En todos lados los medios pasan por un mal momento. No es algo nuevo, pero en el país hay medidas que aceleran la crisis. Macri favorece al grupo Clarín, que a su vez, inmerso en el oficialismo, desatiende a un importante número de lectores potenciales. Se pierden ganancias en nombres de la rentabilidad. El resultado: empobrecimiento de la información que es cada vez más sesgada. Mientras tanto crecen otros canales donde es posible encontrar aquello que no aparece en los grandes medios.

Aunque el fin de 2017 no podía ser más desconcertante para los medios de comunicación ni más adverso para el ejercicio del periodismo en ellos, las señales de la conducción gubernamental y las decisiones de las propias empresas de medios ahondan una crisis sobre cuyo alcance hablan mucho pero reflexionan poco. A este ritmo, públicos cada vez más amplios aceleran su éxodo de los medios, sea para identificarse con historias, para informarse, para estar acompañados o para entretenerse. Paradójicamente, a dos años de presidencia de Mauricio Macri,  catalogada como pro-mercado y con abundante regulación en comunicaciones, el mercado de medios agoniza.

La crisis de los medios contagia también a sus dos principales narrativas: por un lado, la predicada por quienes sostienen que se trata de una herencia kirchnerista; por el otro, la más comprensiva que ensayan quienes plantean que es una especie de fenómeno meteorológico.

Coartada se escribe con K

La tesis de que la crisis del sistema de medios es el último estertor de la errática, discrecional e hiperdiscursiva inmersión kirchnerista en las comunicaciones tiene el atractivo de lo (muy) simple y fácilmente compartible. El inconveniente que tiene esta explicación es que es una coartada falsa. Los aficionados a la hipótesis de la maldita herencia kirchnerista renuncian a toda originalidad: la reducción del problema a las políticas de comunicación implementadas por los gobiernos previos es la extensión a la industria de medios de la misma declaración que ensayan ante cualquier infortunio, sea la desaparición del submarino ARA San Juan, el ajuste de las jubilaciones o la suba de tarifas en los servicios públicos.

Echarle la culpa al  kirchnerismo (en rigor, al cristinismo) es una coartada festejada por buena parte del electorado ―cuyas razones son de interés pero exceden este escrito― y alentada desde el palco por editorialistas, conductores y columnistas de los grandes medios. Como toda hipótesis monocausal, para convencer precisa adulterar las pruebas mediante una lógica de selección por conveniencia: la implosión del Grupo Szpolski  a comienzos de 2016, la inestabilidad del Grupo Octubre, editor de Página/12 y dueño de AM750, entre otras y la resonada quiebra de Indalo con la intrincada transferencia de los hoy prisioneros Cristóbal López y Fabián de Sousa a OP Investments, con los despidos de Roberto Navarro y Víctor Hugo Morales mediante, son la muestra sesgada que exhiben quienes atribuyen todas las contrariedades del sector al kirchnerismo.

Sin embargo, esta explicación, expandida durante casi todo 2017 entre periodistas y medios afines al oficialismo y catapultada como encuadre en uno de los discursos de los premios Martín Fierro de Radio, se derrumbó de modo fulminante en los últimos meses cuando el Grupo Clarín anunció el cierre del diario La Razón y, poco antes, de la Agencia DyN (Diarios y Noticias), cuyo accionariado protagonizaba junto con La Nación.

El sesgo de esta hipótesis es evidente: ya en enero el año había comenzado con la liquidación por parte del Grupo Clarín (que desde abril de 2008 dejó de ser aliado del kirchnerismo) de su planta Pompeya de Artes Gráficas Rioplatenses (AGR), luego Editorial Atlántida informó que discontinuaría seis de sus revistas, más tarde un juez ordenó la quiebra de Radio Rivadavia, en diciembre bajó la persiana la señal platense QM Noticias y, en el medio, se producían despidos y retiros “voluntarios” en todas las empresas de medios de las principales ciudades y también en las emisoras del propio Estado Nacional. El sumario de medios que cerraron, se achicaron y realizan ajustes no reconoce grieta ni alineación ideológica y salpica a todos.

Fenómeno meteorológico

Dado el sesgo de la explicación anterior, hay quienes, en cambio, amplían la mirada para aludir a un fenómeno que no sólo desborda al kirchnerismo y a los usos que el macrismo realiza de su herencia, sino que supera con creces las fronteras del país y de la región. La escena, que es catastrófica a nivel planetario para la institucionalidad mediática, opera con el poder dramático de la naturalización e impide percibir qué hay de específico en el caso argentino.

En estos días quebró el segundo y tradicional diario de Boston (el Boston Herald), una de las ciudades de mayor consumo de medios per cápita del mundo. A su vez, la Federación de las Asociaciones de Prensa española advirtió este año que “estamos en ciernes de una revolución del sistema publicitario, que va a tener una continuidad dramática en el futuro”, porque “el mercado de prensa en España es tremendamente pequeño y cualifica muy mal. No hay manera de sacar partido a nuestros productos”, mientras vaticinan una contracción severa de la oferta de medios.

Sí, la crisis es global y la intermediación de Google y Facebook en la exposición de los contenidos que fabrican los medios es percibida por estos como una molestia en la disputa por la renta de la inversión publicitaria (aunque las políticas de Google y Facebook son muy diferentes). Eso en cuanto a los negocios. Además, como complemento fatídico, las audiencias continúan su migración hacia otras pantallas o propuestas. La fuga, más lenta de lo que se vaticinó, desplaza a los usuarios y consumidores desde lógicas programadas y editadas (radio, tv, diarios y revistas) hacia ofertas desprogramadas que disuelven el control que otrora ejercían los medios en toda la cadena productiva de los contenidos masivos.

Los efectos de la crisis a nivel global son múltiples según se observe la economía del sector, su infraestructura y soportes tecnológicos, sus usos, aplicaciones y significaciones sociales, su contenido cultural, sus formatos y orientaciones, las políticas públicas de cada país y su sistema de protección a las actividades culturales y noticiosas, las rutinas productivas que involucra y el tendal de despedidos que, a su vez, produce un salvaje disciplinamiento de quienes aún conservan su trabajo, lo que coloca el interrogante sobre la capacidad de articulación y respuesta de los sindicatos ante la actual etapa. Hay ya una biblioteca dedicada a la crisis de los medios, pero uno de sus indicadores más elocuentes hoy es la metamorfosis del GrupoClarín, que tras ser creado en 1945 como diario y convertirse en multimedios en las décadas de 1980 y 1990, hoy celebra su mutación como operador de telecomunicaciones gracias a la fusión entre Cablevisión y Telecom convenientemente lubricada con decretos y resoluciones del  gobierno nacional.

¿Todo es igual?

El aturdimiento que produce la colosal magnitud de la crítica transformación de los medios, altera coordenadas civilizatorias: los modos de organización y circulación social de la información y el entretenimiento que troquelaron para bien y para mal todo el siglo XX y que definieron culturas de contención, cohesión y control de las sociedades de masas, están implosionando junto a otras prácticas sedimentadas en formas institucionales de la civilización contemporánea (la familia, la escuela, el trabajo, el Estado). Es lógico, pues, que los medios estén groggy e implorando la campanada del fin del asalto en el rincón de un ring que dominaron a su antojo durante, por lo menos, los últimos cien años.

 

Sin embargo, como siempre que estén involucradas fuerzas sociales y económicas, también ahora el sentido de las políticas públicas puede agravar, mitigar o reconducir hacia otros horizontes la crisis en el sector de los medios. De hecho, basta observar lo que ocurre en términos comparados: en cada país el impacto es diferente y depende tanto de la capacidad y la voluntad estatal para atenuarlo, como de la habilidad de los actores de la propia industria para afrontar una etapa para la cual están muy poco preparados.

La historia argentina es pródiga en ejemplos concretos que ilustran la incidencia de la política pública frente a la crisis de los medios. En el post 2001 los gobiernos de Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner dispusieron una batería de generosos socorros estatales para las empresas de medios (que no tuvieron para otros actores y sectores): la Ley de Bienes Culturales (2003), la extensión de las licencias de Telefé y ElTrece (2004), el DNU 527/2005 que suspende el cómputo de licencias audiovisuales y la bendición gubernamental a la fusión entre Multicanal y Cablevisión (Grupo Clarín y David Martínez) son algunos de los hitos de ese lapso, regado hasta el anegamiento con una publicidad oficial que, en aquellos tiempos, recibían casi todos (incluido, en rol protagónico, el entones aliado Clarín). En este período las ayudas estatales salvaron a los empresarios de medios del quebranto y, ecuánimes con (casi) todos ellos, los ayudaron directa e indirectamente a recomponer sus beneficios. Si en aquellos buenos viejos tiempos de crisis había espíritu de cuerpo, hoy prima el sálvese quien pueda. Y quien puede, lógico, es el más fuerte.

El contraste es manifiesto entre aquella política, activa y solidaria con los dueños de los medios, con la intervención estatal promovida también con ritmo frenético por el presidente Macri desde diciembre de 2015: todas sus decisiones en comunicaciones tienen como denominadores comunes el carácter unilateral de sus decisiones y la identificación precisa, capilar en algunos casos, de sus beneficiarios. Así como en épocas anteriores, también ahora la regulación estatal es solidaria con el interés empresarial pero, a diferencia del ejemplo citado del lapso duhaldenéstorkirchnerista, esta vez la apariencia de ecuanimidad quedó sepultada por una lluvia de decretos y resoluciones que tienen como principal beneficiario al GrupoClarín. Decisiones unilaterales, conversadas sólo con el puñado de conglomerados más concentrados del sector, y normas que lubrican la expansión de uno de ellos en detrimento del resto, son complementadas por la indolencia con la que el gobierno asiste al funeral de medios de distinto formato, función social y escala económica.

La indolencia de la conducción estatal (que conduce el Ejecutivo pero que no tiene contrapesos en el Legislativo) frente a la crisis general de los medios contraría, además, la diligente asistencia impositiva propiciada por el gobierno a favor de sectores enteros de actividad (petróleo, agricultura, minería) o la intervención puntual en casos como SanCor o Mercado Libre.

Los voceros del oficialismo presentan a Macri como un observador no participante, aséptico y foráneo en el velorio de los medios (argumento que gira en torno a la “coartada K”). Empero, tanto la intensa regulación decretada por el gobierno como su profuso y discrecional gasto en publicidad oficial donde, como documentan Santiago Marino y Agustín Espada, premia a amigos (incluso los que carecen de audiencia) y castiga adversarios u opositores (aun los que cuentan con audiencia) ―con un margen de discrecionalidad menor al de Cristina Fernández de Kirchner― son evidencia de su participación activa en la crisis del sector.

El ninguneo del macrismo a las organizaciones sin fines de lucro, en tanto, rubrica un panorama en el que, para el nuevo estamento dirigente, la comunicación sólo tiene razón de ser mercantilista y billetera mata galán.

Las cartas están echadas y, si caben dudas, Macri las disipa a golpe de decretos. A inicios de su mandato Macri creó una comisión que fue encargada de redactar un proyecto de ley de comunicaciones convergentes. Primero les dio seis meses a los comisionados, luego les prorrogó dos veces el plazo. Aun estirándola al extremo, la comisión fue incapaz de mostrar la prometida propuesta. El órgano gubernamentalizado creado como autoridad de aplicación (ENaCom) tampoco fue competente en dos años de funcionamiento para proponer un marco regulatorio integral para el sector. En los fundamentos de Macri al instaurar el ENaCom y la comisión no-redactora, abundan párrafos de compromiso para revisar en el corto plazo los decretos mediante un debate en el único espacio constitucionalmente habilitado para regular los medios, que es el Congreso. Alta metáfora onanista: el respeto a la matriz republicana que enarbola discursivamente el núcleo duro del oficialismo sólo existe en los considerandos de sus propios decretos.

Mientras juega al distraído y proyecta a la vez que consume el desprestigio del kirchnerismo, el gobierno produce regulaciones que concentran mucho más la propiedad, el capital y las posibilidades de negocios de las empresas de medios más poderosas, lo que allana la expansión de conglomerados en condiciones (normativas y de acceso a recursos) de empaquetar múltiples servicios infocomunicacionales e integrar verticalmente desde la producción de noticias y entretenimientos hasta su distribución en hogares y en dispositivos móviles, a la vez que, como consecuencia, amenaza la supervivencia de la mayoría de los emprendimientos medianos y pequeños. Uno de los principales editores de diarios del país lo confiesa en riguroso off the record: “con el nivel de favoritismo asimétrico para Clarín, mi medida del éxito es que mi diario esté en la calle mañana y que el portal esté online”. El mercado acelera la descomposición del sistema, en tanto los actores sin fines de lucro, acostumbrados a un histórico destrato, asisten un déjàvu.

Éxodo y destierro

Sean grandes, medianos o pequeños, nadie escapa al hecho de que los medios ya no logran canalizar como antes las representaciones sociales, culturales, simbólicas. Este proceso es dilatado y hace ya más de 15 años que podía detectarse en estudios cualitativos con audiencias, que percibían como menos significativos en su cotidiano a los medios de comunicación. Pero Clarín tiene, a diferencia del resto, una dedicación gubernamental para alfombrar su pasaje hacia negocios más rentables envidiable, tanto a partir de 2007 con la consolidación de su dominio en la tv paga y la conectividad de banda ancha fija como entre 2016 y 2017 para proyectarse al segmento móvil a través de la gigantesca fusión en curso Cablevisión-Telecom.

Sea porque el líder del sector está encandilado con su expansión hacia las telecomunicaciones y porque el resto, resignado a la dominación del más concentrado, usa sus medios como instrumentos para aceitar negocios políticos y económicos, lo que se observa es que pocos atienden los desafíos que tiene hacer comunicación hoy. Así, sin advertir la importancia del cambio de dieta cultural de la sociedad, los medios tradicionales son promotores inconscientes del éxodo digital de grupos sociales que se ven repelidos por el menú cada vez menos diverso que ofrecen las grandes organizaciones periodísticas.

Así, por ejemplo, en un contexto general de retracción de las audiencias, los grandes medios se dan encima el lujo de abandonar la interpelación de núcleos dinámicos del público no identificados políticamente con el oficialismo (o sea, la mayoría del electorado), para el que no ofrecen alternativas en su programación. Esta paradójica decisión de las principales empresas de medios se combina con estrategias que, desplegadas en 2017, rindieron en forma contraproducente: en primer lugar, el establecimiento de “muros de pago” en la versión online de los diarios líderes (Clarín y LaNación) a partir de cierta cantidad de notas, lo que copia a nivel local el exitoso modelo de suscripciones del New York Times como si éste fuera mágicamente extrapolable, como si su producto fuese remotamente comparable con los diarios argentinos y como si la marca global del NYT, su lenguaje (que no es sólo su idioma, aunque también es su idioma) y las características de sus destinatarios tuvieran acaso correlación con las de los medios locales; en segundo lugar, el doble rearancelamiento de uno de los principales atractivos que poseía la tv, que era el fútbol emitido en abierto. En este caso, 2017 cierra defraudando las expectativas de abonos difundidas por Fox y Turner desde que, tras las elecciones de octubre, implementaron con el acompañamiento entusiasta del gobierno nacional y Cablevisión (Grupo Clarín) el pay per view que exige no sólo tener abono a un cableoperador (o prestador de servicio satelital), sino además el servicio digital del mismo y un extravagante sistema de pago por todos los partidos del torneo de fútbol sin posibilidad de elegir sólo algunos, como es norma en otros países.

No deja de ser curioso el respaldo desde los medios tradicionales (como la tv por cable) a iniciativas que rompen su propia lógica de funcionamiento y los vacían de interés y que, a la postre, son un mal negocio si se compara con la posibilidad de que todos los abonados del sistema, que en la Argentina es masivo y alcanza a casi el 80% de los hogares, pudieran acceder al fútbol en el paquete básico pagando un extra de, por ejemplo $100 mensuales, con lo que la recaudación sería varias veces superior a la magra cosecha lograda hasta ahora (menos de un millón de abonados a $300 mensuales además del precio del servicio de tv paga).

Las experiencias de nicho al margen del cada vez menos representativo establishment mediático con audiencias desertoras del consumo tradicional se multiplican: desde conductores/productores (Navarro) que, con relativo éxito, se vieron forzados a trasladar su popularidad desde la pantalla televisiva a plataformas como YouTube, pasando por la multiplicación de espacios digitales donde se expresa el disenso no registrado (o registrado como denigrante) por los principales medios y se reproduce en una suerte de realidad paralela en redes de opinión e información que se nuclean en torno a grupos de activistas o comunicadores y circulan por vías y medios alternativos (como el reciente medio digital lanzado por Horacio Verbitsky, El cohete a la luna). La credibilidad de conductores y medios del star system en Argentina está por debajo del promedio latinoamericano y su adscripción editorial al oficialismo le resta capacidad de análisis y autonomía informativa.

Entre la monocromía de la línea política de los medios mainstream, sus impulsos suicidas que se manifiestan en la expulsión de audiencias y en la renuncia a cubrir asuntos clave desde una posición de relativa autonomía del gobierno (el fuerte respaldo a la escalada represiva habilitada por el Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich en los últimos tiempos es una muestra cabal de ello) y la crisis de sostenibilidad de los medios comerciales, la voz de los medios alternativos y comunitarios cobra mayor importancia, dado que en temas críticos son los únicos que difunden otras fuentes de información, opiniones diversas y disidentes. Los medios comunitarios y alternativos tienen una piel históricamente curtida en la dificultad y desarrollaron mejores competencias para sobrellevar adversidades. En los últimos años han sumado experiencias cooperativas y autogestivas, como Tiempo Argentino, que constituyen respuestas al mismo tiempo solidarias y creativas a contrapelo de la mercantilización imperante en el sector de la comunicación. Por eso, porque representan una institucionalidad fuera del catastrofismo y del conformismo y porque muestran otros modos de asociarse y hacer periodismo y comunicación, el gobierno los destrata o maltrata, según el caso.

Estos movimientos, con dispar trascendencia pública, son indicios de nuevas formas de socialización, producción e intercambio de información y opinión. Paradójicamente, en el gobierno pro-mercado, el mercado de medios asiste a su descomposición y a la erosión de su capacidad para contener intereses y perspectivas diversos, en una tendencia autodestructiva que potencia la crisis del sector de las comunicaciones con tonada argentinísima.

 

*Publicado en Revista Ajo el 27/12/2017