Si es que debe honrarse el Día del Periodista elegimos para discutir el asunto a un anti-estrella, un compañero, un laburante de bajo perfil y larga trayectoria. Se trata del Flaco Alberto Ferrari, fallecido el sábado pasado, penúltimo mohicano.

Si se le pone suficiente distancia, si se equipara o confunde a la maquinaria de medios con el oficio periodístico o el harto heterogéneo colectivo de periodistas, si se le añaden a la mezcla unas cuantas dosis de cinismo, de amargura, los periodistas corremos el riesgo de ser apenas engranajes, como los de Tiempos Modernos. Y no solo eso, los periodistas anónimos (o no) o los poco conocidos acaso seamos sirvientes de la maquinaria, sirvientes de aventuras empresarias, de proyectos de poder, de intereses ajenos. Eso no sucede con los muchos colegas y compañeros dignos (y no es que muchos de los otros sean “indignos”). Eso no sucedió con el compañero Alberto Ferrari, de larguísima trayectoria en agencias de noticias, laburante solidario, generoso a la hora de compartir información y materiales, ligeramente hosco hacia los que se lo merecían, gran tipo.

Me enteré de su fallecimiento por un uasap del colega y amigo, y amigo de mi hermano mayor, Rubén Furman, otro con décadas de buen laburo a sus espaldas, otro de los buenos –humana y profesionalmente-, autor de libros valiosos. El uasap solo contenía el link con la noticia del fallecimiento publicada por otro compañerazo más, Juan José Salinas, en su blog Pájaro Rojo. Con Juan José Salinas, alias Beto, alias Pajarraco según las épocas, compartimos exilio y con él y el Flaco Ferrari y treinta más compartimos también la experiencia de la cooperativa de periodistas que se hizo cargo de la revista El Porteño. Eso fue desde 1984 u 85 hasta los ’90 avanzados, aunque para entonces yo ya había emigrado a Página/12.

El texto apurado y noble que escribió el Beto Salinas en Pájaro Rojo dice así:

“Me acabo de enterar por su esposa, Silvia Valerga, de la muerte del Flaco Ferrari. Hace unos días lo habían operado de un riñón. Estaba en su departamento porteño, amaneció cansado, quiso dormir un rato más y al levantarse se cayó. Tuvo dos infartos sucesivos y un tercero en el Hospital Español, al que llegó todavía con vida y dónde no pudieron evitar su óbito”.

Luego:

“Ferrari fue un periodista ejemplar, quizá chapado a la antigua, de agencia de noticias –como lo fueron en su momento Hemingway y Onetti– y medios gráficos que descolló muchos años en la agencia DyN (…) [En] El Porteño formamos parte de la cooperativa de periodistas verdaderamente independientes que en medio de una pobreza franciscana editamos la revista hasta el otoño de 1993, en pleno auge del menemo-cavallismo. Hicimos un buen equipo con Alberto (hincha fiel de Rosario Central), lo que antes se decía un ‘periodista de raza’, el primero en posar su mirada y comenzar a investigar a Alfredo Yabrán cuando solo era conocido como “el amarillo” por los colores de OCASA, su principal correo privado”.

Siempre tuve más que presente esa nota del Flaco Ferrari, me suena a que la publicamos siglos antes de que estallara “el caso Yabrán”, el asesinato de José Luis Cabezas, el suicidio en que media Argentina no creyó.

Le sigo robando texto al Beto Salinas porque es innecesario que yo meta más la cuchara:

“Ferrari luego se especializó en laboratorios y medicamentos, siempre en contra de los monopolios, en defensa de la industria nacional y, sobre todo, de los sufridos y expoliados consumidores. Gran animador de la sección The Posta Post de la revista, el huevo del que surgió la idea de hacer un diario que termino siendo Página 12, Ferrari no fue parte de su núcleo inicial porque estaba distanciado de Lanata. Y es que El Flaco era, ante todo, un hombre bueno y carente de dobleces, siempre del lado de la clase trabajadora”.

El comunista albanés

El Flaco en blanco y negro, como si perteneciera a otras épocas del periodismo.

Entre la ironía y el cariño, en la redacción de El Porteño el Beto Salinas hablaba del Flaco como “el comunista albanés”. Y es que, por lo menos hacia los 80, sin ser comunista, el tipo se aparecía como con una ideología de acero, duro, una estatua en hierro del camarada Josip Broz Tito (en Croacia, tras la caída de Yugoeslavia, la derecha se encargó de derribar unas cuantas de esas estatuas, cosa triste). Pero no es que el Flaco Ferrari fuera un estalinista o un sectario, era como que tenía una moral de fierro. Era un puro, un puro al que recuerdo mascando chicle, cosa acaso inexacta, un tipo que no negociaba nada desde sus valores. Y además, como tantos colegas buenos de bajo perfil, un perro callejero, un buen investigador, un obsesivo. Podía ser hosco con la gente en la que no confiaba tanto como cálido y macanudo con los que sí, lo mismo su compañera, Silvia.

Durante añares el Flaco reenviaba cantidad de mails diarios con distintos tipos de información, para meramente compartirla. Mucha de esa información se relacionaba con la situación de los palestinos y el Estado de Israel. Durísimo el Flaco con ese tema. Pero, así como suelo irritarme con los envíos de otros –y sobre todo con los que se hacen prensa, políticos de segunda y demás- jamás me irrité con los mails del Flaco porque sabía de su nobleza.

Busco en Página algún recordatorio o despedida para el Flaco, no lo encuentro. Pruebo suerte con La Izquierda Diario, tampoco. Me da pena. Es lo que sucede con los compañeros anónimos y ya me arrepiento de decir “anónimos”, pero espero que se entienda. Sí encontré como título principal de Resumen Latinoamericano –colegas también duros, militantes- este título principal: “Falleció el periodista argentino Alberto Ferrari, ejemplo de un ser consecuente y solidario con los que luchan /Abrazó con amor la causa palestina y del pueblo cubano”.

El texto lo escribió Carlos Aznárez, alguna vez Carlitos, alguien que entiendo colaboró con ANCLA y que desde su exilio en Madrid fundó Resumen Latinoamericano para denunciar a las dictaduras de los 70. “En nombre de Resumen Latinoamericano” Carlitos escribió esto:

“Se nos fue el “Flaco” Alberto Ferrari, periodista incansable de este lado de la barricada. Nos conocemos hace más de 40 años, de las luchas históricas del gremio de prensa, y posteriormente de su paso por el diario Nuevo Sur. Trabajó una buena cantidad de años en la agencia italiana ANSA, y colaboró en varios medios locales y del exterior, entre ellos en Resumen Latinoamericano, al que nos acercaba diariamente infinidad de noticias de pueblos en lucha (N del R: lo dicho, compartir con los demás). Pero hablar de Alberto Ferrari y no asociarlo a su valiente e incombustible adhesión a la causa del pueblo palestino, es negar la realidad. De allí, que no son pocas las fotos del ‘Flaco’ luciendo el pañuelo palestino sobre sus hombros, o encontrarlo en las marchas para repudiar los crímenes sionistas frente a la embajada israelí.

También fue un infaltable en cada movida por los derechos humanos, junto a las Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, o expresando, donde sea, su repudio a la dictadura del 76”.

Aunque nos repitamos con Aznárez, también dijo esto: “Alberto ‘Flaco’ Ferrari era un periodista y un ser humano excepcional, de esos que no hacen alardes de sabiduría ni se suben a su propio ego, sino que predican con el ejemplo, mostrando bajo perfil pero estando siempre donde hay que estar, del lado de los que no se conforman ni se resignan”.

El Flaco se acercó a las primeras reuniones fundacionales de Socompa. Hay alguna foto de él en esos encuentros, pero la ansiedad y la tristeza me ganan y no tengo tiempo de pedírsela al amigo Horacio Paone. Me pasa lo que escribió el Beto Salinas: “Podría escribir mucho más sobre él, pero en este momento –instante en que recuerdo acongojado cuando jugábamos al fútbol en el polideportivo de la plaza Martín Fierro– no estoy de ánimo”.

Lo que sí me obsesiona y se deduce del título de este texto es la pena por la falta de reconocimiento al Flaco y a tantos otros. Él no lo buscó, es cierto. Pero debería existir algún tipo de escultura dedicada a los buenos compañeros, a los periodistas desconocidos, los buena gente, los que la pelearon –y pelean- contra la propia maquinaria con la que se ganaron sus pocos mangos.