La última novela del colombiano Juan Cárdenas se inscribe en una tendencia de escritores latinoamericanos que de alguna manera vuelven a preguntarse lo de Vargas Llorsa para Perú: ¿cuándo fue que nos jodimos? ¿Y cuál era nuestro rostro original?

Cuando Gabriel García Márquez se sentó a escribir Cien Años de Soledad, o Juan Rulfo Pedro Páramo o Mario Vargas Llosa Conversación en la Catedral, a América Latina le faltaban “palabras”. Y ellos las encontraron. Quizá, sólo quizá, necesitábamos demostrarnos a nosotros mismos que también por estas tierras podía haber un Cervantes. O varios, como bien lo demostró con creces la generación del “boom”.

Tal vez por esa razón, los escritores que vinieron después sintieron que se les iba a hacer muy difícil superar la vara. Luego vino Roberto Bolaño y nos demostró que no sólo de “palabras” estaba hecho el mundo de la literatura. Cualquiera que lo haya leído sabe que en 2666 o en Detectives Salvajes cabe el mundo entero.

Mientras tanto, los que escriben ahora, en pleno siglo XXI, han dado un paso atrás. Y ahora buscan “paisajes” y “rostros humanos” que puedan contar cómo fue que pasamos de ser un paraíso a transformarnos en el escenario de múltiples pesadillas. Al menos, ese es el propósito indisimulado del último libro del colombiano Juan Cárdenas, Peregrino transparente, recientemente editado por Sigilo, una casa editorial que se ha propuesto sacar a la luz estas nuevas narrativas latinoamericanas. Razón por la cual han publicado, en los últimos años, textos que van en esa dirección, como la novela Conjunto vacío de la mexicana Verónica Gerber Bicecci, Desierto sonoro de la sorprendente Valeria Luiselli –también mexicana-, o Opisanie Swiata de la brasilera Verónica Stigger.

De cuando éramos vírgenes

En Peregrino transparente, Cárdenas, nacido en Popayá, Colombia, en 1978, se propone narrar, a partir de un hecho real, cómo era el paraíso latinoamericano en el siglo XIX, cuando las guerras civiles apenas comenzaban a devastar el país, y Panamá todavía formaba parte de lo que dio en llamarse República de la Nueva Granada. En ese mundo surreal, que sin embargo se para enfrente de la estética del realismo mágico -¡ay, fantasma de García Márquez, que presente estás todavía! -, un pintor inglés, llamado Henry Price, recorre ese territorio indómito por encargo de la Comisión Corográfica, un proyecto del que formaron parte científicos y artistas y cuya misión era realizar la descripción de la geografía natural y humana de esa tierra casi virgen.

Los personajes son reales, pero Cárdenas se los imagina en su intimidad. Y Price, como le ocurre a los “detectives” de Bolaño, también va en busca de su Cesárea Tinajero. En este caso se trata de un humilde pintor de iglesias, llamado Rufino Pandiguando, personaje huidizo con el don mágico de captar la esencia de la realidad, simpatizante de los liberales (que vendrían a ser algo así como nuestros “federales” antes de nuestras guerras civiles) y poco amigo de los extranjeros y de los señoritos de frac que llegan de Bogotá.

Cuando lo encuentra, Price se queda alucinado con el personaje. Rufino no sólo pinta bien, sino que es dado a los comentarios ácidos. Cuando en las tertulias de los ricachones sacan a pasear la fábula de que Don Quijote estaría enterrado en Colombia, Pandiguando “con la nariz colorada de la altísima borrachera” se atreve a decir que el problema de Colombia es que “no vivimos en el país donde enterraron al Quijote, sino en el país donde Sancho Panza es el rey y todos lo tratan como la máxima eminencia”.  Y ahora que Don Quijote ya no está, “Sancho Panza ya no tiene quien le haga contrapeso y ahora va por todo el país impartiendo sus doctrinas choriceras como si fueran la gran ciencia infusa”.

La pintura que traza Cárdenas de esa Colombia a punto de estallar en mil violencias tiene un dejo de nostalgia por el país que pudo ser y no fue. A veces, el narrador se confunde con el escritor y se sale de las convenciones de la historia para mirarlo todo desde el siglo XXI, ruptura que a algunos críticos de la novela les sentó mal. Para quien acepte las reglas del juego que Cárdenas propone, Peregrino transparente se puede leer como un juego de espejos entre el presente y el pasado que deja más preguntas que respuestas.

Vísperas de la Batalla de Palonegro, Guerra de los Mil Días, 1901. Fotografía de Quintilio Gavassa,

Y ya puesto a concederse licencias, en esa búsqueda de “paisajes” y “rostros humanos” originarios, Juan Cárdenas va más allá e introduce, en medio del relato, un estallido de poesía dedicado a la uruguaya Marosa Di Giorgio. La cita de Marosa que elige para abrir ese extraño capítulo poético, nos remite al comienzo de este artículo: “Ayer conocí el nombre secreto de mi casa”.

Es muy pronto todavía para saber si Juan Cárdenas ha encontrado ya el tono definitivo de su escritura. Sus obras hace un tiempo que llegan con asiduidad a la Argentina. La propia Sigilo publicó en 2015 su novela Ornamento y la editorial artesanal Ninguna Orilla presentó en 2016 Tú y yo, una novelita rusa.  En Peregrino transparente demuestra un uso del lenguaje que tiene mucho que ver con su oficio de traductor (ha traducido a William Faulkner, Nathaniel Hawthorne, Norman Mailer, entre otros). Y deja en claro, también, que se asume como un heredero de aquella generación del “boom” que encontró las “palabras” y del Bolaño que atrapó al mundo en sus páginas, aunque reclama una voz propia capaz de darle una literatura a la altura de las circunstancias a la América Latina del siglo XXI.

Para captar el propósito de su aventura literaria resulta interesante leerlo no sólo junto al resto de los autores que Sigilo ha publicado en su colección dedicada a nuestro continente, sino también en simultáneo a lo que viene escribiendo, en Argentina, Marina Closs (La despoblación, publicada el año pasado por Blatt & Ríos) y a la obra de Hernán Ronsino (La descomposición, Glaxo, Lumbre, trilogía editada por Eterna Cadencia), por citar sólo dos de los autores con los que Cárdenas comparte cierto estilo y búsqueda estética. Cada uno de ellos, a su manera, siguen tratando de responder a la pregunta con la que Vargas Llosa comenzó en 1969 su célebre Conversación en La Catedral: ¿En qué momento se había jodido el Perú?.  ¿Cómo fue que nos expulsaron del paraíso? Y… ¿por qué?