidas de alguna cualidad divina? ¿Quién les dio vela en el entierro cotidiano? Preguntado desde el presente pandémico: ¿por qué la jugás de epidemiólogo, coleguita? ¿Estudiaste al menos tres años de Medicina? ¿Me mostrás el título?
Hay literalmente miles de modos de hacer esta pregunta que de tan pero tan antigua (veremos más adelante cuánto) a esta altura suena banal. Hay también miles de disparadores literales para hacerla. Lo que llevó al que escribe a volver a plantear la pregunta fue una noticia sucedida en Nueva Zelanda hace -cuando se redactan estas líneas- un par de días.
Los lectores saben que Nueva Zelanda, país con cualidades propias interesantes, fue uno de los modelos mundiales en el combate contra la pandemia. Hasta que un rebrote del COVID-19 puso en (pequeña) crisis esa distinción. Antes de eso, el ministro de Salud hizo un cierto papelón por salir un día en coche a pasear a la playa con la familia. Luego, ya producidos los rebrotes, necesitó salir en bici y eso quedó muy feo. Obviamente, en ambos casos, rompió las reglas de distanciamiento social.
Jacinda Arden, la primera ministra neozelandesa, es laborista, de rasgos delicados, modalidades y discurso de universitaria progre. Nacida en 1980, hoy es la jefa de gobierno más joven del planeta. De manera suavísima anunció en conferencia de prensa que aceptaba la renuncia del ministro de Salud. No dejó de elogiar el buen trabajo del renunciante. No hubo ni grito ni vacío en sus palabras de despedida al papelonero. Todo muy civilizado.
Es evidente que el hombre se mandó una macana sideral y que la ciudadanía y los medios neozelandeses tuvieron buenas razones para cuestionarlo y pedirle la renuncia. Solo situaciones políticas extremas del tipo Bolsonaro/ Trump parecen clausurar lo que parecería natural e imperiosa necesidad de cuestionar a funcionarios cuando cometen chantadas en relación con la pandemia. O cuando se revelan con orgullo como ignorantes, fanáticos, sacados.
La noticia neozelandesa parece absolutamente “natural”, excepto por la mancha en la reputación de un país tan glamoroso. Sin embargo, de algún modo, -será por nuestra sensibilidad ante el accionar furioso de los medios en tiempos de pandemia- sorprende que en el país de El Señor de los Anillos, tan tierno en sus partes hobbit y tan sabio en sus regiones elfas, también los medios se hayan comportado tal y como sucede en todas partes. Autoadjudicándose el derecho de sacar o poner funcionarios. O algo que se parece demasiado al derecho de co-gobernar. O bien, como sucede entre nosotros sin la menor humildad, auto adjudicándose el derecho a dictar enseñanzas a los gobernantes mediante bandos solemnes e inapelables de salvación nacional.
En el Principio éramos subversivos
Para evitar riesgos, contextuemos ahora la discusión en Argentina, aunque nuestra realidad cultural-mediática no se distingue en lo esencial de la que planea en tantísimos países, que incluso están peor que nosotros en términos de concentración o idiotez cultural. Si los dueños de los medios, ADEPA, FOPEA, la inútil Academia Nacional de Periodismo (¿Que se dedica a qué?) se presentan como reyes del Absolutismo, muchos periodistas-estrella lo hacen como semidioses. A veces, del bando que sean, aunque se multiplican mejor entre los malos.
El problema, se sabe, es que hay tribus e incluso barrabravas que creen en esos semidioses, que les aguantan los trapos. De alguna manera son audiencias que delegan su voz (su poder) en ellos.
Ahora, yendo más al grano. La pregunta del título de este texto tiene al menos dos respuestas muy poderosas:
- Medios, periodistas y operadores no funcionan en condiciones de vacío absoluto sino en un ecosistema social. Responden a creencias, demandas, identificaciones, visiones del mundo, modos de pensar, estados de ánimo de audiencias diversas, complejas.
- En términos históricos relativamente recientes, los medios pasaron a ser parte de los entramados del poder económico-financiero global y local. Su poder de fuego es inmenso, lo mismo su capacidad de daño. Menos clara es su influencia puntual (ejemplo: elecciones) y la de largo plazo. Menos clara aun es su capacidad manipulatoria. Pero que la hay, la hay.
Lo que sigue ahora es algo así como “esta es la breve historia (o Historia) de cómo los medios fueron siempre lo mismo”. Dicho como mero juego o aproximación.
Hagamos divulgueta, de la pertinente. La expresión Cuarto poder es anciana. Thomas Carlyle se la atribuyó al político y alto orador parlamentario Edmund Burke. La (relevante) anécdota histórica cuenta que un día de 1787 Burke, en un debate de apertura de la Cámara de los Comunes del Reino Unido, dijo que en el parlamento había tres poderes conocidos. Luego señaló a la tribuna de prensa, donde se sentaba la muchachada periodística de época. Entonces proclamó (remember: 1787) que el cuarto poder era el más importante de todos. En esas épocas, lindos Majules y Sylvestres ocupaban el cuarto espacio de los escaños del Parlamento inglés. Los otros tres poderes eran los Lores Espirituales (la Iglesia), los Lores Temporales (la nobleza) y los Comunes (los infames políticos).
Burke no se quedó solamente con la patente de la expresión cuarto poder. Revisando los quilombos que se habían sucedido en la Francia revolucionaria y otras geografías europeas por culpa presunta de la prensa, escribió: “Con treinta cabeceras sólo en París, los periódicos forman parte de lo que todos leen y son lo único que lee la inmensa mayoría. Poca importancia podría tener la obscuridad y lo indigno de los redactores, su efecto era como el de las baterías artilleras cuya eficacia no la da el efecto de cada proyectil, sino la acumulación reiterada de ellos”.
Ídolo, perfecto. Hoy seguimos hablando en esos términos, solo que no estamos muy seguro del efecto a largo plazo de la acumulación de proyectiles. Uno, el que escribe, tiende a pensar que el efecto es pavoroso.
Ave, César
La mayor parte de los textos que hablan de la historia del periodismo suelen anclar en la Antigua Roma. El amigo Julio César fue el inspirador y autor ideológico de la circulación pública de las actas del Senado en las calles (acá volvemos a contar la historia que recuerda que tras la Revolución de Mayo la Primera Junta kirchnerista obligó a leer La Gaceta en plazas y púlpitos). Para su mayor gloria, Julio César hacía publicar también “actas diurnas”. Esas actas no informaban sobre el estado del tiempo ni embotellamientos en Panamericana. Pero sí incluían publicidad: avisos sobre ventas de esclavos, por ejemplo. O noticias sobre incendios, ceremonias fúnebres, ejecuciones, lluvias de piedras, los programas del circo. Si se va más atrás en la Historia se puede decir que los relieves de grandes batallas ganadas por faraones y reyes hacían de diario oficial. Lo mismo que la columna de Trajano, que conmemoraba la victoria sobre Dacia mediante 18 bloques enormes de mármol de Carrara (Joaquín Morales Solá, LTA).
Cayó muy de a poco el Imperio, pasó la Edad Media. Hasta que otro conocido de todos nosotros, el amigazo, Johannes Gutenberg, tuvo la buena idea de “inventar la imprenta” (comillas porque toda invención tiene genealogías) justo cuando se la comenzó a necesitar de urgencia por la necesidad de intercambio de información. ¿Por qué? Porque nacía entonces una sociedad más abierta, mercantil y viajera necesitada de datos con los que hacer cálculos, exploraciones, contactos y negocios. Lo que siguió inmediatamente es, en palabras del señor Spock, fascinante. A mediados del siglo XV los primeros periódicos alemanes venían bien cargaditos de política y negocios, pero también de información sensacional: apariciones, milagros, supersticiones, terremotos, fenómenos inexplicables.
Esto último podría decirse de otro modo: el sensacionalismo y la prensa amarilla nacieron con la humanidad. Miremos sino mitologías de dioses morfándose a sus hijos y otros que terminaron crucificados. Si Luis Majul un día encontró una grabación hecha por espías mientras hacía running, más o menos lo mismo hicieron, cien años después de la Cruz, quienes escribieron los Evangelios, de memoria como quien dice, sin siquiera fotocopias de los cuadernos originales.
1541, Guatemala. Huracán, diluvio y desastre. La noticia la dio en México -con mucho tiempo de demora- un impresor que se llamaba Juan Pablos. Fascinante otra vez porque la “noticia” fue escrita del mismo modo en que hoy puede redactarse una crónica: “Cuando los habitantes de la ciudad dormían, ocurrió terrible tormenta y luego descendió del cercano volcán tan fuerte correntada, arrastrando grandes piedras, árboles, lodo, que en pocos minutos inundó y destruyó los edificios que encontraba su paso en la confiada población”.
Poquísimos años después, en 1554, la familia banquera de los Fugger tuvo otra idea luminosa: crear el sabroso negocio de una agencia internacional de noticias, la primera CNN. Otra familia banquera, los Rotschild, afinaron esa misma idea a principios del siglo XIX. Hace poquísimos años Rafael Correa, en Ecuador, intentó dar pelea contra los banqueros que eran propietarios de (¿casi?) literalmente todos los medios del país. Esa sí que era -es- hegemonía mediática. Y miren dónde y cómo está Correa hoy. Si hasta Facebook le cerró la cuenta.
Del dictador Julio César al “sensacionalismo”, del negocio de los Fugger al rol de la vieja prensa revolucionaria, la historia de los medios, y luego la de su poder imparable, es algo así como la Historia escrita por el FIT: “Son lo mismo” (estamos jodiendo, no se lo tomen en serio). La historia de los medios y el periodismo tiene siempre algo de historia de concentración de poder y a la vez de delegación social del poder. Y es absolutamente inescindible de la historia cultural, no un OVNI entre nosotros. Es de alguna manera “nosotros”.
¿Hay que resignarse a algún tipo de determinismo histórico? No necesariamente. Uno, todavía, puede resistir (hola, Socompa). O llorar por ello mediante un lamento tanguero: Y sin embargo, ay, mirá lo que quedó.
Un accidente a escala planetaria
En sus tiempos de muy mocito, en 1963, el gran escritor, periodista y ensayista catalán Manuel Vázquez Montalbán escribió esto, desde la cárcel franquista: “El poder informativo es la triste historia de la virgen que acabó en el prostíbulo. El ariete de la libertad de informar lo utilizó la burguesía para penetrar en la fortaleza del antiguo régimen y, una vez en el poder, se las ha ingeniado para domesticar la información y convertirla en una técnica de dominio de la conciencia colectiva”. Ya de grande, Vázquez Montalbán se cuestionó el modo marxista-con-acné con que simplificó las cosas. Pero esencialmente siguió siendo un extraordinario intelectual crítico. De los medios, entre otras cosas.
Siete años antes. 1956. Charles Wrigth Mills en La élite del Poder, hablaba de los “frenesís artificiales” creados por los medios, de “un tono general de distracción animada o de agitación en suspenso” que “no va a ninguna parte, no tiene a dónde ir”.
Miren qué lindo lo decía.
Seguimos marcha atrás en el tiempo. 16 años años, 1941. Dos personajes muy interesantes que eran entre poetas, escritores, periodistas, y diplomáticos -uno cubano, el otro mexicano- redactaron un apéndice sobre la historia del periodismo latinoamericano para un libro clásico de Georges Weill sobre la otra historia general del periodismo gráfico. Uno se llamaba Andrés Henestrosa; el otro, José Antonio Fernández de Castro. En ese apéndice lleno de nombres propios rumbosos remarcaban y daban como positiva la enorme politización de la prensa del subcontinente. Uno de los párrafos dice o decía: “Cuando el periodismo se convierte en una empresa comercial, buen cuidado tiene de no decirlo. Por el contrario, tiene que asegurar, reiteradamente, que su actividad está sostenida por los más generosos, más universales pensamientos y sentimientos”. Claro que uno de los autores se hizo comunista, mucho antes de Fidel Castro.
Más acá en el tiempo. Década del 80, siglo pasado. El colombiano Jesús Martín Barbero diciendo que “la aceleración tecnocultural está exponiendo a la humanidad a un accidente radical, esto es, planetario”.
Vamos a un subtítulo que separe las cosas.
Cambio José Martí por Majul
Supongamos que hoy -contexto argento- en la derecha periodística y mediática hay dos y solo dos clases de sujetos: los que son más solemnes que pedo de inglés (los Mitre, Morales Sola) y los ordinarios, insolentes, tan miserables como los otros pero con menos ínfulas nobiliarias (Majul, Lanata, Baby E.). Volvamos a la idea de la delegación de poder social, haciendo una pausa peligrosa con la otra idea de que estos tipos captan y redevuelven identificaciones sociales. Ante semejantes mequetrefes: ¿por qué coño vamos a delegar nuestro poder en ellos? No sucede con los lectores de los panfletos de Socompa, por supuesto. Pero se entiende la idea.
Hoy La Nación no es la vieja, viejísima La Nación donde escribían José Martí, Horacio Quiroga, Rubén Darío. ¡Escribe Majul! Eso habla a su vez de la degradación cultural de nuestra clase dominante. O si quieren de otro modo: habla de Macri, cultura macrista, empobrecimiento y buena parte de nosotros.
Decíamos más arriba que en cuanto a los periodistas que se creen semidioses el problema pasa más por sus adoradores que por ellos mismos. Más que a menudo son las audiencias las que convierten a esos mortales en semidioses. Eso, sugeríamos también, puede suceder con nombres propios como el de Víctor Hugo Morales, Roberto Navarro, el Gato Sylvestre. No nos metemos con ellos como personas o profesionales, nos metemos con las audiencias, con identificaciones que rozan lo religioso -¡no me los toques!-, algo parecido a lo que sucede con el odio ciego a CFK, la cuarentena y el kirchnerismo.
Las cosas cambian, claro. No desempeñaron el mismo papel los periódicos revolucionarios franceses, ni las gacetas jacobinas de Buenos Aires a partir de 1810, ni La Protesta de nuestros viejos anarquistas a principios del siglo XX. Clarín nació como periodicucho opaco, conservador y hoy te lleva puesto con su potencia tecno-económica. La Nación fue magnífica -si se extraen como molares sus firmas ilustres- y hoy ostenta, porque sigue ostentando, un nivel de berretez cumbre.
Sigamos tomando La Nación solo como referencia metafórica. Allí, a lo largo de la historia, lo que antes podía -con esfuerzo- aceptarse como debate de ideas fragoroso, hoy es miserabilidad e insolencia. Resumibles ambos lindos valores, miserabilidad e insolencia (lindas inscripciones para el escudo heráldico del diario), en el único nombre de Majul. O Majul en la señal de cable de La Nación, siempre al lado de lo más chato, bruto, repulsivo de las derechas políticas y económicas. O las derechas de varieté. O las meramente estúpidas. Interesante: porque allí puede caber desde Susana Giménez a Juan José Sebrelli, de Viviana Canosa a Santiago Kovadloff o Maximiliano Guerra llorando por la cuarentena en TN.
Acá el autor hace una pausa porque carbura una autocrítica o un ruido. Algo malo sucede si uno extraña derechas mejores por haber sido más… finas. Algo de la índole del elitismo, puede ser.
Qué hacer, dijo Clarín
¿Y entonces qué hacemos? ¿El mundo siempre fue y será una porquería? ¿Qué demonios hacemos con este estado de cosas es lo que se pregunta rutinariamente cuando periodistas o intelectuales del palo dan una charlita pública por ahí. No tengo la receta, responden periodistas e intelectuales del palo, excepto que se exhiban muy seguros de sí mismos y épicos.
Pero bueno, intentemos algo más, un esfuercito. Fuera del eterno debate de “la batalla cultural”, “el Gobierno debe mejorar su comunicación”, “tenemos que crear poder de fuego propio”, y por fuera del hecho de que “la hegemonía mediática” no es tan hegemónica como solemos decir, ¿qué se puede hacer?
Hipótesis o propuesta medio flojita. ¿Serviría incluir en los programas educativos contenidos críticos sobre la función de los medios, dado lo esenciales que son en nuestro estado civilizatorio? ¿Permitiría el estado contemporáneo de las cosas hacer ese intento o se cortaría de inmediato al grito feroz de “¡Venezuela!”? ¿Duraría en el tiempo ese intento (supongamos que estatal/ participativo) de educar a un soberano compuesto de palomitas blancas de primaria y fieritas de secundaria? ¿El Estado -mmm- estaría a la altura? ¿Es el Estado el que debeería hacerlo? ¿Los docentes estarían dispuestos a asumir y dictar esos contenidos críticos? ¿Daría qué resultado el intento?
La propuesta y sus preguntas agregadas sirven como aproximación especulativa. Algo así como un eventual, algo riesgoso, ejercicio de contrapoder. Propuestas y preguntas también permiten hablar de un fenómeno que sucedió en los ’90. Entonces se consideró progre “llevar los diarios/ medios a la escuela”. Un ensayo comprensible de abrir el mundo a los educandos, de hacerlos estudiar de otro modo, de estimularlos a “saber” de otra manera. Con un problemita: en aquel ya lejano intento -respecto del que vaya a saber qué sucede hoy- se legitimaba a los medios. Se los legitimaba en su función, en su confiabilidad, en su transparencia. Casi que se los concebía como una superación de las cosas envejecidas, comenzado por la democracia y el propio sistema educativo.
Los lectores dirán: ¿y la desconcentración de los medios? ¿Y la creación de nuevas voces? ¿Nos olvidamos de eso? No. Pero no parece, si es por coyuntura, que el actual gobierno quiera ganarse un nuevo problemita -entre crisis feroz y pandemia- que lo lime. Lo que no implica que desde el abajo social no haya que pelearla.
La degradación de los medios y el periodismo es tema de agenda “preocupada” a nivel internacional hace ya muchos años. Lo mismo que su intersección con los mundos digitales de los que las empresas de medios son parte esencial. Voces críticas, a veces moderadas o seudocríticas de la degradación del periodismo, siguen planteando acciones de auto regulación de los medios, transparencia, controles de calidad. Algo parecido es lo que se propone en un artículo más o menos académico Javier Galan-Gamero, periodista español veterano, autor de cantidad de libros y profesor de la universidad Carlos III de Madrid. El artículo lleva este título: “Cuando el ‘cuarto poder’ se constituye en cuarto poder: propuestas”. El texto es de 2014 y su ruego final consiste en salvar al cuarto poder que presuntamente se añora, alguno que fue puro y casto, mediante estos ejes de acción o principios:
“El principio de desligar información de entretenimiento, el principio de priorizar los intereses sociales sobre los económicos y el principio de aplicar la ciencia y la deontología periodística en la producción, distribución y comercialización de la información. En definitiva, recuperando la credibilidad: el principal valor de la actividad periodística”.
No vemos ni a Magnetto ni a los Mitre diciéndoles a sus Lanatas y Majules, che, paremos un poco la mano con la construcción de fake-news y el uso como fuente informativa de agentes del recontra espionaje.
No. No creemos en el cacareo FOPEA acerca de profesionalizaciones presuntas, descontextuadas de lo social y político, del propio rol político de los sistemas de medios. Y menos creemos, en absoluto, en la autorregulación. Sobre todo siendo que las empresas mediáticas son parte de sistemas tecnológicos complejos dedicados al lucro, más bien salvajes, y con sus propios intereses.
Siempre y seguramente en vano estaremos a favor de una utopía de la que hemos hablado: los medios para sus trabajadores. ¿Qué tal si soñáramos con un huelgón de un año y medio en las redacciones que exija y consiga al menos la participación de los trabajadores en la creación de contenidos y línea editorial? Hay experiencias parcialees al respecto, nada muy espectacular. Pero proponerlo y decirlo es gratis y quién te dice. Microejemplo de lo que pueden hacer los periodistas, de modo colectivo, en una empresa: el par de veces en que los colegas de La Nación salieron a putear editoriales del diario, que por supuesto el diario no publicó.
No, fuera de esto y algo que haya quedado en el tintero o se nos ocurra dentro de un rato, no hay recetas fáciles para pelearle al cuarto poder. Salvo la vaga intuición -informe- de algún tipo de revolución cultural que hiciera compensar o cesar el espanto cotidiano de lo que vemos, tanto como la delegación de voz y poder a los medios realmente existentes. Eso debería incluir nuevos modos de representación y delegación, institucionalizados o no, no contemplados en la vieja democracia que cruje en todas partes y luce más que demacrada.
Para el casi final, guardamos una cita.
En 1897, un filósofo francés que se llamaba Alfred Fouillé, escribió un artículo algo desesperado en la Revue politique et literaire a propósito de las masacres contra el pueblo armenio ocultadas en la prensa de su país por cuestiones de negocios o políticas. El párrafo que interesa es este: “Desgraciadamente nosotros no conocemos el tipo de periódico independiente que no vive de escándalos ni de difamación, ni de altas finanzas, un periódico que no ponga precio sucesivamente a su palabra y a su silencio, un periódico tan puro de pornografía como de plutofilia”.
Palabras a la vez desesperadas y extraordinarias en su vigencia. Se sabe que muy a menudo, al igual que en la literatura, uno encuentra que en la Historia ya todo fue dicho.
Buena parte de las citas históricas de este texto fueron extraídas de un libro de quien escribe: Años de Rabia. El periodismo, los medios y las batallas culturales. Las vuelvo a poner sobre la mesa virtual por cómo resuenan hoy. Porque discutimos infructuosamente lo mismo hace añares, cosa que aparentemente nuestras derechas no sabían cuando se debatió la Ley de Servicios Audiovisuales. Si total alcanzaba con decir “Ley Mordaza” y listo el pollo.
Es jodida la cosa. Da un poco de impresión saber que asuntos discutidos y dichos hace décadas, siglos o milenios no hayan entrado en las cabezotas de la humanidad.
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