Y se armó nomás el debate. Eduardo Blaustein escribió hace unos días en Socompa sobre el periodismo a lo Gato (Sylvestre) -que no se trata sólo de él sino de cierta manera de hacer periodismo -, y abrió la polémica. Acá la sigue Raúl Argemí.

Hay una afirmación que puede, pendularmente, ser un arma de aqueos o de troyanos, con similar origen y similar radiografía: la gente es manipulada. Tal vez por cainita, suelo centrar la fobia en mi propio ojo, el de la llamada progresía. Aclaro que Caín, acusado de inventar la ciudad, la industria y el comercio, es decir la civilización, me cae mejor que Abel, un primario apacentador de ovejas, porque los pastores, de cualquier clase, son profundamente reaccionarios.

Digo, entonces, uno, cainita, sale con los tapones de punta, como un antiguo back de los tiempos de la pelota cerrada con tientos, contra cualquier aliado, aliada o aliade que argumente que la gente es o está manipulada. Se me hace un acto de soberbia indigerible que alguien se ponga por afuera del asunto considerando, tácitamente, que no es gente ni manipulable. Digo “por afuera”, cuando, en rigor, es por arriba, en el nivel de los esclarecidos.

De la nota de Eduardo Blaustein sobre los “miau” de un gato llamado Sylvestre -publicada el viernes en Socompa – me quedo con lo que me parece central. (Me parece, a mí, que soy tan gente como cualquier hijo de vecino). La correspondencia entre emisor y oyente, la cara y la ceca de la misma moneda.

Pongamos que hablo de la televisión, un medio en el qué las reglas de juego que impone el espectáculo -no se trata de otra cosa- se muestran más crudamente; en especial cuando la salida, la emisión, es diaria y las carencias se hacen más evidentes. Los que hemos trabajado en diarios sabemos que hay días, maldecidos en colores, en los que no sucede nada que se pueda llevar a la tapa, y uno ruega, hasta la hora del cierre, por un terremoto, una guerra o que se muera el Papa de turno, para no dejar la tapa en blanco, que sería, para los lectores, como admitir la suspensión de la realidad, la inmovilidad de los cementerios.

Situación que pone en evidencia que una de las partes del diálogo, el espectador, el lector, el oyente, nos está imponiendo su mirada, mal que nos pese. Es muy difícil, si no se es un suicida vocacional, poner en juego un tema que desagrade a ese interlocutor de múltiples cabezas. Siempre, inevitablemente, hay una fuerte tensión entre lo que la Hydra de muchas cabezas quiere que le contemos y lo que vale la pena contar. Y tanto que, si el emisor tiene éxito, termina fagocitado por El Personaje, lo que representa, tal como Boris Karlof, que de tanto interpretar cadáveres vivientes terminó durmiendo en un sarcófago.

Tengo para mí que la reversión de un conocido axioma está muy cerca de la verdad. Dice, “coma mierda, tantos millones de moscas no pueden estar equivocadas”. En todos los medios, y especialmente en la televisión, cuyo espectador apenas supera la inquietud intelectual de un jardín de infantes, las que mandan son las moscas. Claro, queda bien decir que hay televisión basura y es de orates admitir que hay consumidores basura. Que se puede terminar corriendo sobre la rueda sin fin, como el hámster en su jaula, para arribar, una y otra vez, al mismo punto, el de comenzar otra vuelta de la rueda, porque es lo que piden las moscas.

Durante muchos de los años que viví en España me despertaba cada mañana oyendo a Jimenes de los Santos, algo así como el Baby Etchecopar de los ibéricos. Escucharlo me era importante porque el tipo tenía tres millones de oyentes que, obviamente, coincidían, se sentían representados por sus disparates. Y, la joda, es que tres millones que votan, van a decidir quién será el dueño de tu vida y economía. La correspondencia entre el emisor y sus seguidores es asunto, necesariamente, muy revelador. Aunque sea incómodo admitir que los seguidores y admiradores del emisor -pongamos que hablo de un tal Gato Sylvestre- son tan elementales, discursivos, reiterativos y cursis como aquel que traduce en gestos e imagen lo que ellos piensan. Aunque sea más cómodo y políticamente correcto argumentar que la gente, la pobre gente, está siendo manipulada, no importa en qué dirección; me da igual.

Decía, en las primeras líneas, que es en televisión donde las carencias; la relación con las moscas, agrego, se pone más en evidencia. La televisión, especialmente en el rol de conductor de un programa, es una trampa de la que pocas veces se sale vivo. Lo habitual es que la supervivencia se logre adaptándose al personaje que mejor funciona y que se termine, como cuando se narra un cuento a un niño muy pequeño, repitiendo al pie de la letra las mismas palabras y los mismos gestos.

Es cierto que algunos protagonistas de estas milongas se sienten muy cómodos en ese juego. No actúan un personaje, son el personaje. La cara y la ceca de la misma moneda a los dos lados de la pantalla.

Ah, sin afán didáctico, Belcebú nunca lo quiera, la ceca, con “C”, era el sitio donde se hacían las monedas, y se identificaba con un pequeño signo en la faz del valor de cambio, el opuesto, pongamos por caso, a la cara del emperador.

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