Hay quienes deben salir a esa calle hoy amenazante a buscar noticias. Pero lo que les dejan contar es apenas una parte de una pandemia que es notablemente más cruel con los pobres y con los barrios donde el aislamiento no es una posibilidad. Tampoco se habla de despidos y de otros ensañamientos. La idea es mostrar autos que pasan y encontrar el resquicio justo para ejercer el deporte de denunciar.
Ser periodista en tiempos de cuarentena evoca otras viejas situaciones de privilegio, esos conocimientos reservados a muy pocos -nosotros- que eran la delicia y centro de atención en asados, velatorios y cumpleaños familiares cuando no existían los grupos de whatsapp: “che, ¿Tinelli se droga?”. Luego llegaron las redes sociales y la comunión digital pero la tecnología no pudo con el legendario hechizo del trovador para los ávidos del canto de sirena: “che -se leía en la pantalla del celular- ustedes que saben todo, ¿a Nisman lo mataron o se mató?”.
Y nosotros no sabemos nada. Pero algo sí.
Sé que la multitud balconera de fiscalización de infectantes no reconoce de lejos la letra chica de una autorización para circular pero que mostrar un sachet de leche como bandera blanca es eficaz para una tregua.
Sé que la Organización Mundial de la Salud ruega desaconsejar el uso de barbijo y guantes en las personas sanas pero que a los medios de comunicación les encanta jugar a las imágenes espectrales y a muchos de nosotros nos gusta disfrazarnos de cazafantasmas. Para cuando se acaben esos insumos para los que sí lo necesitan habrá un zócalo de alerta y el show continuará. Vi como un canal de televisión descartaba la entrevista a un prestigioso infectólogo porque “baja mucho el tema”, o sea, no convocaba a huir hacia un desfiladero con leones hambrientos detrás.
En la calle todos nos desconfiamos. En los colectivos dejamos espacio entre asientos y aconsejamos amablemente al distraído que no se quede parado. En el subte B genera más pánico toser que gritar “¡llega la AFIP!” en los salones del Jockey Club. Pero la distancia entre pasajeros se cumple. Funcionan los salvoconductos de las empresas privadas, no anda muy bien la APP del gobierno de la Ciudad y, como revancha póstuma de Osvaldo Bayer, la policía cede ante la exhibición del carnet del Sindicato de Prensa de Buenos Aires. No sabremos ahora qué pasará con el nuevo certificado lanzado por el Gobierno porque la página oficial colapsó.
Tenemos un rol épico y represor. Vamos de la entrevista a la enfermera o al médico al reproche moral hacia aquel que, sin plata en el bolsillo, la fue a buscar al cajero y está haciendo cola desde hace cuatro horas. Parece que no hay espacio para explicar -como dice entre bambalinas de un reportaje uno de los profesionales de la salud que participa del comité de crisis del Presidente- que ellos no son héroes, son trabajadores, muchos mal pagos, que necesitan y agradecen el reconocimiento pero que en la caja del supermercado no aceptan aplausos sino billetes.
La agenda del pánico es tentadora, relativamente económica y va en sintonía con la pereza intelectual. El aislamiento obligatorio dejará más temprano que tarde huellas en el universo laboral en general y en las tareas de los periodistas en particular: hoy por hoy la proporción de contenidos generados por vecinos, curiosos varios, Youtube o chat de mamis y papis es ampliamente mayor que el material generado por la propia plantilla de los medios. Dirán que quieren cuidar a la tropa, acaso se tienten con la modalidad y cuando todo pase los que ya andaban a los besos en el zaguán de la informalidad se habrán enamorado perdidamente de la multitarea, la precariedad y los bajos costos laborales.
Seguimos en la calle.
Traspaso dos retenes de Prefectura y llego a la calle Mugica, detrás de la estación de trenes de Retiro. Aquí no hay techo que haga posible el #QuedateEnCasa. Chicos, mujeres embarazadas, hombres jóvenes y mayores que arrastran como idéntica letanía un carro vacío o un presente más vacío aún. Dios, si hay, deberá frenar este rodaje de película dolorosa e infame. Porque los pobres sufren primero. Por respeto y por dolor, habrá que saltear las metáforas y concentrarse en el plato de fideos con viandada y las expresiones que, como la comida, humean en la noche donde parece que va a llover. Dice Cachito que ya lo explicaba el Padre Carlos, asesinado por lo que decía y hacía: “Con el hambre de la gente no se juega”. Dice Adrián que la caridad no puede tomarse cuarentena y entonces reparte el pan, como le enseñaron. Dice Sergio que “si la gente no come se va a enfermar peor”, y dice “la gente” como último y precario acto de dignidad, como si esa pesadilla, ahora que empieza a llover, fuera la de otros y no la suya.
Nos dicen “movileros” y a mi me dan ganas de odiar. Prefiero que me llamen “cronista”. Está “notero” también, suena a expendedor de algo. Hay algo, claro. Regresan los pedidos desesperados de los que tienen voz pero nadie escucha. Los despidos masivos en Techint son imposibles de disimular pero solo esta semana pidieron la palabra -sin mayor éxito- desde unos mineros de Cerro Vanguardia en Santa Cruz hasta empleadas de Jonhson y Jonhson en Pilar; de jardineros y pileteros del country San Diego en Moreno hasta agentes de seguridad privada de más de 65 años en Florencio Varela. Todos sufren lo mismo: el atropello de empleadores a sus derechos de ser licenciados por edad o por tener hijos a cargo, el desamparo de todo recaudo de higiene, el “es esto o te echo” contra los del último eslabón de la cadena.
Escuché de mi amigo Alejandro Wall la idea de la “malvinización” de la pandemia. Hay un clima de “esta guerra la ganamos entre todos” en los estudios de televisión y algunas redacciones. No entran en la euforia del festival post Pinky y Cacho Fontana la otra peste, la que desmoviliza y desconcierta. ¿Dónde están las notas a las empleadas domésticas obligadas por sus patrones a romper la veda? ¿Dónde las notas sobre Abel, el pibe que pudo comprarse hace un año lo necesario para hacer y vender churros y bolas de fraile y que ayer fue al comedor del barrio a pedir algo para la panza? ¿Dónde están el albañil sin changas, las pymes que no contestan pedidos, la chica que se banca otra golpiza del varón porque no hay dónde ni cómo pedir una perimetral?
Esas también son noticias que nos llegan. Y todos quieren saber. Pero nosotros no sabemos.
Recorremos la ciudad desierta, señalamos hacia donde hay muchos autos o para el lado que alguno vende una pastafrola desde la reja del patio y viola el aislamiento. Pero no sabemos. Y eso es peor que tener miedo.
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