Un nuevo aporte para el debate sobre el programa televisivo emblemático del anterior gobierno kirchnerista. El peronismo, los medios y la izquierda criolla: alguna crítica y alguna idea sobre lo que se viene.
Frente a la presunta y ridícula propuesta de una CONADEP del periodismo, y ante la casi certeza del retorno peronista en octubre (léase diciembre), como bien dijo Eduardo Blaustein, renació una tímida polémica sobre el programa mascarón de proa del kirchnerismo televisivo. El argumento conadepiano sólo revela pobreza imaginativa: desplazar el peso simbólico y político de la única CONADEP a la discusión sobre el estado calamitoso del periodismo criollo es una falta de respeto nada menos que a las propias políticas de memoria, verdad y justicia –para no hablar de la ignorancia sobre lo que significaba la sigla. Y una reivindicación tardía del seissieteochismo sólo puede caber en algún resentimiento personal, pero no cabe en ninguna propuesta concreta, real, posible y democrática para la televisión y las políticas públicas de comunicación que se vienen. Por eso, como hizo Blaus, busqué un viejo texto sobre mi propia lectura de 678; la mayoría de los argumentos se sostienen, cambiando un poco los tiempos verbales. Pero la conclusión no puede ser en pasado ni en presente, sino que se propone para el futuro (seguramente, con poco éxito).
Izquierdas: comienzo con algún silogismo falso. 678 era un programa kirchnerista/el kirchnerismo es la izquierda argentina/678 era un programa de izquierda.
No hace falta ser un especialista en lógica para encontrar que este silogismo es en realidad una falacia; no hace falta tampoco ser un especialista en teoría política para descubrir que la calificación de “izquierda” para el kirchnerismo es un tanto excesiva. Posiblemente, todo se reduzca a una mera voluntad declarativa, pero también a una buena dosis de inteligencia política: el kirchnerismo fue quien con más lucidez entendió el mandato de la crisis del 2001 y supo armar discurso y práctica en función de ese diagnóstico. No vamos a analizarlo aquí con detenimiento digno de plumas más entendidas en la teoría política. Pero sí señalar que supo asumir una agenda pública que exhibiera los puntos más publicitados y rendidores de un listado de buenas intenciones progresistas. De su agenda oculta, de sus contradicciones, de sus limitaciones, también habría mucho para decir. No es, nuevamente, el lugar ni el propósito.
Lo que me interesa aquí es que entre esos puntos de una lista progresista, las políticas culturales y comunicacionales fueron algunos de los más visibles. 678 es su producto televisivo, notorio y estruendoso; la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, su producto jurídico rotundo. Entre ambos opacan algunos aciertos más consistentes: la gestión de José Nun en Cultura, por ejemplo, el desarrollo más democrático y plural en políticas culturales desde 1983 para acá. O el Canal Encuentro, que aunque aquejado de varios de los males kirchneristas más peronistas –el alineamiento monocolor de sus productores–, significó una innovación creativa en una televisión pública tan monótonamente deteriorada desde la dictadura.
Y los opacan por excesivos, por ruidosos, hasta por prepotentes. La Ley mereció mayor consenso y más cuidado: el nombramiento de intelectuales como Jorge Capitanich en su Autoridad de Aplicación es una burla al progresismo que la sustenta, a la innovación democratizadora que la impulsó. Y 678 insistió, día a día, en ocultar sus méritos y multiplicar sus aristas más negativas.
Peronismos: el peronismo siempre supo que había que hacer algo con los medios de comunicación, aunque nunca quedara muy claro qué era lo que había que hacer –o lo que quería hacer. El período 1946-1955 fue la primera vez que se formularon políticas específicas, aunque predominaran las gestualidades autoritarias o las tentaciones manipuladoras: de esa época perdura más la tenebrosa figura de Apold antes que la política cinematográfica o la invención de la televisión. La política cultural peronista, errática y contradictoria, era a la vez un repertorio de nacionalismos arcaizantes y una dinámica concepción de la cultura de masas urbana. Y entre el batifondo de la publicidad oficialista, el saldo fue otra contradicción: “me eligieron con todos los medios en contra y me echaron con todos los medios a favor”, afirmó Perón luego de la libertadora. La oposición comparaba a Apold con Goebbels, pero tomó debida nota del nuevo rol de los medios en una sociedad moderna, y actuó en consecuencia: la dictadura de Aramburu no se fue sin adjudicar antes las licencias televisivas –la televisión privada argentina fue un invento autoritario.
El retorno del peronismo al poder en 1973 lo encontró más pertrechado teóricamente, con la producción de las primeras indagaciones sobre las políticas de medios y la cultura popular. Pero, como símbolo de su antiintelectualismo militante, sus acciones políticas prescindieron de la teoría y prefirieron la pragmática patotera: la estatización de la televisión fue lopezreguista, y le entregó el sistema de medios a la dictadura, luego de depurarlo de cualquier tentación progresista. El retorno democrático mostró que, a pesar de la presunta reconciliación de la política con la teoría, lo que primaba era un pragmatismo temeroso: los medios habían adquirido poder en la formación de opinión pública, la telepolítica daba sus primeros pasos; el alfonsinismo prefirió entonces suspender sus ímpetus democráticos para priorizar la exhibición de sus comunicadores orgánicos y entablar la negociación permanente con los medios gráficos. Una política timorata, entonces, permitió la tierra arrasada menemista: la combinación horrorosa de farandulización, banalidad y autorreferencialidad –entre Sofovich y Tinelli– junto a la mayor concentración oligopólica del mapa de medios de la historia comunicacional argentina.
Y eso también fue política de medios peronista, incluso defendida teóricamente por intelectuales que habían acompañado este proceso desde los años 70 –por ejemplo Heriberto Muraro, que pasó de fundar la economía política de la comunicación en la Argentina a conducir las campañas electorales de Palito Ortega. La teoría había producido su deriva recepcionista: la idea de que los públicos eran sabios munidos de controles remotos, armas inclaudicables que producían procesos audaces y creativos de selección y recombinación sobre la oferta televisiva. La privatización y desregulación –en realidad, como dicen los expertos, re-regulación en favor de las empresas privadas– significaba, entonces, una presunta democratización, en tanto los públicos eran los encargados de seleccionar y sancionar con sus favores los productos adecuados. Populismo radical y conservador: pero populismo al fin, según el cual vox populi vox dei, aunque el pueblo haya sido reemplazado por la gente y su voz se escuche solo en los ratings y en las encuestas de opinión.
Y sin embargo, la crisis: junto con los sucesos de diciembre de 2001 apareció un graffitti callejero, tímida y efímeramente: “Nos mean y Clarín dice que llueve”. La explosión movilizada de las asambleas populares y barriales incluía la aparición de la crítica mediática. Los medios de comunicación eran propuestos adecuadamente como continuidad del esquema de poder neoconservador menemista que había desembocado en la crisis. Por supuesto: se trataba de una crítica ilustrada, urbana y de clases medias con ciertas competencias culturales. Y que recuperaba una vieja tradición intelectual, más izquierdista que peronista: los medios como manipuladores, como cómplices del “sistema capitalista explotador y pro-imperialista”. Dos textos fundamentales de los años 60 y 70 en esa línea: Para leer al Pato Donald de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, en Chile; La hora de los hornos de Pino Solanas y el Grupo Cine Liberación, en Argentina. En el film se afirma: “los medios de comunicación están dominados por la CIA”; “los mass comunication son más eficaces que el napalm”. Entonces: una tradición de izquierdas, o de peronismo de izquierda, que reaparece en un momento de crisis radical y se vuelve crítica de masas. Ilustradas, pero masas al fin.
El salvataje conservador de Duhalde permitió que esa crítica se desplazara junto con el mítico “piquete y cacerola/la lucha es una sola”. El kirchnerismo se limitó, inicialmente, a tomar nota, pero no a trasladar ese síntoma a una ejecución política. Su política de medios fue inicialmente mera continuidad del tardo-menemismo: negociación y cesión con las empresas de medios y continuidad acrítica de la hegemonía tinellista en la cultura de masas, aunque salpimentada con acciones más activas e inteligentes en el plano de los medios públicos, con transformaciones en la programación de canal 7 y la invención de Encuentro. Solo con la nueva crisis, la del “campo”, decidió simultáneamente que el peronismo era de izquierda, que los medios de comunicación eran más eficaces que el napalm y que hacía falta un vietcong. Aunque, a falta de un Ho Chi Minh o un Che Guevara, prefirió confiar la empresa a Diego Gvirtz.
Una guerrilla semiológica: un viejo texto de Umberto Eco llamaba así a la propuesta de generar televidentes activos, críticos, polémicos, mediante pequeñas vanguardias –nuevamente, ilustradas– que esclarecieran las mentes adormecidas por el flujo televisivo. 678 fue su reproducción criolla. Producto de los tiempos, esta guerrilla no invocaba a Vietnam y no pasaba de la reivindicación leve y meramente icónica del Che; más bien, prefería citar a Baglietto y Fito Páez: “multiplicar es la tarea”.
Y por eso, consecuencia de esa levedad, 678 anunciaba una crítica de medios donde casi no la había. Era relativamente eficaz en encontrar las limitaciones ideológicas de la entonces oposición política –torpemente llamada “la Opo” –: un trabajo sencillo, que la edición ponía de manifiesto con predominio de la ironía y con la invalorable colaboración de la misma oposición, que parecía acomodar sus intervenciones públicas al guión de la productora (digámoslo así: las intervenciones de Macri o Carrió parecían guionadas por 678). La mediocridad de buena parte de los/as políticos/as argentinos/as es demasiado notoria: sus intentos desesperados para poner de manifiesto sus ignorancias e inconsistencias descontaban la captura minuciosa de los grabadores de PPT, se sujetaban a sus necesidades. De la misma manera, la colaboración de buena parte del periodismo político es insoslayable: la famosa “crispación” kirchnerista era mero epigonismo de la crispación de todos los discursos, que adelgazaba las posibilidades del análisis, de la agudeza, de la inteligencia (digámoslo así: las intervenciones de Eliaschev o Lanata parecían guionadas por 678). En ese campo, entonces, los editores de 678 encontraban material de sobra para sus ironías. Por supuesto, siempre en el campo ajeno: las mismas inconsistencias y mediocridades jamás eran halladas en terrenos propios. Para usar una cita peronista: “al amigo todo, al enemigo ni justicia”, sentenciaba, años atrás, la inefable Isabel Perón.
Una crítica de medios sin medios, una semiología de masas sin semiología: porque lo que 678 no podía hacer era someter toda la lógica de construcción mediática a crítica, porque eso hubiera implicado criticarse a sí mismos. No sólo respecto de las contradicciones y las inconsistencias ideológicas del kirchnerismo; sino del mismo programa en cuanto producto mediático. Los programas de archivo, de los que Gvirtz fue uno de los grandes creadores, significaban una autorreferencialidad excesiva: la televisión –los medios en general, pero la tele como gran máquina hegemónica– aparecía en estos programas como el último horizonte del pensamiento y de lo real. Frente a la invención de la realidad que propone la televisión, el archivo se limita a ratificar su poderío: en este caso, proponiendo una construcción alternativa de lo real, tan discursiva y tan artificial como la que se propone “denunciar”. La movilización callejera promovida por Facebook, un dato extratelevisivo, se transformó finalmente en televisivo, cuando regresó a la pantalla; operación que la sacó de la calle y la devolvió a su condición virtual –de red social. Por eso, posiblemente, la desaparición de 678 no motivó ninguna movilización de defensa o nostalgia.
Y sin embargo, la guerrilla semiológica es eficaz como seducción de sus públicos. 678 realizaba el viejo sueño del televidente de poder ejercer la crítica de medios: aunque delegada en Gvirtz y sus panelistas, aunque reducida y limitada, como dije, la fantasía de la crítica se desplegaba en el programa. Y lo transformó en un fenómeno, diga lo que diga una medición de rating que es, en el mismo periplo, también dudosa.
Éticas y estéticas: con su habitual lucidez, Beatriz Sarlo aseguraba hace veinte años que la televisión argentina era irresponsable ética y estéticamente. La sentencia no ha perdido validez. La ficción, el show, el entretenimiento oscilan entre el conservadurismo formal y narrativo –irresponsabilidad estética– y el chivo –irresponsabilidad ética. Para no hablar de sus machismos y sus carnavales perennes –otra idea de Sarlo: Tinelli como un carnaval eterno, que por eso mismo deja de ser transgresor para volverse conservador. Y la no ficción demuestra un desapego por lo documental, por el rigor periodístico o la precisión socioeconómica que solo puede producir ruido, desinformación, la vieja y nunca bien ponderada manipulación de masas.
Frente a ese cuadro, 678 amagaba con la denuncia y la crítica; esgrimía en una mano los manuales de semiología del CBC de la UBA y en la otra la vulgata alternativista de los 70. Pero luego ocultaba que sus mecanismos de construcción eran exactamente los mismos, aunque políticamente correctos; que lo real era, apenas, lo real oficialista.
Televisión pública: que debería ser, porque para eso está, radicalmente plural, radicalmente democrática; y además debería ser, porque para eso está, radicalmente creativa, radicalmente experimental. Frente a ese horizonte, 678 se proclamaba, apenas, radicalmente kirchnerista; un universo situado a la izquierda de su pantalla, señora.
Pero izquierda significa, o sigue significando luego del tsunami conservador, pluralismo, democracia, igualitarismo radical, irreverencia, revuelta, creatividad. De todo ello, poco había en 678 –y mucho menos aún en el resto de la televisión argentina. Aunque jamás lo diga así, era solo otro programa peronista. Que no puede, entonces, ser de izquierda, cqd.
¿Entonces? ¿Qué se viene, o qué puede venirse, o mejor aún, qué debería venirse? Primero que nada, un exceso democrático: a pesar de su jactancia republicana, la política de medios macrista fue concentracionaria, monopolista, antidemocrática, irrespetuosa, machista. A eso se le debería responder con un shock “democratista”, que sobreactúe el pluralismo y la disidencia. Imagino algo así como retomar cierto espíritu de la discusión de la Ley de SCA en 2009, el espíritu que consiguió incluso votos opositores para su sanción, pero redoblado: llenar los directorios y gerencias de los medios públicos y de los pocos organismos que nos han quedado con opositores, con disidentes, con la única garantía de la idoneidad, la honestidad intelectual, la trayectoria y la buena leche. Algo así como ningún Barone y muchos Martines Becerras (perdón, Martín, por tomar tu nombre como bandera y llevarlo a la victoria). Si Alberto Fernández es, como ha proclamado, un liberal de izquierda, su liberalismo debería conducirlo al pluralismo radical y su izquierdismo a, como dije, la mezcla armoniosa de democracia, igualitarismo, irreverencia, revuelta, creatividad. En esa descripción no entran los panelistas de 678, pero sí lo mejorcito de Encuentro y de la producción audiovisual independiente que debería volver a florecer.
Y tampoco nos creamos que con El Marginal en cadena nacional las 24 horas solucionamos algo. Por favor.
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