Los imitadores copan la parada televisiva para repetir bajo la coartada de la caricatura lo mismo que otros dicen sin reírse. Un humor que empobrece y en el que no parece haber lugar para esa actitud cuestionadora, contradictoria, peleadora y festiva que venía de la mano de Peter Capusotto y sus videos. Otro signo de los tiempos.

Parece que finalmente no habrá Capusotto este año. Hablando con él, son varios los motivos que aduce: la fallida experiencia en TNT, una pantalla que puso al programa a distancia, algo que se nota hasta en la iluminación y el hecho de que lo que hizo a lo largo de los años se puede encontrar completo en You Tube, lo que tendría como resultado que todo sea al mismo tiempo viejo y contemporáneo. Como si ese archivo interminable, recorrido de manera intensa, hiciera que lo nuevo no fuera del todo necesario, que de tanto pasado, el futuro ya no fuera un horizonte posible

Sin embargo, si se presta atención a la última temporada, como nunca antes sus personajes y las situaciones en que se ven envueltos tienen una relación inmediata con eso que se llama realidad. Si al principio Miki Vainilla podía leerse como una prefiguración de Macri,  hoy se lo ve como su retrato –exacto pese a la desfiguración- y así fue interpretado por mucha gente durante el último año que compartieron presidente y personaje. Además aparecían otros temas como la grieta, la precariedad laboral, esas morales de clase que encarnan los Ceos y sus planillas Excell, la avidez por el dólar. Y allí a la distancia, el comunismo, un mito un tanto olvidado por estos tiempos. Pero que sigue allí enfrentando a la mente con el corazón, si uno se atiene a esta frase de Vladimir Putin: “El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón.” ¿Será tan así? Quién sabe si no este el momento para volver a hablar del comunismo hoy que la ética supersticiosa del capitalismo está haciendo pata ancha en el mundo, al menos en aquel al que el gobierno aspira a pertenecer. Se puede decir que en este estado de cosas, el programa jugaba con el comunismo, con la idea de que es una perspectiva tan necesaria como imposible. De seguir jugando se trata, ya que el presente no te deja, inventemos un futuro improbable.

Capusotto y Saborido trajeron al comunismo del desván de la historia, como antes habían hecho con el peronismo setentista de la mano de Bombita Rodríguez. Dicho sea de paso, el último episodio protagonizado por el “Palito Ortega montonero” es un intento por redescubrir el peronismo cuando es otro de los olvidados de la nueva historia oficial (y no sólo la macrista).

Y con estas figuraciones a trasmano traían al pasado, de esa manera desviada y contradictoria  que sólo puede encontrar el humor, para reírse en tiempo presente. Su programa labraba su propia grieta, lejos de la otra, la mediática, más cerca de la social, de aquello que, dado que hablamos por un rato de comunismo, podríamos llamar lucha de clases.

Hoy la grieta palabrera, la de los titulares de los diarios y los zócalos de la tele,  la que enfrenta a Lanata con Navarro, o a Lilita con Aníbal Fernández, chisporroteo de agudezas más o menos romas, de altisonancias aguachentas, ganó también la partida del humor, de la mano de ese gran ademán del que abominaba la aventura de Capusotto: la imitación. Las cosas pueden parecerse pero no hay que confundirse, no son iguales. La inteligencia del humor de Capusotto circula por ese huequito donde nada termina de ser del todo.

Lanata muestra las caricaturas de Cristina o de Lilita, otro tanto hace Susana. Lo que se nota es la distancia cada vez mayor entre personificaciones y los originales, al mismo tiempo que se sostiene la exactitud del retrato. Reducidos a un único rasgo, Cristina es una desquiciada empastillada y Macri un cheto de Barrio Parque al que no se le entiende nada de lo que dice. Pero la idea –ya ocurrió con el De la Rúa de Freddy Villareal- es que esa caricatura sea más verdadera que el personaje retratado. No es burlarse a través de sino en la cara de ese muñeco que mostraría el verdadero ser de Cristina o de Lilita. Imitación mediante, el humor hace justicia. Lo que vuelve lógico que todas las semanas las dos grandes damas de la política nacional se repitan a sí mismas y se supone que eso debe generar risas. Lo que no logran ninguno de esos imitadores –los hay buenos, regulares y algunos muy malos- es autonomizarse de los espacios en los que aparecen. La Cristina de Periodismo para todos es la misma en el sketch que en el sermón de apertura de Lanata. Hace rato que el humor se ha convertido en un campo de batalla, en una forma supuestamente más entradora de decir lo mismo. La grieta por otros medios. Y se llama a esto humor político, de hecho de esta forma se presentan las columnas de batalla de Borensztein en Clarín o de Reymundo Roberts en La Nación.

Lo que se conoce como humor político requiere de un cierto espíritu de cuerpo. Disfrutar de la revista Humor durante la dictadura implicaba una serie de contraseñas y rechazos (más que adhesiones, eran tiempos de combate). Era un espacio privado (que funcionaba como tal, pese a la importante cifra de ventas de la publicación) en el que se decían cosas que no podían decirse en otros ámbitos. Esas adhesiones suelen rondar lo religioso. De hecho se dice que hay cosas a las que no se debe tomar a broma porque son sagradas. Esas cosas varían de acuerdo a los tiempos (hoy, instaurado el matrimonio igualitario, los chistes de gays son mal vistos), las adscripciones religiosas y otra serie de circunstancias. En el humor político que se practica hoy hay, de un lado y del otro, vacas sagradas. Lo que lleva a formas de humor que tienen más que ver con la caricatura que con la sátira del personaje al que se pretende combatir. No se habla de los otros, se los descalifica. El humor los mata, no los deja ver, los entierra también para el mundo de la risa, que debiera no tener contraindicaciones.

En estos casos, sólo se puede reír quien esté totalmente de acuerdo con el mensaje descalificador. La figura caricaturizada pierde toda capacidad de interlocución, es alguien con quien no corresponde hablar. A una caricatura como esa no hay nada que responderle. Se la acepta como un retrato adecuado, aunque exagerado del personaje, o se lo rechaza en bloque como un error, al que se le suelen adjudicar las peores intenciones.

Con la sátira y la ironía es posible seguir hablando aunque sea de manera tormentosa. Tienen algo de agresivamente inclusivo. Son géneros  que se estilan poco en estos tiempos y cuando aparecen no siempre se los comprende. En ese territorio un tanto resbaladizo se  mueve, aunque no siempre lo logre,  el personaje de El Cadete que protagoniza Pedro Rosemblat en El Destape.

Puesto a jugar en una arena política tan apelmazada como la de la grieta, el humor no encuentra más salida que ser portavoz de una idea previamente definida en otros escenarios. Esto no es un déficit sino una condición de existencia. El humor político es así. La cuestión son las formas que asume y su capacidad de crear personajes y situaciones que permitan comprender –que no es para nada aceptar- aquello de lo que se burla, que lo incluya aunque sea para desacreditar a aquello de lo que se quiere hablar.

En sus formulaciones actuales, el  humor renuncia a algo distintivo, a la incomodidad, a la postulación de realidades alternativas, de miradas sorpresivas y sorprendentes, en resumen a la diversión, al juego. En esa línea, de lo que se trata es de que la única sonrisa posible sea aquella que nos aligere la carga del combate sin bajarse nunca de él. Una risa que se agota de tan cansada de reírse siempre de lo mismo.

Por eso, hay algo de lógica en este exilio –que ojalá sea temporario-  de la tele de un humor que prefiere la complejidad al combate despiadado, que no se vive como un arma de sector, que se incluye a sí mismo en la risa. Violencia Rivas se burla de zonas de pensamiento progre que comparten los propios Capusotto y Saborido. En ese universo nada es estable, y allí reside lo divertido del asunto.

El mundo que nos proponen los humoristas que quedan en la tele está armado desde una mirada que usa el humor para traducir lo que se dice en la parte “seria” del discurso. Al que la risa nunca afecta, no sirve para preguntarse nada. Un mundo en el que la mente y el corazón de los que hablaba Putin quedan para la tanda. Nos vamos empobreciendo en muchos sentidos, la pérdida de esa forma del humor hay que ponerla en la lista de déficits que nos dejan a futuro estos tiempos que no admiten la contradicción, los cuestionamientos y la posibilidad que da la risa de pensar y vivir las cosas de una manera que no se puede couchear y que no se aprende en los retiros espirituales. Esa risa que nos incluye y nos excluye al mismo tiempo, que pone en evidencia nuestras certezas y lugares comunes. Pero, claro ese es el país al que apunta el humor de la tele: monótono, autosuficiente, solitario hasta la mueca. Y frente al cual lo mejor son las risas grabadas.

También del lado del humor, el país se empobrece.